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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (25 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—¿Es a Monsieur Philippe a quien debe tentar Su Excelencia? —preguntó Mammón.

—No lo sé —respondió Asmodeo.

—Me parece más propenso al odio que a la lujuria —intervino Lucifer.

—Si nuestro jefe escogió a este candidato —añadió Asmodeo—, la lujuria se encargará de Monsieur Philippe.

—Ha de ser duro de pelar —suspiró Belcebú.

—No existe hombre demasiado duro para el ariete de la lujuria, Excelencia. A los santos no los cuento; están hechos de una pasta especial. En mis laboratorios, hemos acondicionado artificios interesantes, resultado de investigaciones milenarias. Hay allí técnicos muy capaces, científicos de primer orden. En esta ocasión me propongo no utilizar más recursos que los que suministra la Tierra, con algún toque propio. Ya veremos.

Esa misma noche, el Capitán Levasseur agasajó con un banquete a Monsieur de Lonvilliers de Poincy. Participaron del mismo, además de Monsieur de Fontenay, varios piratas que se decoraban con la jerarquía de almirantes y con joyas de princesas.

—Aquí cualquiera es almirante —los desdeñó Leviatán, que con sus compañeros presenciaba el festín.

A los postres, el Capitán brindó a la salud del Gobernador de San Cristóbal. Monsieur Philippe brindó, a su vez, por el Gobernador de la Tortuga. Para agradecérselo, pusiéronse de pie, simultáneamente, Levasseur y de Fontenay. De ese modo original y abreviado, se enteró el primero de la modificación de su destino, lo que le cayó muy mal. Se ensombreció, masculló vocablos incomprensibles, y siguió bebiendo. Entre tanto, de Poincy y de Fontenay alzaron sus copas en honor de la Orden de Malta. Ambos eran nobles y católicos; eso erguía, entre ellos y Levasseur, un espeso muro, enriquecido por el detalle enjundioso de que la victoria estaba de su lado. Los piratas, que aparentemente seguían al de más éxito, les hicieron coro.

—¿Cuál de estos tres, si alguno, será su personaje? —tornó a inquirir Mammón, encarándose con Asmodeo.

Como contestación, enmarcó a Monsieur de Poincy una aureola de chispas, sólo visibles para los demonios.


Le voilá, Excellence
.

El Capitán Levasseur se retiró temprano, sin despedirse. Iba, sin duda, a preparar su represalia. Amaneció misteriosamente asesinado, quizás por sus lugartenientes, y el Gobernador de Fontenay mandó que le rezaran una misa. Aclarado así el paisaje, Monsieur de Poincy se dedicó a recorrer la isla, que se recorría rápido. Vio el mercado de robos, frecuentado por clientes de todo el archipiélago; vio las tabernas (sin entrar); elogió los sembradíos; alabó la ausencia de mujeres; conversó con maestros de velámenes, con pilotos, con cirujanos, con artilleros; le maravilló que los Hermanos de la Costa pagasen con seiscientas piezas de ocho o con seis esclavos, la pérdida del brazo derecho, y con cien piezas o un esclavo, la pérdida de un ojo: como él conservaba uno, sobreviviente junto al del parche negro, computó exigua la tasación. Respiraba hondamente, feliz y tranquilo. Su frialdad adusta se entibiaba al sol del triunfo. Anunció que zarparía, rumbo a San Cristóbal, tres días más tarde.

—Excelencia —le dijo Satanás a Asmodeo—, si no quiere que viajemos y que esto se estire, tendrá que actuar en breve.

—Esta noche será.

Solicitó el de la libídine la colaboración del de la gula, pues necesitaba aderezar unas cocciones. Se metieron en la cocina y trabajaron con asiduidad.

—La comida —comentó Asmodeo— es mi gran aliado. ¿Conoce el «De re coquinaria» de Apicius, un romano del siglo I?

—¿Después de ..?

—Sí, después de.

—Lo ignoro.

—Me sorprende, Excelencia. Apicius debiera integrar su bibliografía, porque le corresponde. He aquí las hierbas que, según él, provocan reacciones sensuales: el comino, el eneldo, el anís, el laurel, la semilla de apio, la alcaparra, la alcaravea, el sésamo, la mostaza, el chalote (o ascalonia), el nardo, el tomillo, el jengibre, el ajenjo, la albahaca, el perejil, el orégano, el poleo, el jaramago, el alazor (o cártamo), la ruda, la malva, el ajo, el hisopo y el ligustro.

A medida que los nombraba, golpeaba las manos y aparecían, de suerte que la mesa se fue colmando de colores y de sahumerios.

—Es absurdo —dijo Belcebú— que muchos comestibles que figuran en la canasta familiar más simple, sean considerados por este romano como estimulantes eróticos.

—Tal vez gracias a su divulgación y popularidad —le respondió Asmodeo—, se siga poblando el Mundo con entusiasmo inocente. ¡Quién sabe si los problemas que causa la superprocreación, y que tanto desasosiegan a los confeccionadores de estadísticas, no tienen por motivo al abuso del perejil, del laurel y del ajo! Recurramos ahora a las verduras que aconseja Apicius: la alcachofa, las habas, el espárrago, el nabo, la trufa, la chirivía (o pastinaca), la remolacha, la nueza, el repollo, la achicoria, el pepino, el fenogreco (o alholva), el rábano y la lechuga.

—¿También la ingenua lechuga?

—También.

Como en la ocasión pasada, las hortalizas desbordaron sobre la mesa, que daba gusto ver.

—Vaya, por favor, preparando una ensalada —suplicó Asmodeo—. No se quejará de carencia de materiales. Yo, entre tanto, sin abandonar el texto del sabio Apicius, acumularé las «frutti di mare» que el «De re coquinaria» propone para el mismo fin. Recordemos: los pulpos, los mejillones, los erizos, las ostras, las jibias, los cangrejos y los torpedos (o rayas eléctricas). Aquí están. Con ellos, Su Excelencia conseguirá esplendores.

Afanábase Belcebú, cortando, limpiando, abriendo, mezclando, sazonando, mientras que Asmodeo batía, en un alto recipiente, el brebaje predestinado a inquietar la boca y las entrañas de Monsieur de Poincy.

—Para la bebida —explicó— desamparo a la antigua Roma y me asilo en la India, que pretende, candorosamente, ser inmemorial. Necesito substancias curiosas: la raíz de la planta de ucchata y la pimienta de chaba. El resto es sencillo: leche, azúcar y orozuz (o alcazuz o regaliz). Los hindúes son buenos alumnos míos, en lo que al erotismo atañe.

Belcebú anotó la receta, minuciosamente, en un cuaderno lleno de apuntes. Se estremecieron, lúbricas, las ollas. El pulpo y el calamar asomaban sus tentáculos. Coronaba el laurel a la celebridad del ajenjo.

—Ah… —murmuraba el tragón— ah…

—Ya me arreglaré yo —le manifestó su colega—, para que cuando acuda el cocinero de Monsieur Philippe le sirva esto, comparado con lo cual, a pesar de su modestia, el banquete del extinto Monsieur Levasseur será papilla infantil. Al instante me voy a la cámara de yantar, donde soltaré los perfumes lascivos que, para obtener un armónico conjunto, asimismo reclamaré a la India.

No se resignó el goloso a perder ese espectáculo. Tras él fuese, y atestiguó cómo mixturaba, en una cazoleta de bronce, inclinándose con reverencias rituales y murmurando en sánscrito literario, idénticas proporciones de cardamomo, de olíbano, de la planta llamada garuwel, de madera de sándalo, de jazmines y de rubiáceas de Bengala. Al cabo de minutos, ese salón y la cocina se metamorfosearon en baterías de la concupiscencia alimenticia y aromosa. Sin fuego, ardía el caserón.

—Finalmente —dijo Asmodeo—, falta la música, el fondo musical: la música, complemento incitador de las mejores escenas que culminan en el deleite de la carne. Las restantes Excelencias no se negarán, espero, a realizar esa tarea artística. Conviene la muy suave y lánguida, atravesada, aquí y allá, por latigazos, por zarpazos melódicos.

Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, comía protocolarmente solo, frente al ventanal que abría a la terraza. Zumbaban los insectos luminosos, perseguidos por las moscas verdes de Belcebú y aventados por un grumete bizco, que movía una hoja de palmera. Lejanos, oíanse estampidos, pero el Gobernador estaba al corriente de qué se trataba, y sabía que no era menester preocuparse. Algunos bucaneros jugaban a la pistola. Era un juego barato, cómodo y eficaz: varios se metían en una pequeña habitación; uno de ellos se sentaba en el piso, frente a dos pistolas o trabucos; los demás circulaban, arrimados a las paredes; de súbito, el del centro apagaba las velas y quedaban totalmente a oscuras; tomaba las armas, las cruzaba y tiraba al azar; los gritos sacudían la noche; caían heridos o muertos. Cada uno se distrae como puede y según sus preferencias. Aburríanse los piratas, en su isla sin mujeres, y recurrían a fáciles procedimientos, en pos de diversión. Sin embargo, la mayoría, más cauta, optaba por emborracharse, y sus disputas, sus cánticos, sus maldiciones y sus eructos, ascendían, entre el gruñir y el aullar de las bestias salvajes, famélicas o en celo, hasta la cámara donde Monsieur Philippe atesoraba bocados sorprendentes. No era el Gobernador un gastrónomo. Por lo demás, hacía años que, en San Cristóbal, su estricta ración fundamental consistía en carne de puerco y sopa de tortuga. Otro, al hacer frente al imposible menú romano-índico que imaginara Asmodeo, se hubiera asombrado. Él no. Mientras trituraba e ingería, se limitó a pensar que allí la culinaria diversidad era bastante mayor que en San Cristóbal, y que tal vez le conviniese llevar un cocinero de vuelta. Y siguió saboreando y embuchando. Una sensación imprevista lo recorrió en breve; algo que lo impelía hacia la ternura, hacia el comercio de sus semejantes, hacia un intercambio comprensivo. Miró al grumete, y pensó que si no fuera bizco, no sería feo, y que aun bizco, tenía gracia. Pero al punto su cuidada frialdad, su sequedad congénita, impuso su reacción, y Monsieur Philippe, como el quelónido al cual la isla debía su nombre, se encerró dentro de sí mismo y desterró esas ideas intrusas, tal como el grumete aventaba los insectos. El extraño perfume de la cazoleta parecía ser el aliento nocturno. No llegaba a marearlo, pero de repente sumía al Mayordomo de Malta en una dulce debilidad.

Alrededor, los demonios no se otorgaban descanso. Asmodeo sobrecogió a Monsieur de Poincy, pues le colmó la cabeza de citas del Kama Sutra de Vatsyayana Malanaga, de Petronio, del Aretino, del Marqués de Sade, de Maurice Sachs, de «The Pearl», de libritos pornográficos de ésos que venden en Nueva York, en la zona de Broadway, que no había leído nunca y que, en ciertos casos obvios, no hubiera podido leer. Apabullado, arañado y tironeado por el despertar de emociones que ni siquiera dormían, pues estuvieron siempre ausentes de su ánimo, Monsieur Philippe se paró. Sacudiéndose, como un perro empapado de agua turbia, supuso que la isla estaba embrujada, y lo estaba en verdad.

En ese momento entró Monsieur de Fontenay con el tablero de ajedrez bajo el brazo, listo para la diaria partida.

—Singular aroma —expresó, alzando la nariz.

El Gobernador de San Cristóbal lo recibió con alivio:

—No sé qué me ocurre. Una opresión… Quizás sea la atmósfera de esta isla herética. juguemos. El Diablo anda suelto aquí —añadió, sin equivocarse.

Se acomodaron. El jengibre, el nabo, el pepino, la mostaza, el sésamo, la raya y el pulpo, se reconocían en los conductos interiores de Su Excelencia, y apresuraban convenios agresivos. Las piezas diseminadas en el tablero, adquirían trazas anormales, sobre todo porque Asmodeo recurría ahora a las ilustraciones de los libros japoneses consagrados a los múltiples montajes del amor.

Inesperadamente, sin conseguir evitarlo, Monsieur de Poincy cogió una mano de Monsieur de Fontenay, que levantaba una torre:

—Tenéis las manos hermosas —le dijo.

El Gobernador de la Tortuga se miró las manos, atónito. Eran bastas, cortas. En el anular derecho, el anillo con el escudo de los ocho mirlos de gules se divorciaba de las otras gruesas falanges.

—¿Habéis notado —añadió Monsieur Philippe, señalándole al grumete— las caderas de ese pirata? Es raro que haya gente tan fina, en estos contornos.

Por cortesía, de Fontenay se volvió hacia el papamoscas y comprobó su bizquera.

—Es bizco —apuntó, por decir algo—. Los bizcos traen mala suerte. —Luego sugirió—: Creo que su merced debiera acostarse. Está fatigado. Los trajines fueron excesivos. Y esa muerte… la muerte del Capitán Levasseur…

Monsieur Philippe recordó al asesinado. Lo vio caído, pero desnudo, la piel de nácar. Se pasó la mano sobre la frente:

—Sí, me acostaré.

Monsieur de Fontenay lo escoltó hasta su aposento, en alto el candelabro, barruntando que si el señor le rodeaba con el brazo la cintura y se la oprimía, era para no vacilar. Le dio las buenas noches, se inclinó, cerró la puerta, y lo dejó adentro, con los siete demonios. Se fue, deduciendo que los sesenta años deben ser una edad peligrosa, pero después concluyó que lo son todas las edades.

El dignatario de Malta se desvistió, como si soñase que se estaba desvistiendo. Quitóse el parche, y su cuenca se mostró vacía. Antes de deslizarse entre las sábanas, un espejo, traído de quién sabe qué despojo de filibustería, lo reflejó, escuálido, huesudo. Le alcanzó el tiempo para decirse que, al fin y al cabo, físicamente, no estaba tan mal. ¡Ah, si él hubiera osado, antes…! Pero no. No se atrevió jamás. A nada. Él había sido, invariablemente, el riguroso, el áspero, el inflexible, el intolerante, el perfecto Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy. Murmuró unas vagas oraciones, que se resistían a salir de sus labios.

—¡Música! —ordenó Asmodeo.

Los demonios, llevando a la práctica lo que concertaran, revistieron unos pantalones negros, apretadísimos, y unas blusas naranjadas, transparentes, de amplias mangas, ceñidas en las muñecas con floridos encajes. Se proponían improvisar una orquesta antillana, pero como no poseían ni la menor idea de su instrumental, decidieron recurrir al banjo, a la marimba, al marimbao, a la maraca, al serrucho y a la guarura, que es una caracola. Cuando apareció el botuto, trompeta de guerra de los indios del Orinoco, Asmodeo lo despidió con ademán imperioso.

—¡A tocar! Suavemente…

Fue tal el estruendo, que Monsieur Philippe pegó un salto.

—¡Suavemente! —exigió Asmodeo—. ¡Violines y serruchos! Una… una habanera… y canten… con suavidad…

Los ejecutantes acataron su mandato y se dividieron en dos grupos, los serruchos por aquí, y los violines por allá. Fijas entre las piernas las sierras de afilados dientes, las hacían vibrar, sollozantes, dolorosas, y los violines marcaban la cadencia con agudos y bajos gemidos. Les pareció que lo oportuno, puesto que estaban en la isla de la Tortuga, sería entonar una canción de piratas, y como la única que conocían era la que Stevenson incluye en «La Isla del Tesoro», la modularon, adelgazando las voces, hasta que sonaron como las de los "castrati”:

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