Read El viaje de los siete demonios Online

Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (13 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Hubiérase dicho, al verla dedicada a sus femeninas ocupaciones, que el ejercicio del gobierno había dejado de interesarle. Y como prueba, sólo intervenía en los asuntos vinculados con la etiqueta cortesana, que dominaba harto mejor que la ciencia política, y en la distribución de recompensas y castigos a aquellos que, en la Ciudad Prohibida de Pekín, sede imperial, acataban o desvirtuaban los usos tradicionales. En una palabra, de no haber contraído enlace —como quinta esposa— con el Emperador tío abuelo; de no haber dado a luz al Emperador primo; y de no haber enterrado, en sucesivos sepulcros, a varias señoras aliadas a la estirpe manchú, Tzu-Hsi hubiese sido una mujer como muchas, que parecía, según algunos, una paisana del Piamonte, conversadora, cuidadora de su jardín y orgullosa de su buena letra. Mas el Destino estableció los acontecimientos de tal manera, que de su capricho, de que dejara caer el abanico o el pañuelo, dependía la suerte de uno de los países más antiguos, vastos y poblados del Mundo. Era, en fin, inatacable, inaccesible. Quizás la asistiera cierta razón, cuando se juzgaba el Buda Viviente, y desde su trono de laca, hacía pasear sus ojos negros y deslumbrantes sobre las siete categorías de mandarines que tocaban con las frentes el suelo, en su presencia.

Un lustro había transcurrido desde que se instalara en el Palacio de Verano, y dos lustros, desde que pareció aflojar las bridas y ponerlas en la diestra de Kuang-Hsü. La mañana del arribo de los siete demonios, ignorante, por supuesto, de su curioso vecindario, la Emperatriz Viuda se aprestó a afrontar el día, como si no fuese un día excepcional. Lo era. Se despertó, en su lecho de la Sala de la Vejez Feliz, a la que engalanaba una pintura de murciélagos multicolores, porque el murciélago, en China (accediendo a un fácil juego de palabras), es uno de los símbolos afortunados. Los quince relojes de su aposento cantaron simultáneamente, tintineando seis campanadas, y entraron las doncellas, portadoras de un tazón de leche caliente y un potaje de raíz de loto. Luego, despacio, la lavaron y la vistieron, ciñéndole una bata de seda amarilla, estival, y colocándole una tiara con varios fénix áureos e hilos de perlas que hasta los hombros le bajaban. Cuando le pusieron los zapatos manchúes, zancudos, ganó quince centímetros, lo cual le convenía, pues era muy pequeña. Los seis eunucos que guardaban la antecámara, desenvainados los sables, abrieron las puertas, y en la habitación próxima aparecieron, de hinojos, las Princesas y las damas de honor que no tenían acceso a la alcoba y que, desde el exterior, asistían a la ceremonia invisible del despertar y el vestir del Buda Viviente. La saludaron con los vocablos rituales: «Lao-Tzu-Tzung Chee-Siang» (Gran Antepasada, sé feliz), y juntas procedieron, pomposas, hasta la Sala de Audiencias.

No tuvo tiempo la Emperatriz Viuda para conversar con sus damas. Sin embargo, algo, instintivo, le indicó cierta vaga singularidad en ellas. Tal vez fuera la forma en que pronunciaron el saludo, porque Tzu-Hsi extremaba la exigencia pedante en lo que atañe al rigor fonético. De cualquier modo, ya se sucedía la recepción de sus parientes y favoritos, adornados con botones jerárquicos y con plumas de pavo real, que rozaban nueve veces con la cabeza el piso de mármol y que, según su costumbre, iban a pedirle otras dádivas y a referirle patrañas, comadreos e intrigas. Todos ellos integraban el sector más cerrado, apegado a los usos y celoso de privilegios, de la Corte. Desde la altura de su sitial, la Vieja Buda los observaba, fingiendo una arrogante indiferencia, cuando la verdad es que nada la fascinaba tanto como la murmuración, y que después, durante horas, no cesaría de rumiar esas habladurías cortesanas, de las cuales estaban tan hambrientos sus oídos como de los poemas de Li-Tai. Sus ojos inquisidores iban también hacia el grupo de las Princesas, quienes permanecían inmóviles, a un lado, en esa confusa habitación donde las piezas magníficas de épocas remotas, los monstruos de bronce, los pebeteros, los vasos con lirios, lotos y orquídeas, los rollos con gigantescas inscripciones, trazadas por emperadores y por sabios, se mezclaban con objetos mediocres o feos, traídos de Europa por viajeros chinos, y con tres pianos, dos de ellos verticales, que no sonaban nunca. Y se detenían en especial sobre el grupo familiar y femenino, porque todavía no acertaba a discernir la razón de su extrañeza. La Princesa Crisantemo de Confucio, tan bien educada, le pareció menos rígida, menos solemne, que en otras ocasiones. Se apoyaba en sus vecinas y oscilaba apenas, como si la dominase el sueño. Se propuso, en consecuencia, escrutarlas en el paseo habitual, y averiguar qué acontecía. Cuanto se saliese del ritmo áulico la enfurecía y la desconcertaba, como un crimen de lesa majestad, y era obvio que las Princesas (las viudas y las vírgenes) no actuaban normalmente. Quizás cabía atribuirlo a su nervioso estado de mujeres privadas del intercambio que la naturaleza impone y rodeadas por una afligente miríada de eunucos. Eso era, sin duda, lo más susceptible de irritar a la Emperatriz. Para ella, una Princesa debía suprimir las alegrías y las pesadumbres del sexo, que no condecían con el lujo desdeñoso de su sangre.

De la Sala de Audiencias se trasladaron a la del Trono, ya que ninguna fuerza humana era capaz de romper el protocolo milenario. Y allí también la señora tuvo ocasión de apreciar la irregularidad patente, porque a las once en punto, hora establecida para el paseo, cuando los ochenta y cinco relojes —muchos de ellos obsequiados por reyes occidentales— rompieron a sonar, colmando la cámara de repicante y cascabeleante música, con andar de procesiones liliputienses, cantos de gallos y de ruiseñores, correr de agua y demás maravillas, las Princesas dieron un coincidente respingo, como si por primera vez los oyesen, ellas que cada mañana atendían al mismo rutinario y bullicioso concierto. Eso sobrepasó los límites. Un segundo, cruzó por el ánimo de la Emperatriz Viuda la idea trivial de mandarles cortar las cabezas, por trastornar las normas, pero pensó que, de hacerlo, se quedaría sin acompañantes, ya que nadie, fuera de quienes actuaban tan inquietantemente, poseía la nobleza imprescindible para compartir su augusto aislamiento.

No bien se retiraron las últimas visitas, las llamó a su lado. Suponía que, contraviniendo sus órdenes y abandonando su general prudencia, se habían extralimitado en el beber, a hora tan temprana, o en fumar opio, lo cual prohibía en absoluto. Una a una les hizo abrir la boca; arrimó a ella su inquisitiva nariz; comprobó que el aliento era el común, con un leve dejo de azufre, que tal vez procediera de una pasta de dientes novedosa; les olió los vestidos; refunfuñó, desilusionada, y, como empezaba a llover, porque el joven Señor Yu-Si seguía ambulando con su regadera, resolvió vengarse de una desatención que ocultaba su origen, obligándolas a participar de su ejercicio. A ella no le importaba mojarse. Eunucos con enormes sombrillas la protegían, por lo demás, de la lluvia, mientras que su séquito carecía de reparo. Y prolongó la marcha más que de costumbre, deteniéndose aquí y allá a examinar una plantación o las obras de un kiosco, hasta que, con las Princesas que chorreaban y estornudaban, regresó al punto de partida. Almorzó sola, flanqueada por treinta bandejas de plata, en las que sobresalían los nidos de pájaros, las lenguas de aves, los cerebros de pescados, los huevos de camarones, las aletas de tiburón y otras exquisiteces, y se retiró a dormir una siesta intranquila. No conseguía desterrar de su mente la certidumbre de que las Princesas habían cambiado hasta físicamente, pues la mandíbula de una se alargaba, recordando las fauces del cocodrilo, y el rostro de la otra, que se había puesto a cojear, evocaba las facciones del cerdo. Dichas damas, a su turno, aprovecharon el reposo de la sexagenaria Emperatriz, para encerrarse en su residencia, la cual se titulaba Pabellón de las Nubes Favorables. Allí rivalizaron en procurarse baños de pie, con agua hirviendo y mostaza, para conjurar el resfrío. Con ella se metió en el pabellón una verde espiral de moscas que, pese a la incomodidad, contribuyó a que se sintieran en su casa.

Sería ingenuo que pretendiéramos sorprender ahora al lector con las causas del la modificación que se había producido en la apariencia y en la actitud de las damas. Hasta el menos avispado se habrá dado cuenta, gracias a los datos pequeños y útiles que hemos ido sembrando a lo largo de esta última descripción, de la trascendente responsabilidad que incumbía a los demonios, en el proceso que tanto desazonaba a la Emperatriz Viuda. En efecto, lector astuto, las Princesas no eran tales Princesas, sino los demonios. Es decir que lo eran y no lo eran, coetáneamente.

Expliquémonos. Ese día, al alba, los siete se posaron en el Belvedere de la Gran Felicidad, al cual solía ascender Tzu-Hsi, las noches claras, para contemplar la luna, con dos eunucos cantores que le ronroneaban poemas. El mirador estaba vacío y desde él se abarcaba gran parte de las construcciones y de los jardines. Allí, el Almirante pidió a Lucifer, por su carácter de experto en lo relacionado con el Extremo Oriente, que le procurase un plano del Palacio de Verano, lo que el soberbio facilitó al segundo, y valiéndose de éste y del catalejo, los infernales fueron ubicando las distintas residencias. Supieron de ese modo dónde dormía la Vieja Buda; dónde sus damas de honor; dónde Li Lien Ying, jefe de los eunucos; y así sucesivamente. A continuación, Leviatán, que no cesaba de lamentar el dinero extraído a la Marina de Guerra, y quien dirigía las operaciones como desde el puente de mando de un acorazado, declaró que, antes de proceder al ataque, correspondía informarse plenamente de los detalles de la operación. Dispuso que para ello se encaminasen al Pabellón de las Nubes Favorables, morada de las Princesas. A él volaron, en sigilosa formación, precedidos por el Almirante, quien en el aire les suministró sus instrucciones. De acuerdo con éstas, descendieron en la roca que se encuentra frente a la fachada de las habitaciones de Tzu-Hsi, y que se designa con el nombre de Roca Donde Crecen las Plantas Verdes de la Inmortalidad. Desde allí se corrieron hasta el pabellón de las damas.

Ingresaron en el edificio en fila india; pasaron, imperceptibles, entre los eunucos vigilantes; y descubrieron a las siete Princesas entregadas al sueño (las ex esposas y las que a serlo no llegaron). Las contemplaron un momento, alargadas en sus almohadones que rellenaban las aromáticas hojas de té; aguardaron el instante en que todas, como peces, descerrarían los labios; juntaron las palmas, estiraron los brazos, empujaron a Belfegor y, al mismo tiempo, de un salto veloz y seguro, digno de nadadores olímpicos, se zambulleron dentro de la penumbra de los ofrecidos paladares. Fueron, por su sincronización y por su elegancia, por la exactitud con que se redujeron y adelgazaron, un brinco y una inmersión perfectos, máxime si se calculan los diámetros de los conductos que recibieron a sus sutiles estructuras. Las Princesas apenas cabecearon, al ingerir a sus inesperados huéspedes filiformes, los cuales se instalaron en el interior de cada una, como el buzo en su escafandra. Entiéndanos el lector (porque los procedimientos demoníacos suelen ser complejos): los siete se aposentaron dentro de las siete, a cuyas personalidades amodorradas desplazaron hacia la zona glútea de sus cuerpos respectivos, de modo que convivieron con ellas en sus intimidades más íntimas, sin que se percatasen, substituyéndolas pero no anulándolas; conservando las trazas de las siete, sus gestos habituales y hasta sus conocimientos. Claro está que la individualidad de los demonios, tan fuerte, pugnó por no desaparecer, aun en lo pertinente a la constitución física, y es por eso que la Vieja Buda se asombró al discernir ciertos rasgos como los cocodrilescos, los porcinos, etc., que superaban a los propios de las Princesas, y se espantó al observar que la aristocrática Crisantemo de Confucio, en quien se había encarnado Belfegor, se mantenía malamente en pie. Esperamos que el lector habrá captado nuestras indicaciones, acerca de la técnica aplicada por Leviatán y demás Excelencias, para asumir las individualidades de las damas de honor de la Emperatriz, quienes seguían durmiendo, mientras los intrusos las suplantaban con la holgura de quien reviste un disfraz, más completo que cualquier máscara imaginable. No les recomendamos, eso sí, el sencillo procedimiento de la zambullida material y espiritual, porque para llevarlo a fin es menester ser muy, muy diablo. Conviene señalar que los mismos sumergidos, para obtener resultados tan magistrales, siguieron cursos de especialización ultra-yogui, en el gimnasio y piscina gélidos del Pandemónium.

Ahora, de vuelta del lluvioso paseo, distribuidos en dos grupos, en torno de grandes ollas antiguas, en las que humeaba el agua hirviente, recogidos hasta los muslos los ropajes de seda amarilla y hundidos los pies en el líquido bienhechor, los siete Demonios Princesas fumaban el cigarrillo de Asmodeo y enumeraban impresiones.

—Si de lo que se trata —dijo Leviatán— es de inculcar la envidia a la Emperatriz Viuda, la tarea es superior a la capacidad de cualquier diablo. Esa mujer no puede, indiscutiblemente, envidiar a nadie. No hay lugar para la envidia, en el corazón de un ser excepcional, que lo tiene todo, y a quien le bastaría desear para conseguir de inmediato lo que desease; pero no puede desear, cuando se adelantan a sus caprichos. Para ella la envidia no existe sino como una debilidad ajena y como un testimonio más de su diferenciación intocable. Ni siquiera envidia a la juventud, que ya no posee, porque se juzga inmortal, es decir más permanente que los jóvenes; ni envidia a los santos, puesto que cree ser un Buda Vivo; ni tampoco a los sensuales, ya que considera a su castidad agresiva como inseparable de su divina y de su regia condición. Como es dueña de una inteligencia limitada, su ambición no va más allá de ciertos límites, y en ese perímetro nada le falta para que su ambición esté satisfecha. Quizás se la podría tentar, procurando torcer su psicología y que envidiase a los humildes, dueños de lo único de lo cual ella carece: la capacidad de adelanto, de evolución, de conquista, pero es obvio que la Emperatriz Viuda está muy cómoda así, y probablemente opina que la Envidia (la Envidia, motor del progreso del Mundo, hija del Orgullo y de la Malquerencia) es hija del Hambre y de la Vulgaridad. Comprenderán que me desespere.

—Goethe, en su «Fausto» —citó Lucifer— le hace decir a Mefistófeles que no hay nada más ridículo que un diablo que se desespera.

—A ése no me lo nombre. Es un diablo de pacotilla. Lo prefiero en la ópera. Y le aseguro, Excelencia, que no me siento ridículo porque no puedo abrir una puerta que desafía a las ganzúas. Su Excelencia debió encarar un caso muchísimo más fácil, como le señaló Mammón. La viuda de Gilles de Rais había sido despojada de todo, y podía acceder a la soberbia, si se le hacía entrever que recuperaba lo perdido, mientras que la viuda del Emperador WënTsung lo tiene todo, y no goza de la capacidad de envidiar. Acaso envidió, cuando era la quinta esposa, a la cuarta, a la tercera, a la segunda y a la primera, mas hoy es la Emperatriz Tzu-Hsi, el Buda Viviente, sin que exista nadie más alto, fuera del propio Buda, que ella imagina ser, de modo que no lo envidia, pues caería en el disparate de envidiarse a sí misma. Resulta, entonces, el reverso de la medalla, cuyo anverso ocupa la mujer humillada de Gilles de Rais, a quien tentó Su Excelencia.

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