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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (18 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Afuera, soplaba el viento filoso, y Supernipal y Superunda se quejaron. Resolvieron los demonios trasladarlos a una cabaña próxima, abandonada, y los extendieron sobre las andas de Belfegor, previo desalojo de la dama tortuga, quien por supuesto protestó y se indignó de que la hubieran conducido a un sitio donde el común denominador era la incomodidad. Encendieron fuego allí. Agrupados en torno del sirenito barbudo, que hipaba y resoplaba en los brazos maternos, y a quien alumbraba un suave fulgor que parecía emanar de él, los demonios componían en el rancho una mágica imagen primitiva, suerte de desconcertante pintura en la que un maestro, flamenco o alemán, hubiese substituido, adrede e irreverentemente, los personajes. Las figuras del grifo y el toro, recortada la una y la otra espesa, encuadraban, dentro de la estética combinación, las manos diabólicas, garrudas, cruzadas sobre los pechos o estiradas con aflicción teatral, rodeando las cuales palpitaba el temblor de las alas membranosas, plumosas y textiles (estas últimas pertenecientes a Mammón y a Leviatán), como un follaje multicolor que estremeciera la brisa.

Obviamente, no bastaban, para tranquilizar a los enfermos, las píldoras de Belcebú, de modo que el de la gula, recordando que en el panteón babilónico lo adoraban —nunca entendió por qué— como patrono de los médicos, produjo el «Larousse Médical», en la edición de 1924.

—No he conseguido una más nueva —se disculpó—, pero todo está en este libro. Este libro es el mejor diploma… y yo no soy muy librista… A ver…

Dio vuelta a las páginas, espiado por los otros.

—Soroche —deletreó—. ¿Quizás, en francés,
soroshe
o
sorroche
? No está. ¿Mal de la altura? ¿
de hauter
?
Haute fréquence, ver électrothérapie
. No es esto. Haut mal, sinónimo de epilepsia. Tampoco.

—Busque presión —le sugirió Luzbel—,
pression

—Ver
hypertensión
. No es eso. ¡Cuántas fotografías horribles! ¿Y
atmosphére
?
La pression atmosphérique a une action sur la santé et probablemente sur les épidemies
. Nos hallamos como al principio. ¿El mal de la altura se relaciona con la hipertensión arterial? Creo que no y confieso mi ignorancia.

—Me asombra —dijo Satanás— que Su Excelencia pueda ser el patrono de los médicos.

—Lo fui entre los asirios, y las cosas se han modificado bastante, desde aquella época.

—Lo más indicado —interrumpió Belfegor, entre dos bostezos—, será darles coramina y dejarlos descansar. La presión, en estos casos, baja y no sube. En consecuencia, hay que tonificar al corazón. Aquí tengo coramina; nunca me separo de ella.

Admirados, se pasaron, reverentemente, la caja. Belcebú leyó el prospecto, destacando los vocablos, como si fuese una invocación secreta:

—Dietilamida del ácido piridino B carbónico. ¡Qué hermosas palabras!

Las salmodió Asmodeo; los demás le hicieron coro y, mientras suministraban las pastillas a los dolientes, sus voces se elevaron, con fondos de campanas y de tambores, saturando el aire con gregorianas cadencias:

—Dietilamida del ácido.

—Dietilamida del ácido…

—La poesía —declaró Leviatán— anida en lugares oscuros.

Poco a poco, se calmaron los indispuestos. Cerráronse sus ojos y respiraron con regularidad. Entonces los demonios salieron en puntas de pies, confiando la vigilancia de Superunda y su vástago a la seriedad del grifo. En el exterior, el frío apretaba. Se llegaron hasta la choza del eremita; comprobaron que todo seguía igual. El Ángel de la Guarda dormitaba y Don Antonino también.

—Es a Don Antonino —dijo Belcebú— a quien tengo que tentar.

—¡Qué tema para Flaubert! —comentó Asmodeo—: «La Tentación de Don Antonino».

—Y éste —puntualizó Satanás, señalando al ángel moreno de la vincha aborigen— debe ser uno de los ángeles negros que reclaman las canciones. Dejémoslos y vayámonos al centro de Potosí, a averiguar la razón de tanta bulla.

Abrieron las alas y planearon, unánimes, mayestáticos, sobre la Villa Imperial. Luego aprovecharon las penumbras de una calleja soledosa, para cambiar su aspecto por el de siete indios. Se ajustaron los gorros, que les tapaban las orejas; calzaron ojotas; cubriéronse con ponchitos y, lentamente, pues en esa región no conviene apresurarse, ganaron la Plaza del Regocijo, donde se intensificaban el fulgor de las luminarias y el estruendo de la fiesta. Pronto se mezclaron con la multitud que merodeaba, comiendo y bebiendo, entre los puestos de venta de carne de oveja y de buey, de aguamiel y tortas fritas, de alfeñiques, de mazapán, de roscas de chuño, de charqui, de chicha y licores. Asmodeo requebraba a las cholas, escaparates de pintorescas alhajas y, al volverse, risueñas, las mujeres hacían tintinear las caravanas de oro. Sumábanse allá el lujo arcaico con la pobreza inconcebible, porque así como relumbraba el bárbaro barroquismo de las joyas, brillaban las exhibidas pústulas de los mendigos.

—Algunos de éstos —susurró Belcebú— parecen ilustraciones del «Larousse Médical».

—Y algunas de éstas —añadió el de la lujuria— son más comestibles que tanta oveja.

Lanzóse a resoplar la banda, y se reanudó el baile, que invadía los patios de la Casa de la Moneda y los de las casas vecinas, hasta los de aquellas, muy hidalgas, que ostentaban todavía, sobre los portales, la cuartelada pompa de los escudos españoles. Numerosos militares, flamígeros de entorchados y medallas, danzaban y brincaban con las indias. Oyéndolos hablar, enteráronse los demonios de que hacía un mes que duraba el holgorio, exactamente desde que el Capitán General Mariano Melgarejo, Presidente y Protector de la República, se había establecido en Potosí, tras derrotar al General Acha en la batalla de Cantería. De Melgarejo se narraban prodigios y sus soldados no se cansaban de reiterarlos. Ebrios, locos, gritaban su nombre, que restallaba como una bomba más o como un carajo soez, y apenas se reunían tres o cuatro, mixturando los pantalones de tela blanca, las casacas verdes, amarillas y rojas —colores nacionales— y los pies semidesnudos, los potosinos hacían rueda para no perder los fabulosos relatos que desgranaban entre regüeldos. No había transcurrido un año, desde que el general mestizo y cuarentón comenzó a gobernar a la zarandeada Bolivia, y en tan escaso tiempo se había transformado en personaje de leyenda. Se lo juzgaba invencible. El país ardía por los cuatro costados, multiplicando los motines y las revoluciones, y él, con su pequeño ejército, lo cruzaba sin fatiga de punta a punta, desafiando a los caudillos rebeldes y a la naturaleza hosca, para imponer la ley feroz de su bravura. Dejaba una orgía, beodo, saltaba sobre su negro caballo Holofernes, y galopaba en pos de enemigos. Era inexorable. Fusilaba, acuchillaba, actuando él mismo de verdugo, si fuera (o no fuera) necesario, con el arma siempre lista. Su capa púrpura flameaba sobre los cadáveres. Y seguía, borracho de vino y de orgullo. Casi no sabía leer, pero si lo requerían las circunstancias, electrizaba a sus tropas con discursos violentos, Su peor adversario había sido Belzú (no confundirlo con Belcebú), a quien apodaban «el Árabe», por la atezada elegancia de su físico, y cuando Belzú, ídolo del pueblo, logró apoderarse de La Paz, sacando provecho de su ausencia, y desde el balcón del Palacio, flanqueado por generales traidores, recibía las aclamaciones de la muchedumbre, Melgarejo atravesó la plaza, fingiéndose prisionero, en medio de la plebe atónita, entró en la habitación donde el Árabe le abría los brazos, lo mató con su oculto revólver, salió al balcón a su vez y allí, después de unos segundos de asombro, oyó vitorear su nombre a los mismos que habían coreado, frenéticos, el de su opositor. Después mandó servir un banquete, del cual participaron los oficiales que lo habían abandonado, mientras que en otra parte de la casona el populacho lloroso desfilaba por la capilla de Belzú.

—Me gusta este individuo —acotó el demonio de la ira—. Me entendería perfectamente con él. Me gustaría verlo.

No fue menester que lo repitiera, porque el Capitán General apareció, caballero en Holofernes, desmontó y se allegó a los danzantes. Era un hombre espléndido, alto, garboso, robusto, de anchas espaldas, de pecho fuerte. Alargándole el rostro mate, de facciones finas, la barba negra, sedosa y oval, se le derramaba sobre el dormán azul, constelado de alamares y de condecoraciones, que relampagueaban menos que sus ojos, ya tiernos, ya terribles. Se movía con elasticidad felina, y en los giros del baile, su capa roja tremolaba como una bandera.

—¡Bravo! —exclamó Satanás, sin retenerse—. ¡Si un tigre pudiera bailar, bailaría así!

Tenía por compañera a una muchacha pálida, bellísima, de cuerpo voluptuoso, grandes ojos negros y grave mirar. La multitud se apartó, para darles sitio, y continuaron rotando, incomparables, como si no fuesen dos personas sino sólo una, armoniosa y resuelta. Asmodeo indagó la identidad de la niña, y la comunicó a sus camaradas:

—Es Juana Sánchez, su amante, a quien adora. La madre, viuda de un coronel, se la entregó a cambio de una pensión. Después llovieron sobre ellas las dádivas. El primer encuentro amoroso de estos dos seres estupendos duró tres días, durante los cuales los edecanes aterrados escucharon, a través de la puerta cerrada, sus rugidos de pasión. Estoy de acuerdo con Su Excelencia —agregó, dirigiéndose a Satanás y tocándose el gorro tejido en breve saludo—: es un individuo maravilloso.

El individuo, entre tanto, seguía bailando. Bailaba desde la niñez, desde su Tarata natal, en la que los indios le enseñaron a hacerlo, al son de las quenas; y desde la Cochabamba de su adolescencia, donde los ciegos ritmaban sus pasos con la guitarra y el salterio. En La Paz, ya Presidente, por obra de su fogosidad, de su crueldad y de su astucia, organizaba bailongos a los que sólo concurrían hombres, pues las señoras no se resignaban aún a compartir el jaleo con la Sánchez, y donde los viejos funcionarios hacían cabriolas, abrazados por los tenientes, al par que Melgarejo los estimulaba a tiros. Y en Potosí, la Plaza del Regocijo entera y las adyacentes, sobre todo la Plaza del Gato, se estremecían, como si los caserones intervinieran también en las mudanzas. Por fin, la banda calló, y en el intervalo trajeron más vino. Entonces, empujado por sus colegas, Belcebú comprendió que había llegado el momento de actuar. Arrastró a los suyos hasta la calleja de las Siete Vueltas, despoblada a la sazón, y en la Plaza de la Ollería, frente a San Agustín, les propuso que formasen una pirámide humana, no sin sembrar sus ropas, previamente, de lentejuelas, y de proveer a cada uno de una antorcha.

Sobre los hombros firmes de Lucifer, se encaramó Satanás, quien sostuvo con ambos brazos a Belfegor y al cocodrilo; iban encima de éstos, de la misma manera, Asmodeo y Mammón y, coronando la construcción en forma de cruz de Caravaca, el gordo Belcebú blandía dos teas. Aquella extraña arquitectura bípeda se trasladó, rozando las fachadas con las lumbres, hasta el dilatado espacio abierto en el que la orquesta militar se aprestaba a reanudar los compases. Al verla, detuviéronse los músicos y enmudecieron las parejas. El propio Melgarejo y su divina Juana, que ocupaban sendas sillas, pusiéronse de pie y se restregaron los ojos, porque por la plaza procedía una nunca vista columna ofuscante, con chisporroteo de lentejuelas y llamear de hachones, acentuando el color de los trajes indígenas y los gestos absortos. Delante del dictador, se deshizo, con ágiles piruetas la torre de volatines, y como el Presidente otorgó su aplauso a los siete acróbatas que permanecían de hinojos frente a él, la muchedumbre palmoteó, entusiasta. Magnánimo, el Capitán General mandó que les sirvieran chicha y arrojó a cada uno un «Melgarejo», que era falsa moneda. Después, movido por la curiosidad, interrogó a los saltimbanquis, pues lo dejaba estupefacto, con harta razón, que unos pobres indios fueran capaces de esos juegos.

—Parece cosa diabólica —dijo, sin equivocarse.

Belcebú se le acercó, con mil bufonerías, y el Protector de la República, que como todo aprendiz de César era afecto a los histriones, presto se echó a reír y hasta olvidó, por escucharlo, la seducción del baile, que recomenzaba con fresca furia, ahora interpretado por mimos enmascarados de gallos y de cornúpetos. Conviene señalar que Belcebú se esmeró hasta lograr su conquista, amansando al tigre por medio de un diluvio de bromas y de anécdotas, inventadas o reales, las que —por aquello de que el diablo sabe menos por diablo que por viejo— fascinaron al dictador, goloso de narraciones. Y entre sus donaires, Belcebú se ingenió para introducir la descripción del altar de Don Antonino Robles, y para indicar al Presidente que lo único que faltaba allí era una imagen de Melgarejo. ¿Por qué no llevársela? Reverenciado constantemente por él, junto a sus santos, el Capitán General ganaría el Cielo como fruto de tantas oraciones.

La idea encantó al Presidente; era el supremo complemento del cual carecía: un lugar entre los elegidos del Señor, Y como sobresalía por sus dictámenes rápidos, ordenó que en seguida buscaran, en su equipaje, una enmarcada litografía que lo mostraba en la majestad de su atuendo de héroe sudamericano. Alabáronla los demonios, Y Melgarejo, bajo el impulso del alcohol y de la vanidad, dispuso que de inmediato se dirigieran al Cerro, para presentar al ermitaño su obsequio prestigioso. Hizose así, y el Capitán General se entretuvo en combinar el desfile, con el arte que usaba al planear sus expediciones bélicas.

Escasos minutos fueron necesarios para que partiese la comitiva. Iba adelante la banda, martirizando los instrumentos. La seguía la pirámide de los demonios, cuyas antorchas hacían resplandecer el retrato del jefe, mantenido en lo alto, como una reliquia, por Belcebú. A continuación, Melgarejo cabalgaba a su Holofernes de larga cola, con Juana, revestida de la capa púrpura, en ancas. Y detrás hormigueaban los capitanes y los soldados, con los cuales se entreveraron algunos bailarines, de caretas crestadas y cornudas. Como la totalidad de la procesión estaba compuesta de ebrios, el trastorno de sus filas ondulaba y tropezaba, en las callecitas, donde las iglesias ilustres y las blasonadas puertas encuadraban su desarrollo, y a medida que iniciaba la ascensión del Cerro, el dédalo de montañas que cerca a Potosí —del Karikari y sus lagunas al Colquechaca y el Turqui, hasta los eslabones de Chinguipaya— se fue asociando, despabilada por la luna y por las estrellas frías, a la rareza del espectáculo, al que contribuyó con sus azules, turquesas, bermejos y grises. Continuaron así, sonando y cantando, rumbo a la choza de Don Antonino. Llamas y vicuñas, espantadas, los precedían.

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