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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (22 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—¿Hasta a los almirantes? —preguntó, incrédulo, el Almirante Leviatán.

—Por supuesto. Hasta a los almirantes, a los senadores y a los Dux Serenísimos. Casi siete decenios después (o sea hace seis años) se produjo un inesperado, fabuloso acontecimiento, que confirió a su nombre importancia internacional. Uno de los suyos, un Obispo de Pavía, fue exaltado al solio pontificio. Es Clemente XIII. La tiara agregó una cúpula incomparable al escudo de los Rezzónico, puesto que el sueño de toda gran familia italiana, así sea la de Colonna o la de Orsini, es contar por lo menos con un Papa (y mejor dos o tres) en su genealogía. En la fachada de este palacio, hemos visto esa triple diadema. ¿Qué les parece? Los Rezzónico no caben dentro de sí. Y aprovechan el favor del Cielo: uno de ellos fue nombrado Caballero Perpetuo de San Marco; el otro, Cardenal; el otro, Príncipe Asistente al Solio y Gonfaloniero del Senado y del Pueblo de Roma; el otro, Protonotario Apostólico. En el andar de un breve lustro, los Rezzónico centuplicaron los collares, los ropajes de ceremonia, los títulos y las rentas. Hoy, nadie les quita de la cabeza que proceden de un héroe de las Cruzadas. Seguramente, lo encontrarán. Hemos visto a Ludovico, Procurador de Venecia, cargo para el cual ya había sido designado su padre (por casualidad, el año siguiente de la iniciación del papado de Clemente XIII). Lo hemos visto descender la escalinata de este palacio, como desciende el sol en la gloria del crepúsculo. Es un hombre que no le cede el paso a ninguno.

—¿Y el palacio? —inquirió Asmodeo.

—Al palacio lo necesitaban. Era su encuadre lujoso, su perspectiva, el fondo decorativo de su triunfo, algo equiparable a esas nubes espléndidas que completan las pinturas de batallas victoriosas. Se lo compraron en 1750 a unos nobles de verdad, los Bon di San Barnaba, que se arruinaron antes de alcanzar su terminación. Querían colocarse aquí, en el Canal Regio. Lo restauraron, lo ampliaron, lo enriquecieron; lo inundaron de frescos, de luminarias, de su heráldica y de su fortuna. Luego lo perfeccionaron con las insignias de su Santo Padre. Lo convirtieron en su imagen arquitectónica. Ahora es inseparable de ellos. Y pese a que su posesión de este sitio, como su inscripción en el Libro de Oro, son muy jóvenes, los Rezzónico aspiran a transmitir la impresión de una divina eternidad.

—Su Excelencia —dijo la Señora Belfegor semidormida, sacudiendo su miriñaque— pudo sintetizar su discurso, diciéndonos que los Rezzónico son unos nuevos ricos.

—Unos nuevos nobles.

—Esas condiciones con frecuencia andan juntas.

—Los nuevos ricos y los nuevos nobles son inevitables —pronunció el demócrata Belcebú—. Desgraciadamente, no lo consiguen sino oprimiendo a los proletarios.

—¡No embrome con los proletarios, Excelencia! —refunfuñó el soberbio—. Es paradójico que el demonio de la gula se preocupe tanto por ellos, cuando uno de sus problemas básicos consiste, precisamente, en las penurias de la alimentación.

—Yo he inventado un sinfín de recetas baratas.

—Substitutivos, Excelencia, sucedáneos, artificios, disfraces del hambre…

Satanás, a su turno, comunicó lo pertinente a sus indagaciones vinculadas con el Sior Leonardo.

—No fue cómodo —empezó— reunirlas, porque los criados abundan en anécdotas y teorías sobre su jefe, pero lo cierto es que no saben nada esencial. Es un hombre escurridizo, y debí internarme en su cabeza, a riesgo de extraviarme en sus vericuetos, para descubrir sus íntimas ansiedades. Fundamentalmente, se trata de un resentido y un desubicado. Dos siglos después, hubiera dejado sus sueldos en manos de un psicoanalista. Una preocupación máxima lo sofoca. El Sior Leonardo es hijo de una famosa meretriz, la Ancilla, que vendió sus encantos al mejor postor. La visitaban los vástagos del procerato de Venecia, quienes encontraban en su lecho el alivio de sus físicas desazones. En consecuencia, el Sior Leonardo sabe que tiene por padre a un noble veneciano, pero no podría decir cuál, con exactitud. ¿Un Mocénigo? ¿un Morosini? ¿un Contarini? Uno de los tres debe ser, porque los tres se turnaban para transitar asiduamente por las sábanas de Ancilla, en esa época, y ninguno, por descontado, se apresuró a reconocerlo. ¿De quién procede, pues, nuestro mayordomo? ¿de los Mocénigo y su rama de rosas y sus seis Dux, entre los cuales se halla el actual? ¿de los Morosini, su faja de plata y sus cuatro Dux? ¿de los Contarini y su escala de argento, que elevan la cifra de los Dux a ocho?
That is the question
, como decía en Pompeya nuestra amiga Nonia Imenea. Puede elegir y no se atreve. De noche, lo acosan visiones coronadas. Y su razón vacila, tironeada, de una parte, por la cortesana y sus huéspedes egregios, entre quienes su progenitor se oculta, y de la otra, por los Rezzónico, sus amos, a quienes sirve y desdeña, pues se siente más príncipe que ellos. Curiosa situación.

—¿Hace mucho —interrogó Leviatán— que sirve en esta casa?

—Mucho; casi desde siempre. El Sior Leonardo pretendió meterse a fraile y apartarse del Mundo, pero el Mundo lo atraía demasiado. Luego aspiró a ser actor, quizás por desembarazarse así de su verdadera identidad, y durante su juventud desempeñó a menudo el papel de Arlequín, usufructuando su destreza acrobática, en uno de los siete teatros de Venecia, el de San Samuele. Había oído referir que los Emperadores de Alemania y los Grandes Electores ennoblecían a la gente farandulera, y se le ocurrió que por ese medio alcanzaría la posición que añoraba, pero, como no consiguió incorporarse el nombre del padre oculto, tampoco logró el favor muy especial de los soberanos. Veinte años tenía, cuando un palo de otro de los actores, uno que interpretaba al Signor Pantalone, durante una de las grescas fingidas del proscenio, le quebró una pierna. Entonces ingresó en la servidumbre de los Rezzónico, quienes habitaban a la sazón el Palacio Fontana, en San Felice. Fue, sucesivamente, pese a la cojera, paje, alabardero, macero (o sea portador de la maza que simboliza la dignidad), maestro de cámara y, por fin, al instalarse en el Canal Grande, mayordomo, con autoridad sobre todo el famulato. Adelantó, indiscutiblemente, pero no eran ésos los adelantos que anhelaba el ex Arlequín. Siempre, la obsesión de los Mocénigo, Morosini o Contarini, que por su sangre circulan, gracias a la galantería materna, picotea su alma. Se ve pequeño y se presiente eximio, harto más eximio que los Rezzónico cuyas órdenes acata. He ahí su problema. Hay, plantadas en su interior, como Sus Excelencias inferirán, semillas de ira muy hermosas. Son las que me corresponde regar y hacer que florezcan. Parece fácil, pero no lo es, por la timidez innata que lo aflige, fabricación de su confusa bastardía, y por el afán de paz, de esfumarse, de eliminarse, de que lo olviden y de que, como corolario, no angustien a su sensibilidad con el peso de la diferencia que resulta de su pequeñez y de la magnitud rezzónica.

Calló Sátanas, y Leviatán tomó la palabra.

—Ya conocemos, pues, a los Rezzónico, a su palacio y a su mayordomo, indicado por la flecha de neón infernal, para la operación que nos incumbe. En cuanto a las circunstancias presentes, lo único de importancia que hemos cosechado nosotros, y que es obvio destacar, pues Sus Excelencias Satanás y Lucifer se habrán enterado también de ello, en el curso de sus exploraciones, es que exactamente dentro de una semana, el 7 de junio de 1764, habrá aquí una fiesta excepcional, en honor del Duque de York, hermano del Rey Jorge III de Inglaterra. Ludovico Rezzónico planea tirar la casa por la ventana. Nunca, desde el casamiento de dicho Ludovico con la Principessa Faustina Savorgnan, y desde las visitas de ceremonia suscitadas por la proclamación del deudo Pontífice, habrá refulgido este palacio con tanto esplendor. A ello obedece el arribo de cajas con vinos deliciosos; el exagerado acaparamiento de ceras para los candelabros y las arañas; el retapizar; el lustrar de platerías; el barnizar de cuadros; el frotar de muebles; el encargar de flores; el discutir de manjares. El Procurador y Donna Faustina actúan como dos mariscales prontos a dar una batalla. Lo será la fiesta del 7 de junio, y Venecia entera pende de su triunfo.

—Así es —comentó Satanás—. Y a mí me toca conectar a la mencionada fiesta y al Sior Leonardo, bajo los laureles de la ira. Tendré que estudiar cómo, en el andar de esta semana.

Se separaron, y se dedicó cada uno a pasarla lo mejor posible. Belfegor se acostó en el lecho olímpico de los Procuradores; Belcebú se deleitó en sus cocinas; Asmodeo admiró las desnudeces de sus pinturas; Mammón calculó su costo; Leviatán consideró a los salones como un invernáculo propicio para el madurar de las frutas de la envidia; Lucifer se ingenió para retocar y ampliar los escudos; y Satanás no apartó sus labios intangibles del oído de Donna Faustina Savorgnan.

Efecto de la elocuencia de este último, fue la resolución que los Rezzónico adoptaron: después del banquete, agasajarían al Duque con un espectáculo teatral. Sabedores de que en Inglaterra se apreciaba sobradamente a la Commedia dell'Arte, dispusiéronse a brindar al hermano del Rey una representación auténtica, algo característico del espíritu italiano, y como estaban al corriente del talento de su mayordomo, le confiaron la puesta en escena. Vano fue que el Sior Leonardo se esforzase por escabullirse. Cuando el Procurador y su Principessa se trazaban un propósito, no había poder en la Tierra capaz de oponérseles. Arguyó que ni su edad ni su paso claudicante tolerarían ya que asumiera el papel de Arlequín, y le respondieron que en ese caso encarnara al viejo Signore Pantalone. Protestó que no contaba con actores para la función, y le contestaron que los buscase, sin ahorrar cequíes ni ducados. Intentó un argumento más, y Ludovico sacudió la peluca y le gritó que no lo importunara, pues demasiadas cosas tenía en la mente, para distraerse disputando con su mayordomo. En seguida, los Rezzónico se retiraron, como si marchasen sobre nubes y se aprestasen a subir a uno de sus techos mitológicos, y el triste Sior Leonardo debió enfrentar la contingencia de presentar, dos días después, un ensayo del espectáculo —aunque ese teatro no se ensayaba—, a fin de que los señores le impartiesen su aprobación. Salió, pues, desesperado, en pos de cómicos ocasionales, y Satanás, que ya no lo dejaba solo, salió con él.

Harto conocida es la técnica de la Commedia dell'Arte, para que reiteremos aquí sus minucias. Con todo, le recordaremos al lector que lo esencial de ella consistía en que los actores, a partir de un enredo dado, improvisaban el texto, de modo que su éxito dependía tanto de las dotes histriónicas de los farsantes como de su inventiva y facundia. El número de sus personajes solía ser corto, pero como la presunción de Ludovico le había exigido al Sior Leonardo que reuniese sobre las tablas la mayor cantidad posible, éste entresacó, de los diversos teatros, a un Arlequín, un Scapino, un Doctor Graziano, un tartamudo Tartaglia, un Polichinela, un Capitán Sangue e Fuoco, un Horacio, una Isabella, una Flaminia, una Angélica y una Eulalia, puesto que él mismo tendría a su cargo los discursos del Signore Pantalone. Acudieron al día siguiente, muy de mañana, al palacio, donde los criados habían compuesto, en el Salón de Baile, un escenario cuya simple decoración simulaba tres fachadas.

Traía cada uno sus vestiduras y sus elementos tradicionales: Arlequín, el sayo de bobo, el de losanges multicolores, con el garrote por arma segura; Scapino, la casaca blanca, a la que realzaban cintas verdes, sin olvidar el guitarrón; el Doctor, la ropa talar negra, el soleto y el birrete de su oficio; el napolitano Polichinela, el sombrero cónico y las dos jorobas; el Capitán de las bravatas huecas, la espada nunca temible; y los enamorados, que hablaban, a diferencia del resto, en un toscano exquisito, los trajes a la moda. Todos, menos los apasionados jóvenes, llevaban máscaras ridículas.

El Sior Leonardo, a quien incumbía la tarea de guía o «corago», les leyó una breve trama, consistente en el resumen de lo acaecido antes de que la obra comenzase. Era ésta una comedia antigua, en la cual Isabella, hija del Signore Pantalone, y prendada de Horacio, quien la amaba a su vez, tropezaba con la paterna oposición, pues el Signore, persuadido de su nobleza ilustre, no se resignaba a entregar a su hija a un plebeyo. Los demás participantes complicaban la acción con el entrelazamiento de episodios que el guía enumeró. Después de oírlos, los cómicos se fueron, para meditar en sus respectivos papeles, comprometiéndose a volver el otro día y a realizar el ensayo delante de los Procuradores…

Éstos, aguijoneados por Satanás, imaginaron ofrecer con ello, a ciertos íntimos, un gusto anticipado de la fiesta, y mandaron repartir las invitaciones. Les interesaba, en particular, que concurriese una tía de Donna Faustina, Donna Loredana, prez y copete de los Savorgnan de Údine, a quien Ludovico veneraba por su alto fuste y ejemplar fortuna. Los demás serían los parientes y amigos más próximos.

Luego de combinados los prolegómenos que nos hemos esmerado en enunciar, dispuso el demonio de la ira lo que harían sus colegas, y él mismo se consagró a preparar al Sior Leonardo. Durante la entera noche, hostigó su tendencia a sentirse ofendido por una vida injusta. El contacto con los actores, al rejuvenecerlo, le había devuelto una dosis del vigor impetuoso que evidenció en sus tiempos de Arlequín, e hizo recrudecer su certeza de que era víctima de un oprobio improcedente, ocasionado por los Rezzónico míseros. ¡Ah, cuánto hubiera deseado colocar sus armas en ese palacio, las de los Contarini, los Morosini, los Mocénigo o las que fuesen, en lugar de las odiadas de los Rezzónico! Aunque le hubieran tocado en suerte las muy extrañas de los Colleoni de Bérgamo, que Casanova describe en el capítulo 11 del tomo 11 de sus «Memorias» (
les deux glandes genératrices
) ¡con qué gusto las hubiera hecho colgar, jactanciosas, de los intercolumnios, como entre dos piernas colosales! Su pusilanimidad, su retraimiento, lo mucho que adentro llevaba, amasado por las derrotas, intentaron luchar contra el renacer de viejas querellas, y así pasó la noche, debatiéndose, hasta que el alba lo obligó a esmerarse en acomodar el ropaje sobrio, la daga y la máscara marrón oscura, con nariz de pajarraco y barba filosa, que ceñiría. A continuación tuvo que preocuparse por aderezar sus parlamentos, y así transcurrió la tarde.

Una hora antes de la fijada para el espectáculo, Donna Loredana subió en su góndola, a la que distinguía el gallardete plata y negro de los Savorgnan. La anciana se sentó, rígida como un autómata. Los coloretes, el blanco y rojo que le enyesaban la cara; las cejas entintadas por el agua de China, bajo el cabello empolvado, y el raro fulgor de los dientes postizos, contribuían a afirmar su aspecto de muñeco de feria. A ello cooperaba también su afán por mantener distancias, que le infligía un mutismo casi total. Pese al calor de junio, ostentaba un manto de terciopelo escarlata. Como a toda dama, fuese o no de pro, la escoltaba su "sigisbée”, «cavalier servant», chichisbeo, o como se prefiera llamarlo, ese —tolerado por el marido e impuesto por la moda— cuya función única fincaba en adorar platónicamente y estar siempre a las órdenes de la elegida. Los había hasta en los locutorios conventuales, en las cocinas y en los mercados: ¡cómo iba a faltarle uno a Donna Loredana! El suyo era un decrépito Senador, a quien agobiaba la peluca piramidal de encrespado merengue, y destacaba el párpado derecho semicaido y como entoldado. Alrededor, se ubicaron varias sobrinas de pocos años, entre ellas dos monjas de ésas que abandonaban la clausura cuando se les ocurría, y que jugaban con un monito, o mimaban a sus falderos inseparables. Cada una iba acompañada por su respectivo y suspirante chichisbeo. En momentos en que se aprestaban a zarpar, irrumpió dentro de la góndola una banda alegre, compuesta por cuatro abates y por dos señoras, todos ellos con antifaces. Como la remota Donna Loredana Savorgnan no les dirigió la palabra, pues su soberbia se lo impedía, las sobrinas calcularon que, si los toleraba, serían amigos suyos, mientras que Donna Loredana infirió que lo serían de sus parientas, las que, felices de la diversión que los seis huéspedes les prometían, los acogieron con entusiasmo. De esa manera viajaron los seis demonios, una vez más, por el Canal Regio, hasta el Palacio Rezzónico, santificado por la tiara de Clemente XIII.

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