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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (10 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Por lo menos —reflexionó Lucifer—, el Señor Diablo no formuló críticas al procedimiento seguido en el caso de Madama de Thouars.

—Tampoco lo encomió —dijo el Almirante—. Yo deduzco de esto que la envidia, mi Envidia, gana adeptos en el pandemónium, lo cual, como es lógico, me complace sobremanera.

—¿A qué seguir hablando y justificándonos? —resumió el soberbio—. La verdad es que único culpable es Mammón. Sus ahorros estúpidos, su feroz tacañería, han producido nuestro estancamiento. Vegetamos aquí, a la espera de que se sacuda. No habrá más remedio que salir a la calle y hostigarlo, hasta que satisfaga su deber.

Como si lo hubiesen invocado, apareció Parco Mammonio. Alcanzaban sus harapos y su delgadez al límite de la transparencia, pero también se traslucía su buen humor. Se frotaba las manos huesudas.

—¡Ave, príncipes! —exclamó, enseñando los colmillos huérfanos de dentista—. Supuse que estarían extasiados, leyendo «Los últimos días de Pompeya».

—No leemos más —lo interrumpió la aspereza de Asmodeo, quien citó el verso célebre de Francesca da Rimini: "
Quel giorno piú non vi leggemo avante
".

—Su Excelencia irradia satisfacción —vociferó Satanás—. Sin duda viene a referirnos que halló por fin el blanco pecador de sus flechas.

—No, todavía no. Pero, ya falta poco. En cambio…

Y el parsimonioso les reveló la causa de su júbilo. En el Foro lo habían confundido con un pordiosero, mientras tomaba sol, sentado sobre un caído capitel, y examinaba a los paseantes. Las monedas habían afluido alrededor, y él las fue recogiendo. Volcó su cosecha, en el peristilo, cuidando que ninguna rodase y se escapase, y se deleitó sopesando las piezas que ostentaban las efigies de los Césares.

Eso enfureció a Satanás. Cuando se enfurecía, era temible.

—¡Su Excelencia —gritó— nos exhibe la prueba contraria de la que busca, es decir el testimonio de la caridad, y eso lo regocija! ¡Su Excelencia permite que su modesto vicio deje atrás a la misión que se le ha encargado!

—La sabiduría nos enseña —dijo Mammón— a unir lo útil con lo agradable.

Sumáronse los otros a Satanás y se produjo una loca algarabía. Empujaron al codicioso, como si lo fuesen a golpear; Leviatán aprovechó el tumulto para morderle una oreja, y en la batahola, con voz doliente, el mísero que se cubría el rostro con los brazos, acertó a plañir:

—¡Excelencias, Excelencias! ¡Por favor! ¡calma! Hay un medio, un solo medio, de sacar a la luz la pompeyana avaricia… pero es tan costoso… tan opuesto a mi filosofía… que hasta ahora no me atreví a proponerlo…

—Expóngalo cuanto antes —lo conminó Lucifer.

—Todavía no. Es un medio demasiado drástico, un precio demasiado subido. Todavía no. Concédanme Sus Excelencias dos días. Se lo ruego. Dos días, y si en su curso no hallo otra manera, se los expondré.

Se miraron los demonios.

—Bien —otorgó Satanás, por los restantes—, accedemos. Pero no dispone Su Excelencia Parco Mammonio más que de dos días. Es un ultimátum.

El acuerdo produjo una distensión nerviosa. Como Diógenes en su tonel, Mammón se acurrucó dentro de una inmensa vasija tumbada y allí quedó, frotándose la oreja y jugando con los cobres; Lucifer reasumió la actitud que le impusiera la creación casi concluida de Asmodeo; éste manejó su barro y sus utensilios; Satanás, que no conseguía serenarse, se puso a pasear a largos trancos por la exedra y a cavilar sobre los imperceptibles espías diabólicos; Leviatán y Belcebú se consolaron, convirtiendo a la yacente Quieta Fulvia, ya en una esfinge de pórfido, ya en una tumba etrusca, ya en un busto de Sócrates; y la industriosa cámara saltó sobre sus patas de avestruz, inmortalizando fotográficamente a los inmortales.

Estaba escrito que aquella sería la tarde de las sorpresas. La bonanza se había enseñoreado de los espíritus, merced a la digna atmósfera del arte, que es la gran pacificadora, cuando abandonaron todos sus ocupaciones y levantaron simultáneamente las cabezas, porque en el jardín se oía un liviano aleteo. Penetraron con sus ojos sobrenaturales el territorio prohibido a la tosca humanidad, y reconocieron a la sirena Superunda, quien bajaba, sostenida por alas de mariposa, con su crío en brazos. Gruesas lágrimas empapaban sus tersas mejillas. Corrieron hacia ella, temerosos de que algún percance hubiese acaecido a las cabalgaduras que dejaran en el camino de Herculano, pero pronto supieron que la razón de ese gimoteo era exclusivamente personal.

—Señores —sollozó— les conjuro que toleren que Supernipal y yo permanezcamos aquí. Les prometo no incomodarlos. ¡Sálvenme, por amor del Diablo, del toro asirio! No me deja tranquila ni un momento. Me acosa, me lengüetea, me babea, me pincha con sus barbas, me propone obscenidades. ¡Socórranme! Si el toro repite la hazaña del bosque de Tiffauges, no deberé transportar un párvulo, sino dos (y acaso tres) y eso es superior a mis fuerzas…

—Apruebo su venida, Superunda —la confortó Belcebú—. Instálese con nosotros.

—¡Ah no! —prohibió Asmodeo, propietario de la sirena—. Nadie ignora que detesto la organización familiar, enemiga de mi conducta y de mis ideales. Vuélvete… pero antes relátanos, sin esquivar pormenores, lo que Asurbanipal quiere hacer contigo. Eso nos desenojará y aventará sombras.

—No me lo pida, Excelencia. Es demasiado feo.

—Nada es demasiado feo, en ese orden. En fin, vete…

Recrudeció el llanto de la cuitada, y el glotón sugirió al de la lujuria una idea que abrigaba desde que partieron del Pandemónium:

—¿Qué le parece, Excelencia, que cambiemos nuestros transportes? Usted montará a Asurbanipal, que es rijoso e inquieto, y por ende perturba a mi permanente digestión, y yo cabalgaré a la suave sirena. A mí me encantan los niños. Me encanta atiborrarlos de azúcar, verlos enmelarse, escuchar cómo exigen más y más y se preparan para un futuro de pertinaces lameplatos.

Asmodeo aceptó, sin prolongar los trámites, y Belcebú se dedicó a hacer reír al pequeño barbudo de cara de pez, embadurnándolo con chocolate y haciendo que las moscas volasen en aeronáutica formación y descendiesen en picada o en espiral.

—¡Las moscas! ¡las moscas verdes! —vibró Satanás, de súbito—. ¡He ahí a los espías, a los traidores! Ellas nos siguen de continuo y conocen cuanto nos pasa. ¡Las moscas! —Y, pegando grandes saltos, arremetió con la túnica contra los insectos.

Por primera vez, Belcebú perdió la paciencia. Cierto es que el apóstrofe coincidió con que, por casualidad, no comía.

—¡Deje a mis moscas! —farfulló—. ¡No le permito que toque a mis moscas! ¡Las moscas son mías! ¡Me acompañan desde que el Diablo me otorgó la corona de príncipe! ¡Y son fieles!

El inusitado tono del comilón apaciguó a Satanás.

—Sosiéguese, Excelencia Satánica —le dijo el Almirante—. Tenga en cuenta que, según Moloch, los espías son invisibles aun para los invisibles, y hasta las moscas de Belcebú las vemos y las sentimos.

—¡Hasta en la sopa! —bufó el de la ira.

—Sí, hasta en la sopa —declaró Belcebú—, a cuyo gusto contribuyen.

Surgieron, a la carrera, los monos de Belfegor, para anunciar con gruñidos el regreso de Nonia, y los infernales hicieron desaparecer la estatua, al par que Lucifer cubría su desnudez. Venía la señora bruñida de frivolidad. Cantaban sus ajorcas, sus sartas, sus sortijas. Traía una fuente de higos.

—Espero —habló como si declamase— que hayan gozado de la tarde en paz. El día se ha puesto precioso.
That is the question
. Deberían ustedes salir a respirar el aire de la bahía. ¡Cuántas moscas!

Se sentó junto a Quieta Fulvia, y desde allí arrojó unos higos a los pavos reales. Luego, con exclamaciones de placer, detalló ante la pétrea matrona la maravilla de las compras últimas de Publius Cornelius Tegetus, que a los demás les parecieron horribles.

Se insinuaba el crepúsculo, entre los cipreses, y los esclavos encendieron lámparas. Supernipal aplicó los labios a uno de los pezones de Superunda. Volvióse Nonia Imenea, elegantemente, hacia Mammón:

—¿Qué discurre el filósofo? ¿Qué opina de este crepúsculo?

Como un caracol, Parco Mammonio asomó la cabeza calva, desde su tonel de desterrado:

—Opino que lo apreciaríamos mejor si apagasen las luces.

Dos días después, el 19 de agosto del año 79, ajustándose a lo convenido, el avaro se reunió con sus colegas, en torno del pavimento de la batalla de Issus, cuyos mosaicos brillaban como las escamas de un pez fantástico, en la claridad del atardecer. Meneando la cabeza monda, acusó su ineficacia:

—Me he desempeñado vanamente. La avaricia existe, pero se esconde, en esta hipócrita ciudad. Hay que sacar sus tesoros a la luz, hacer que la avaricia surja, tal como yo he enseñado a los hombres a extraer los metales de la tierra. Se halla en todas partes y en ninguna. Suplico, pues, a Sus Excelencias, que alarguen mi plazo.

—No —replicó Satanás—, lo resuelto, resuelto está. Su Excelencia mencionó, la vez pasada, un medio drástico para descubrirla. Puesto que no hay otro, lo aplicaremos.

—Drástico y costoso.

—No interesa el costo, que corre por cuenta del Diablo. Lo que importa es salir de esta ciénaga, y continuar el viaje.

—La responsabilidad será de ustedes.

—La compartiremos.

Mammón se recogió un minuto y prosiguió, con voz delgada:

—Dieciséis años atrás, hubo en esta zona un terremoto. Los habitantes lo atribuyeron a los dioses olímpicos y a los gigantes. Son razones poéticas. He analizado prolijamente el fenómeno, y he llegado a la conclusión de que el sismo tuvo por causa a un estertor volcánico. El Vesubio desató, subterráneamente, sus viejos odios. Ahora bien, lo que yo propongo es que, uniendo nuestros ímpetus, provoquemos algo similar, pero más suave, harto más suave. En una palabra, que les demos un susto a los pompeyanos, sin destruir, sin que, por favor, nada se rompa o se pierda. Conduzcámonos como si estuviésemos en un bazar japonés. Nos limitaremos a sacudir blandamente el suelo. El terror hará que los moradores huyan de sus casas. Entonces mostrarán su verdadero rostro, el rostro que el miedo desnuda y que encubren bajo la apariencia del lujo dadivoso. Se producirán escenas de pánico. Aunque benignas, aunque cortas, las cuidadas convulsiones darán pie para que los que colocan a sus bienes materiales por encima de sus vidas, se denuncien. Abandonarán sus ídolos, desertarán sus penates, y salvarán sus riquezas. En seguida renacerá la calma, pero se habrán delatado. Puede ser que algunos, pocos, poquísimos, mueran en la confusión. No sólo ésos serán los que brindaremos en holocausto al Señor del Infierno, sino también los demás, cuando suene su hora, porque conservarán el estigma. Yo, personalmente, estoy en contra del procedimiento. Para mí, la avaricia es una virtud, es la madre del orden, la abuela de la tranquilidad económica, la bisabuela del austero y frugal dominio. Pero si aplicaran mis ideas, eso iría en contra del progreso demográfico de las provincias diabólicas, y en contra también del prestigio de mi dirección general. Me resigno, pues, y acato. Ya que el Infierno necesita avaros, para reforzar su administración, avaros le vamos a conseguir. Y malicio que en Pompeya serán muchos.

—¡Su Excelencia se ha lucido! ¡Valía la pena aguardar! —aplaudió Lucifer, fervoroso, y los demás lo siguieron.

—¡Felicito a Su Excelencia! ¡El plan es notable! —coreó Satanás—. Me gusta porque nos ofrece la ocasión de usar los músculos y los pulmones, tras tan largo y estéril entumecimiento. Prepararemos en realidad un espectáculo, una función gimnástica, deportiva. Mañana mismo ascenderemos al Vesubio, y en seguida, a cosechar.

—Sí, pero con mesura, tiernamente, preservando, defendiendo, evitando la exageración. Apenas unas agitaciones ligeras…

En la distancia, el Vesubio hizo oír su apagada voz, y un alegre tintineo de cristales la conservó dentro de la casa.

—El volcán nos oye —señaló Leviatán—. Es de los nuestros.

Espumó el champagne de Belcebú. Nonia Imenea, atraída por el alboroto, probó la hipotética bebida de la corte cesárea, estornudó y dijo que encargaría varias ánforas a Roma.

—Dudo de que las encuentre —cuestionó el goloso—. Son raras. Si las obtiene, sírvalo helado.

—Mañana partimos, señora —le advirtió Asmodeo—. Hemos descubierto lo que buscábamos, aunque no podemos revelarle aún de qué se trata.

Nonia reclamó. Se había habituado a tenerlos en su casa, a la que conferían tanto lustre. Precisamente, proyectaba una gran fiesta. ¿No estirarían su estada, hasta que ella tuviese lugar? ¿Se irá también usted? —y entornó los párpados hacia el sonrojado Belcebú.

—También él. Pero ya nos veremos —insistió el demonio—. Previamente, sin embargo, queremos dejarle una demostración de nuestro agradecimiento.

Se alejó Asmodeo hacia su alcoba; materializó allí la estatua del fauno; la abrazó voluptuosamente, y con ello el barro gris se endureció y se mudó en bronce luminoso. Volvió con su carga estética, y Nonia se pasmó, deslumbrada, agradecida, ante su hermosura:

—¡Es mejor que cuanto posee mi hermano Publius Cornelius! Se pondrá verde de envidia.

—Y hará muy bien —dijo el Almirante.

—Quieta Fulvia —terminó el lascivo— la adquirió ayer, de un mercader griego.

—No hay nada mejor en Pompeya. La mandaré poner en el impluvium.

Llamó a sus esclavos. Alzaron éstos la escultura; se metieron en el agua del estanque, y la ubicaron en su centro. Resplandecía, graciosa, esbelta, sensual, entre los lotos.

—¡Qué fauno!, ¡qué hombre! —encareció Nonia.

—El modelo —dijo Lucifer, imponente— debió tener un cuerpo admirable.

—Sólo en Grecia se producen cuerpos así.

—No sólo en Grecia, señora mía.

Aproximóse la hermana del fabricante de adobo de pescado a la patricia Quieta Fulvia, que abanicaban sus negros, y le besó la diestra.

—Es un regalo digno de quien lleva tan noble sangre —ronroneó la señora, y Belfegor se limitó a gruñir—. Me extraña que Publius no la haya visto antes que ustedes. Sé que esta casa —profetizó, sin medir hasta dónde alcanzaba su don vidente— se llamará en adelante «la Casa del Fauno».

La máquina de fotografiar fijó la bella escena.

Al alba, cuando Pompeya no se había desadormecido, y reposaba en un silencio que apenas rompía el hogareño trompeteo de los gallos, pues no la ensordecían aún los primeros portadores de viandas, agrupáronse los demonios en el impluvium, donde el Fauno mantenía su danza inmóvil y, tendidos los brazos, invocaba al sol. Encima, se velaban las estrellas, y una tímida palidez bosquejábase en el rectángulo de cielo. Tornaron los infernales a revestir sus envolturas corrientes; se desperezó el desnudo Lucifer, libre de la toga; el Almirante pulió sus condecoraciones; acostaron a Belfegor en las andas, que conducían los simios; Belcebú se acomodó sobre la grupa de la sirena; desplegaron las alas y, bandada fabulosa, volaron hacia la majestad del Vesubio. Desde su cono truncado, llamaron, con misteriosos silbidos, a sus bestias, que presto se les reunieron. Montaron y dieron la vuelta al volcán, de cuyo seno escapaba una tenue columna de vapor. La bahía rodeaba, abajo, en su semicírculo, desde Misenum hasta el promontorio de Minerva. Distinguían a la espléndida Nápoles, a la pequeña Herculano, a la Pompeya familiar, a Stabia. Empezaban a vacilar, en los caseríos, ligeros humos.

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