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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (28 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Éstos certificaban el ingenio, aplicado por los hombres de ciencia de Bêt-Bêt, a asegurar la felicidad de la vida ciudadana. Consistían en unos almohadones, en los cuales bastaba posar los pies para que emitiesen sonidos que suprimían las nostálgicas inquietudes. Por ejemplo, si acaso, al retornar a su habitación vacía, aquejaban a una persona las añoranzas del antiguo orden familiar (demasiado metido en su sangre, por milenios de hábito, para que el nuevo régimen lo hubiese sacado ya de raíz), era suficiente que colocase los pies sobre el cojín, y en seguida el mecanismo le ofrecía el llanto de un niño, el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el gorjeo de un canario, el repicar de cacerolas, y así, al infinito, porque era factible modificar los sones, de acuerdo con la necesidad, y la riqueza del almohadón encerraba desde una fuga de Bach hasta el hervir de una pava, y desde una declaración amorosa hasta el estrépito de una cortadora de césped. Únicamente los rezagados en su evolución, los más débiles, los adquirían, pero había que tenerlos en cuenta, si se deseaba que Bêt-Bêt se desarrollase con sentido armónico. Calculaban sus constructores que, poco a poco, se lograría excluir también esos almohadones, y por lo pronto se consideraba como una victoria del concepto actual, el hecho de que quienes abrigaban aún síntomas de ausencia, los curasen con dosis iguales de iguales remedios.

En una fábrica de benéficos cojines, entró pues Su Excelencia la Señora Belfegor. Por supuesto, tratábase de un establecimiento pequeño, si se lo comparaba con los destinados a la gran industria, ya que estaba dedicado a un público restringido y especial. Entró y entró a trabajar, algo para ella tan desconcertante, tan enemigo de su idiosincrasia, que le costó vencer la repulsión de la servidumbre laboriosa que se impusiera. Al fin y al cabo, hay que valorar lo que significa que un demonio princesa, distinguido por la circunstancia particularísima de ser, además, el demonio y la princesa de la haraganería, llegara cotidianamente a la fábrica de cojines sentimentales, y se entregara, en el curso de largas, consecutivas horas, a rellenar almohadones. Integraban el personal dos mil obreros y obreras, cuyos sexos eran difíciles de discriminar —cuando se lograba—, tan bien habían alcanzado a unificarlos los métodos de Bêt-Bêt.

Lo primero que llamó la atención del personal con referencia a Belfegor, fue la disparidad de su volumen. Nadie pesaba lo que ella, no obstante la disminución que se había impuesto. A esa curiosidad se sumó la que derivaba de varios aspectos de su actitud. Trabajaba, trabajaba conscientemente, pues de otra suerte no hubiera podido permanecer en la manufactura, sin incurrir en sanciones muy graves, mas supo introducir en su modo de encarar la tarea, una languidez sutil —que no era, en realidad, al principio, más que una sombra, apenas un matiz delicado de la languidez—, cuya presencia, suave, melindrosa, tierna, meliflua, pero constante, suscitó la sorpresa de sus compañeros más próximos. No se les había ocurrido que eso, ese retoque, esa variación liviana y tenaz del ritmo común, pudiese existir. Era algo tan extraño, que ellos también aminoraron la afanosa cadencia, para observar su quehacer. Observaron luego que, durante los breves espacios de descanso, en lugar de permanecer tiesa en su sitio y de tomar sellos o recibir masajes, para acumular vigor, la principiante gorda se tumbaba y dormía. Esto último era fantástico. Que a alguien se le ocurriese dormir, en el lapso corto que separa a una tarea de su prosecución, era fantástico. Y Belfegor (quién sabe si con un ojo abierto porque, cuando dormía, lo hacía sólidamente) osaba sestear en dichas ocasiones.

Primero fue una; después fue otro; hubo una tercera; hubo un cuarto que encogidamente al comienzo, y más adelante con ahínco, se atrevieron a copiar a Belfegor. Y no sólo eso: el ejemplo de su flojedad, de su enervación, de su «
laisser aller
», cundió en la fábrica. Los jefes intervinieron tarde: la fábrica entera dormía; la fábrica entera trabajaba cada vez menos… cada vez menos… Hasta que la fábrica se inmovilizó, en torno de Belfegor amorrongada. Era tan misterioso, tan poético, el espectáculo que ofrecía esa manufactura poblada por lirones, que los capataces, los empleados, los del directorio, los vigilantes y los abandonados robots, sucumbieron asimismo ante su soporoso influjo, como si los solicitasen centurias de sueño, y a ellas se rindiesen. Y puesto que muchos utilizaban, para apoyar las frentes o las nucas, los cojines sentimentales, la fábrica se colmó de arrullos, de nanas, de arrorrós, lo que coadyuvó a generar una calma de tan hondo aletargamiento, que ya nadie se levantó, ni despertó, ni comió, ni se fue a su casa, sino prosiguieron cabeceando y roncando.

En el año 2273, las noticias corrían a través del Mundo, más veloces que la luz. Las transmitían mentes aleccionadas al efecto. De inmediato se supo, doquiera, lo que acontecía en Bêt-Bêt. Y el Mundo se pasmó. No hubo ni motines, ni discursos incendiarios, ni atentados, ni horribles crímenes, ni heréticos que reclamaban la instalación de una libertad fundada en la violencia. Hubo sueño, mucho sueño. Sueño en los cinco continentes naturales, en los dos ficticios, en el submarino y en el aéreo. La gente se echó a dormir en los laboratorios, en las oficinas, en los anfiteatros y, más que en ningún sitio, en las fábricas. Dormía con la ingenua placidez con que los muertos duermen. Una estupenda calma se apoderó del globo.

Repentinamente, corroborando cuánto se la aguardaba y apetecía, la divinizada Pereza estableció su imperio místico. Se hizo presente, iluminadora, consoladora, con el poderío de una revelada religión. Apareció y se difundió; arrebató a las turbas, hambrientas de asuetos independientes, como un medio original para redimir y justificar la existencia, en esa sociedad que había escamoteado a las religiones viejas y que reemplazaba los templos remotos por grandes edificios vacantes, alumbrados por verdes lámparas, donde se repetía un rito muy arcaico, merced a la influencia de arqueólogos y teólogos —el juego del billar—, que la gente del tercer milenio practicaba con ceremoniosas inclinaciones y un ir y venir de carambolas geométricas, concentrándose para ello hasta inefables honduras. El antiguo evangelio del billar demostraba ser insuficiente; no subvenía a las precisiones sobrenaturales del pueblo. Lo desbancaba el eterno dogma de la pereza, y eso, como a la pereza conviene, sin la intervención cruel de guerras religiosas, obedeciendo a la lógica madura de los tiempos.

Mientras se multiplicaban raudos, sincrónicos, acontecimientos espirituales de tanta monta, con su mencionada repercusión física, los demonios estaban en la América del Sur, tomando apuntes, ya que, obviamente, Belfegor no los necesitaba. Viajaban por placer, tras hacerlo por obligación. Allá los sobrecogieron las constancias de una anormalidad incomprensible. La gente dormía, como si viviese para dormir, como si la vida del sueño fuese la real, y no la otra, la del rutinario ajetreo. Y como la idea del sosiego total era inseparable de la esencia de Belfegor, las conectaron; temieron que algo monstruosamente extraordinario estuviera ocurriendo en Bêt-Bêt, y a Bêt-Bêt se volvieron, dando espuela y nafta a sus transportes. De paso, en tanto regresaban, pudieron comprobar que el Mundo se dormía. Dijérase que lo habían pulverizado con líquidos hipnóticos, con beleño autoritario. Se empantanaban las aguas de los océanos; se frenaba el fluir de los ríos; se anquilosaban los vientos y las brisas; se paraban las nubes; la lluvia se congelaba y entumecía, antes de caer; los animales se echaban; no había humo en las chimeneas, ni fuego en los colosales hornos; se detenían las bolas de billar, propicias a la meditación; nada, nada se movía. Únicamente ellos volaban, diligentes, en medio de una Tierra que gozaba de una parálisis de extrema dulzura.

Llegaron a Bêt-Bêt y buscaron a Belfegor. Para ello, se desparramaron en los seis sectores de la ciudad, y recorrieron de puntillas un museo de estatuas roncantes. El silencio, que apenas acompasaban los diversos ronquidos, se extendía sobre la urbe. Pero no, entrecortando la roncadora calma, un tímido coro de canciones de cuna flotaba sobre la metrópolis, ayer trémula de febril sonoridad. Hacia él se dirigieron, juntos, teniendo por guía a las voces mecedoras. Y fue como si se internasen en un palacio encantado. O más bien en una catedral, colmada de adoradores del reciente culto. Cara al suelo o a las bóvedas cristalinas, dormían y respiraban broncamente, los obreros y las obreras. Dormían y soñaban y sonreían, plácidos, columpiados por las pieles de gato dormilón de los cojines sentimentales. Y en el centro de la grey horizontal, Belfegor, vertical y retraída, señera diabla-diosa de la pereza reconfortante, recuperado el caparazón y teniendo por soportes, como a cuatro cariátides, a sus cuatro monos, triunfaba. Excepcionalmente, no dormía. Dormían los demás. No requería dormir, porque ella era el sueño, y lo hilaba con sus manos regordetas, con tan paradójica eficacia que su telaraña cubría ya al vasto Mundo. Una majestad serena emanaba de su apostura, y los demonios (hasta Lucifer soberbio) no titubearon en postrarse: más que ninguno de ellos, merecía ese homenaje, porque venía a ser, al fin de cuentas, la magna y proficua laboriosa.

Canturriaban los almohadones, inmemoriales versos:

«Duérmete mi niño, duérmete mi sol…»

Como niños dormían, niños y ancianos. Y una paz sin precio descendía sobre la humana desazón. Salieron a la calle los siete, precedidos por la lentitud de la gran dama. La afonía y la inercia ganaban tal intensidad, que no había quién ni qué los resistiese. Por eso provocó un petardeo disonante y animó ecos destemplados, el irreprimible saxofón flatulento de Belfegor, despreciativo de la dignidad del silencio, y que acaso aspiraba a producir clarinadas victoriosas. No pudieron reprochárselo sus colegas, en la hora de los laureles. Confusiones de mayor importancia los afligían, pues creyeron advertir que el Mundo, el propio Mundo, reducía la ágil diligencia de sus rotaciones. Era cierto: el Mundo se estacionaba; el Mundo se detenía; el Mundo parecía dar sus últimas vueltas, como un caduco y extenuado bailarín. Iba a dormirse y quizás a morir, el Mundo. Se comprende la alarma de los príncipes. Si en Pompeya se les había ido la mano ¿cómo tasar lo que acaeciera en Bêt-Bêt? ¡Ay! ¿serían ellos capaces de aguantar e impeler a la Tierra, de obtener que reanudase su marcha habitual y evitar una destrucción que iba contra los intereses del feudo del Diablo, puesto que, sin ella, quién se encargaría de su humano abastecimiento?

Pero no fue preciso que emprendiesen una operación, sin duda superior a su energía. Otro, otros, asumían ya ese compromiso considerable. El cielo impávido se incendiaba de fulgores, de centellas, de armas flamígeras, de metales blandidos, como los techos del palacio veneciano que evocaban tan bien. Dos masas supersónicas daban la impresión de converger en las alturas, cual dos radiantes ejércitos de la aerosfera. Los tentadores dieron impulso a sus alas; aletearon sus bestias serviles; y hacia allá subió su columna, en vuelo de inspección.

Presto verificaron que de dos ejércitos se trataba. Ángeles y demonios acudían, conjuntamente, para salvar a la Tierra, su almacén de almas discutibles. Venían por un lado escuadrones celestes, comandados por San Miguel; y por el opuesto, milicias infernales, bajo la jefatura del propio Diablo. De una parte, las huestes blancas; de la contraria, los piquetes rojos. El casco del Arcángel era de esmeralda, como el de San Jorge, el de San Sebastián y el de San Gabriel; de oro filosofal, eran los yelmos del Diablo, de Azazel, su portaestandarte, y de Moloch, su espía, quien seguramente le dio aviso de lo que perturbaba a la esfera indócil. Abríase la cola de pavo real de Adramalech, Gran Canciller del Báratro, como una bandera más. Se agitaban en el espesor de las nubes siberianas las alas multicolores, las espadas, los escudos, como cuando riñeran las potencias enemigas, en ocasión célebre. Pero no lidiaron esta vez. Idénticos intereses los excitaban. Cada grupo ignoró que el antagonista venía con igual motivo: por eso, brevemente, San Miguel y el Diablo clavaron los ojos en sus caras respectivas. El Arcángel irradiaba bélica hermosura, más el Diablo —que se había quitado el traje de franela gris y vestía, para el caso, una armadura bermeja— tenía dos rostros, no lo olvidemos, uno en el vientre, que asomó bajo la falda de acero, lo que duplicaba el poderío de su visión. Se estudiaron y llegaron a la conclusión de que ninguno iba en son de guerra. Entonces se precipitaron al suelo, entremezclados blancos y rojos. Sumáronseles los siete demonios, maravillados de esa alianza casual, originada por uno de ellos. Conferenciaron el Diablo y San Miguel; pusiéronse de acuerdo Azazel y San Sebastián, Moloch y San Jorge. Lanzaron a sus legiones sus órdenes militares, y remontaron vuelo, en pos de la corteza terrestre. La encontraron, la palparon, comprobaron que, ciertamente, amenguaba su ímpetu, y todos a una, diablos y ángeles; ángeles y diablos; tronos y dominaciones del Paraíso y príncipes y capitanes del Averno; forcejearon por apalancar (realizando la docente fantasía de Arquímedes) y empujar al Mundo remolón.

—¡Hop! ¡hop! ¡hop! ¡arriba! —gritaba San Miguel.

—¡Hop! ¡hop! ¡hop! ¡arriba! —gritaba el Diablo.

Con las manos, con los hombros, con los pies, propulsaban, atropellaban, apechaban al Mundo. Los ángeles enrojecieron, y palidecieron los demonios; sus alas, que se revolvían y encrespaban, como en una riña de gallos, adquirieron pronto el mismo color, así que fue vano pretender diferenciar a los equipos. Hundían los brazos hasta los codos, en la costra universal, en sus arrugas, en sus depresiones.

—¡Arriba! —gritaba Jorge de Capadocia, el que se ve a caballo en las esterlinas de oro.

—¡Arriba! —gritaba Asmodeo de Persia, el que halaga los músculos de los desvelados por la lujuria.

Belfegor simulaba dar empellones; Adramalech cuidaba su plumaje; San Sebastián prohibía que le rozaran el puercoespín de flechas. Salvo excepciones tan acreditadas, Cielo e Infierno colaboraron, hasta que la Tierra les obedeció; vaciló, se estremeció, aceleró el giro y retomó su cadencia justa. Rotaba, rotaba, como debe ser. Los tropeles adversarios, que se habían acalorado al unísono, y que habían conseguido asegurar el avituallamiento de territorios que el mortal no conoce hasta que deja de serlo (y en ese caso, conoce a uno solo), se separaron. Quedaban atrás, los momentos de transitoria camaradería. Agrupáronse los ángeles, albos, plateados, callados, impolutos, severos, fríos; y se agruparon los demonios, barrocos, charlatanes, polícromos, con trompa de elefante, con testa de buey, de ciervo, de rana, de crustáceo, de basilisco, de búho. Volaron hacia el norte y hacia el sur, sin despedirse. A sus pies, la naturaleza y la gente despertaban.

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