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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (16 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Aunque apenas iluminaban a la Sala de Audiencias las poliédricas linternas de papel que colgaban del maderaje, fue fácil advertir que la Vieja Buda cambiaba de color. Un tinte sutilmente verdoso, en el que la sagacidad del Almirante distinguió el matiz insinuado de la envidia, comenzó a extenderse sobre sus facciones.

Y él continuó perorando, transpirando, agitando el gorro de piel, reiterando lo que había manifestado ya, desempeñando su parte de caballero de las llanuras, primitivo y fastuoso, ignorante de las zalamerías de la Corte y apto para propagar ingenuos exabruptos. Alrededor, sus compañeros se limitaban a menear las cabezas y a prorrumpir en roncos gemidos y en bruscos ademanes que estremecían sus armas.

Ni palabra contestó la Viuda. Altiva, remota, escrutaba al orador como si ella fuese una más, entre las fabulosas bestias de bronce que rodeaban su trono, pero la gama de los verdes se intensificaba en su semblante, de suerte que, si semejaba un dragón, ese dragón había sido tallado en una aceituna colosal.

—Os hemos traído —terminó el Almirante—, en recuerdo de una visita que esperamos placentera y rica en informaciones atrayentes, un obsequio curioso.

Dio una orden, y los eunucos hicieron entrar al gran sapo de marfil. Abrió éste la boca, y de su interior brotaron cien pajaritos, pequeños y deliciosos como colibríes, que revolotearon por la amplia habitación. Muchos de ellos se posaron sobre los hombros y la cofia de la Emperatriz quien, tenaceada por la cólera y por la envidia, no acertó a alejarlos. Piaban, aleteaban y tornaban a envolver, como una vocinglera nube, a la compacta señora verdemar.

Había concluido la entrevista, y los tártaros se retiraron de espaldas. Entonces Tzu-Hsi dio rienda suelta a su pasión. A manotones, como solían hacer los demonios con las moscas, desbandó a los pajaritos. Los eunucos los corrieron con los abanicos de plumas de pavón. Algunos se refugiaron en la techumbre y otro cayeron muertos, mas quedaron varios que se encapricharon en acosar a la señora con sus vuelos y sus trinos, y Tzu-Hsi siguió oyendo, en sus pío-píos encantadores, las frases tremendas de Leviatán. Hasta la noche, hasta su cámara, donde consiguieron cazar al último y terco colibrí, debió escuchar el gorjeado mensaje que azuzaba su envidia. A esa hora, el color de la piel de la Emperatriz era verde botella.

El día siguiente, mandó llamar al Emperador. No reconstruiremos aquí su histórico diálogo, o mejor dicho su feroz monólogo, que consignan numerosos textos. Nos ceñiremos a recordar que arrolló al joven liberal, como un huracán que arrastra a una hoja quebradiza. De rodillas, temblando ante la autoridad máxima del Imperio, que retomaba la plenitud de su prepotencia, Kuang-Hsü se sometió. Traicionado, abandonado, nada pudo hacer. Demasiados siglos inexorables pesaban sobre sus frágiles huesos. Desde esa fecha hasta su fallecimiento, diez años más tarde, fue un prisionero, un esclavo, un títere, obligado a escoltar a su tía irresistible y cruel, cuando se trasladaba del Palacio de Verano a la Ciudad Prohibida. Ni la rebelión campesina de los Boxers, ni el asesinato del ministro alemán, ni el asedio de las legaciones y la entrada de las fuerzas europeas en Pekín, ni cuanto se lee en memorias y novelas y recogieron los films de cinerama, consiguieron salvarlo. La Emperatriz lo humilló y lo envidió hasta el final. Envidiaba su calma, su distancia, su misteriosa y resignada filosofía, lo que tenía de intocable, de auténticamente imperial, luego que recuperó el equilibrio y la quietud. Ella, entre tanto, se debatía bajo los golpes sufridos por la China anonadada.

Los demonios habían puesto punto a su tercer trabajo. Lograron que la envidia corroyese y devorase a Tzu-Hsi, lo cual, al principio, se les antojó imposible, tan recia simulaba ser su presuntuosa armadura. Rescataron al sapo, apretaron sus vehículos y se decidieron a partir. Estaban contentos de irse, en pos de nuevas aventuras. Lo mismo que a Lucifer, a los restantes los había fastidiado la larga substitución de las Princesas manchúes, con sus obligados melindres.

—Me envidio a mí mismo —dijo Leviatán—. Mi tarea resultó muy bien.

Volaban, sobre las nubes, felicitándolo, impulsando a Belfegor, que dormía en andas de los cuatro monos, cuando, insólitamente, cayó sobre ellos una lluvia de flechas. Pusiéronse en orden de combate, y a poco descubrieron a sus enemigos. Eran los semidioses de la Viruela, la Escarlatina, la Hepatitis, las Langostas, los Veterinarios, los Borrachos, los Fuegos Artificiales y los Zapateros, quienes se parapetaban tras una madeja de cirios, y desde allí soltaban sus dardos agudos. El General Sun-Pin, a quien adoran los fabricantes de calzado, les espetó:

—¡Defiéndanse, miserables! ¡Por culpa de ustedes y de sus embrollos, la Emperatriz maldita ha anulado al Emperador Kuang-Hsü y ha postergado el mejoramiento y la elevación de nuestra patria! ¡Por culpa de ustedes, retrocedemos! ¡Habrá que aguardar años y años, antes de que triunfen en China las reformas!

—¡Pero ya triunfaremos! —intervino Cen-Sen, protector de los que el hígado tortura—. ¡Y no sólo tendremos ferrocarriles! ¡China para los chinos! ¡China para el Mundo!

—¡Viva la revolución! —exclamaron a coro.

—¡Viva la tradición! —les contestaron los del Infierno.

El de los veterinarios blandía una gruesa jeringa; el de las langostas, un fumigador; el de los fuegos de artificio los lanzaba, giratorios y quemantes. Diluviaban las flechas, mezcladas con libritos rojos. Tou-Sen, deidad de las víctimas de pústulas, arrojó una taza de té rosada, supérstite milagrosa, quizás, de su pasado encuentro. Quisieron el irritado Satanás y el jactancioso Lucifer resistir la agresión, pero los disuadió Asmodeo, quien separó con gracia la flechera lluvia, como si fuera una cortina de bambúes.

—Vamos, Excelencias —les dijo—. Dejemos a estos anarquistas, que destruiríamos cómodamente. No despoblemos un cielo mitológico, que eso traería cola. No nos corresponde inmiscuirnos en los problemas de la política nacional. Con lo que hicimos en el Palacio de Verano, basta.

Comprendieron los otros que lo asistía la razón, y subieron a inaccesible altura. Para distraerlos, durante el viaje, Leviatán les relató el desenlace de la vida de la emperatriz Viuda, que averiguara robando una página del Libro de los Horóscopos, en la Torre de la junta de Astrología de Pekín… una página que los estudiosos de las figuras celestes no osaron mostrarle a la Viuda.

—Ocurrirá dentro de un decenio, exactamente el día después de la muerte de Kuang-Hsü, de modo que se susurrará que la señora mandará a sus eunucos que lo envenenen, para evitar así que la sobreviva. Y el fallecimiento de la Emperatriz se deberá a un hecho singular, a una superposición… ¿cómo llamarlo?… a una eliminación por rechazo. Se enfrentarán entonces dos poderes, en apariencia iguales, pero uno de ellos será más pujante y vencerá al otro. La Viuda recibirá la visita, en esa época, del Dalai-Lama. Ahora bien, tanto Tzu-Hsi como el Lama Supremo del Tibet, se enorgullecen de ser la orgánica encarnación de Buda, pero es inaceptable, teológica y técnicamente, que dos encarnaciones de la divinidad se manifiesten en forma simultánea, en el mismo sitio. Se repudian, se desconocen, se descartan. En ese caso, una de ellas debe, forzosamente, ceder, retirarse al trasmundo, y hacer tiempo allí hasta que el proceso de la metempsicosis la devuelva a la Tierra. El mecanismo funciona con inflexible rigor. Prueba de ello es que la Emperatriz, menos Buda que el Dalai, se despedirá de este suelo, escasas semanas luego de esa entrevista. Se encontrará con la horma de su zapato. De nada le servirá sostener sus derechos búdicos. Si el Emperador Kuang-Hsü fue débil, el Lama tibetano, celoso de su jerarquía sacra, no se rendirá. O se es, o no se es el Gran Buda; y no hay vuelta. Pongo sobre aviso a Sus Excelencias, por si, alguna vez, se les ocurre alardear de Budas. No se sabe jamás cuándo puede surgir un Buda más Buda que el que uno pretende ser.

Nutriéronse piadosamente los demonios de tan higiénica sabiduría y, batiendo las alas, se alejaron del país donde los dragones se alimentan con flores de loto, y donde espera la lagartija la presencia de un poeta que narre sus amores con un tigre de porcelana.

—La Emperatriz vivirá diez años más —dijo Asmodeo—. Imaginen Sus Excelencias lo verde, lo reverde, archiverde y poliverde que estará a la sazón.

La ocurrencia los hizo pensar. Como fruto, explayaron su lirismo, excitado por su estada en la China versificante.

—Verde como el bronce de Pompeya, tras siglos de sepultura —sugirió Lucifer, en honor de su «Fauno».

—Verde como el oro que se guarda en los sótanos húmedos —declaró Mammón.

—Verde como yo, que soy un cocodrilo —cantó Leviatán—, y como el lago que las ramas sombrean en el cual el cocodrilo flota.

—Verde como la coraza de la Guerra —rugió Satanás—, cubierta de Gorgonas serpentígeras.

—Verde como la cetrina palidez de los voluptuosos, como los cuerpos desnudos que se abrazan bajo la luna —se deleitó Asmodeo.

—Verde como un puré de espinacas —propuso Belcebú—, salteadas, hasta evaporar el agua, en una sartén con manteca.

Entreabrió Belfegor los ojos:

—Verde como un colchón tapizado de terciopelo verde; como una cobija glauca; como una almohada en la que han bordado hojas de vid y saltamontes; como un sueño por el cual pasan ejércitos de ranas con cestas de verduras; como…

Y se volvió a dormir.

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ambién era verde, de un verde diáfano, acuático, tembloroso, el cielo que atravesaban ahora. Las estrellas últimas se despintaban, y el sol, débil, reñía por surgir, una vez más, un día más, como un cachorro de león todavía indeciso. El grifo que montaba Lucifer se puso a gambetear y la serpiente de escamas azules, sobre la cual Satanás erguía la fogata de su armadura roja, lanzó fuego por la boca muy abierta. El sapo de Leviatán gargajeó unos espumarajos insolentes; mugió y coceó el toro barbudo, donde iba Asmodeo; y los cuadrumanos, tan dóciles, que sostenían, en las parihuelas, la abundancia resoplante de Belfegor encogido (o encogida) en el hueco de su concha de tortuga, comenzaron a mecer locamente el lecho volátil.

—Nos enfrentamos con una anormalidad —dijo el soberbio—. Algo, parecido a una rebelión, trastorna a nuestros servidores.

—Será la rebelión de las masas —gruñó el de la lujuria, aplicando un rebencazo al toro, y aprovechando el fuego que proyectaba la sierpe, como un encendedor original, para prender uno de sus cigarrillos caseros.

—Hagamos como si no lo notáramos —cuchicheó el Almirante—. Ya se calmarán.

Pero no se calmaron. El mecánico Vellocino de Mammón dio en despatarrarse, en brincar y en emitir ruidos descompuestos. Y el desorden subió a tal punto que los chimpancés, confabulados, sacudieron las andas, corno si fueran a mantear al perezoso, y lo arrojaron y tornaron a arrojar por el aire. Dormido, Belfegor no acertó a utilizar las alas de piel de marmota que pendían inertes a sus lados, y empezó a caer en el vacío, girando con intestinas detonaciones, sobre su caparazón. Al advertirlo, los demonios acudieron en su ayuda. Picaron con las espuelas a los monstruos; rodearon al colega precipitante; lo sostuvieron con mucho batir de alas de murciélago, de buitre, de cantárida, de algodón económico, de lona y de miel, hasta improvisar una suerte de helicóptero, poblado de hélices, y descendieron, transportando al haragán, a quien depositaron por fin, sano y salvo, en tierra.

Allí ganó incandescencia la cólera ilustre de Satanás. Los pelos flavos que le cubrían la cara terrible, se erizaron y vibraron con vida propia.

—¿Qué sucede? —rugió—. ¡Expliquen qué sucede! ¿Olvidan que el Gran Diablo los ha sometido a nuestras órdenes, y que cualquier acto de insubordinación contra nosotros, implica sublevarse contra él?

Confusos, se miraron los monos y se rascaron las axilas. El grifo, el toro Asurbanipal, la serpiente y el sapo, optaron por fingirse distraídos. Entonces Superunda, la única que poseía el don de hablar, apartó a Supernipal, lactante perpetuo; se cubrió con la cabellera los pechos desnudos que, sin disimular su hambre, codiciaba el toro asirio, y sollozó:

—Es por la máquina de Su Excelencia Mammón, señores. Ya no podernos tolerar que se la trate así.

Solidarias, las demás cabalgaduras inclinaron las testas confirmadoras.

—Pero ¿de qué se queja? —le preguntó dulcemente Belcebú.

—No acierta a funcionar sólo con aire, y se está desintegrando.

—¡Ya lo he repetido yo! —exclamó el soberbio—. ¡Mammón extrema su avaricia! La abstinencia terminará por destruir a su Vellocino.

Éste, dorado, cornudo, desfallecía. Un riesgoso estertor agitaba sus engranajes.

—Anda muy bien —reclamó su amo—. Le gusta llamar la atención.

—Y ¿con qué lo hace marchar? —interrogó Asmodeo.

—No recuerdo. Creo que con nafta.

—En tal caso, nafta tendrá.

Se volvió el maestro en libidinés hacia Belcebú, e inquirió si dentro de su dominio se encontraba la producción de ese combustible, a lo que el de la gula replicó, airado, que la nafta no figura en las recetas de cocina.

—Quizás —sugirió— pueda andar con vino. Eso sí estoy en condiciones de facilitarles, y a torrentes.

—Probemos.

—¿Qué vino prefieren Sus Excelencias?

—Cualquiera —rogó Mammón—, un vino modesto, barato.

—No, las cosas hay que hacerlas bien —continuó Belcebú—. Yo aconsejo el admirable Haut-Brion del año 1914.

Abrió las manos, y en cada una floreció una botella, que cubrían las telarañas. Las descorchó, las husmeó, entornó los ojos, musitó «¡Ahhh!» y, desencajando las mandíbulas del carnero, volcó en su interior el contenido de los dos recipientes. Luego produjo un par de botellas más, que siguieron idéntico camino, y así en sucesión, hasta colmar la máquina.

—Ahora, hay que inflamarlo —dijo Satanás.

Tomó a su serpiente ígnea; la enchufó en la boca de oro; apretó el cable escamoso, clavándole las uñas; se retorció el ofidio; la llamarada fue tan intensa que escapó del vientre metálico e iluminó al vehículo de Mammón, y éste se puso a ronronear, a roncar y a balar, estremeciéndose y dando pruebas de una satisfacción nutrida.

—Funciona perfectamente —anunció Lucifer—. La actitud de Su Excelencia Mammón es imperdonable. Estaba matándolo de sed.

—También yo —declaró Belcebú— la siento. ¿Qué opinan Sus Excelencias de una copa o unas copas?

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