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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (23 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Juntos ascendieron la escalinata. Pausados, cardíacos, enlazadas las puntas de los dedos, entre zarandeos y repicar de bastones, la treparon los provectos amantes, que apartaban con ademanes violentos a los perritos, al mono y a las moscas verdes de Belcebú. En el rellano, doblado cortesanamente, los recibió el Procurador de Venecia (quien también barruntó que los seis intrusos pertenecerían al grupo de su tía política, y como tales eran muy bienvenidos), y detrás de él ingresaron en el Salón de las Cuatro Partes del Mundo.

Ardía, éste, como una hoguera. En un extremo, titilaba el teatrejo, delante del cual, sobre sillas y almohadones, se diseminaba una treintena de invitados, lo más conspicuo de la ciudad, los nombres célebres, las mujeres bellas, los funcionarios prestigiosos. Habían reservado la primera fila para Donna Loredana, la cual, sin que se lo indicasen, ocupó el sillón central, una especie de trono, encima de cuyo respaldo arrojó la capa escarlata, como un manto de reina. Estaban a su lado el Senador «servente», ofrendándole bombones con reverencias del párpado caído, mariposeante; Donna Faustina y el Procurador; y en torno, sus sobrinas, el mono, los perros, los otros "
cavaliers servants
", los apócrifos abates y sus damas apócrifas (Belfegor y Asmodeo).

Los criados pasaron bandejas con refrescos y pastas de caramelo y almendras; por los ventanales abiertos al río de San Barnaba, colábase el olor de Venecia, corrupto y sutil como ella misma; y hasta que dio comienzo el espectáculo, los allá reunidos rivalizaron en gracia, en elegancia, en dimes y diretes, en retruécanos, en risas y en perseguir de moscas, sobresaliendo los abates por su original ironía. Ludovico se declaró en favor del teatro de Goldoni, y su esposa por el de Carlo Gozzi (que además era conde), cuya fantasía la fascinaba. Charlaban en el aire y para el aire, y los vestidos se explayaban como enormes glicinas y crisantemos. El nombre del Duque de York iba y venía en las conversaciones. Encontraban las mujeres que la Orden de la jarretera, que le abrazaba la pierna, bajo la rodilla, con su liga y su lema dorado, le sentaba mucho, y proponían adoptar algo así. Y los susurros hacían estremecer las llamas de los candelabros. Fue aquello un modelo de cortesía, de distinción, de dandismo. Los personajes que volaban en el techo pintado por Giovanni Crosato parecían participar de la amenidad del perfecto coloquio, en una tertulia en la que resultaba difícil diferenciar a los humanos y a los dioses. El Senador caduco, por no perder la costumbre, pellizcaba a las jovencitas y a los jovencitos, espiándolos a través del párpado, sin duda transparente, y luego tornaba a suministrar bombones a la silenciosa Donna Loredana que, si no hubiera masticado con tenacidad, hubiera dado a sus deudos la ilusión de que había muerto por fin.

Apareció primero, tras las candilejas, un moro cantor, a quien unánimemente conocían, pues no había plaza, calle ni callecita veneciana que no recorriese con su tamboril. Vestía de mujer, y los regocijó con sus estrofas picantes. Lo aplaudieron, y en el lapso que precedió al principio de la comedia, la máquina fotográfica infernal surgió en el proscenio, brincando sobre sus gambas finas, e imperceptible para todos, fuera de los demonios. Tomó numerosas instantáneas de la concurrencia, fijando cada arruga de Donna Loredana; cada rizo derramado sobre los hombros de Ludovico y del Senador; cada sonrisa fotogénica de los diablos. Sus fogonazos fugaces algo perturbaron al auditorio, que los atribuyó, empero, a un artificio más de los Rezzónico Savorgnan, pero presto los relegaron, porque ya avanzaba la policromía de Arlequín, entre un coro de ladridos y de carcajadas.

Los tres actos de la obra se desenvolvieron con el ritmo previsible, así que el público, como era habitual, le prestó escasa atención. En tanto que sobre las tablas se sucedían las frases pintorescas, las mímicas absurdas y los golpes sonoros, prolongábanse en el salón los diálogos amorosos y mundanos, con intervención de los canes y del simio y mucho crujir de pastas y caramelos entre los dientes. Declara un escritor especializado que, para cumplir su cometido, los actores debían aplicar metáforas, metonimias, sinécdoques, catacresis, metalepsis, alegorías, prótasis, aféresis, síncopas, paragogos, apócopes, antítesis, sístoles, etc., y la comparsa recurrió a cuantas astucias arbitraron la gramática y la retórica (con otras de su personal cosecha) a fin de enriquecer el asunto. Por lo demás, cada prototipo representaba siempre la misma parte, y el concurso, con sólo verlos evolucionar, sabía, sin caer en error, a qué atenerse. El Signore Pantalone (Leonardo) renqueaba y gemía, quitándose y ajustándose los anteojos; el Doctor Graziano usaba el dialecto boloñés; Arlequín el bergamasco; Scapino tocaba la guitarra; Polichinela multiplicaba las bufonerías; el Capitán Sangue e Fuoco pretendía haber guerreado en las batallas de julio César; los enamorados se repetían dulzuras; y el aparato de la comedia funcionaba como un reloj, en el que las horas sonaban a su turno, evitando cualquier imprudencia, cualquier entorpecimiento. De súbito, desde la distancia del Gran Canal o desde la proximidad del río de San Barnaba, sumábase a las réplicas un largo grito de gondolero —¡aoí!—, y era como si Venecia participase del espectáculo. Pero las señoras y sus chichisbeos estaban demasiado pendientes del alambique de su propio lenguaje, para advertir la intromisión.

Sin embargo, al promediar el acto tercero, algo aconteció que hizo enmudecer al público. Se hubiera oído, como consecuencia, volar una mosca —y se oyó no sólo a una, sino a muchas moscas, porque las verdes zumbaban doquiera—, y si un retrasado espectador hubiese entrado entonces en el Salón de Baile, hubiérase sorprendido ante la callada quietud, tan contraria a lo corriente, con que los invitados escuchaban a los actores. En efecto, los huéspedes ya no parloteaban, ni trituraban, ni pellizcaban, ni reían, ni siquiera ladraban. Clavaban los ojos en el proscenio; tendían las orejas, desacomodándose las agobiantes pelucas. Ello se debía a que en mitad de una perorata del Signore, había vibrado, nítido, el apellido Rezzónico, y resultaba tan fuera de lugar y de tono que se mentase a los magnos Rezzónico de la familia papal, en el curso de una comedia bufa, por la extraordinaria, incomparable dignidad que a los Rezzónico enorgullecía, que los concurrentes hicieron de lado toda otra preocupación, para centrar su vigilancia en el escenario.

Se estrechaba allí el nudo de la obra. El Signore Pantalone apostrofaba a Horacio, aspirante a la mano de su hija, por la pretensión de enlazar su baja estirpe con la muy alta de los Pantalone. Detrás, Isabella lloriqueaba; el Capitán Sangue e Fuoco blandía su espadón; Arlequín, Polichinela y Scapino, hacían piruetas; meneaba la cabeza el Doctor Graziano.

¿Rezzónico? ¿Rezzónico? ¿Habían oído bien? ¿No los habría engañado la distracción? Sí, habían oído bien, superlativamente bien, pues al dirigirse de nuevo al atribulado Horacio, Pantalone tornó a llamarlo Rezzónico.

Fue entonces como si una cascada, una catarata de insultos brotase de labios del Signore. Sacudía a Horacio y ultrajaba, recriminaba, zahería a los Rezzónico. El pobre mozo no acertaba a responder, y los demás intérpretes, desconcertados, permanecían inmóviles. El Sior Leonardo se había arrancado la máscara, y su fisonomía se mostró, roja, incandescente. Los demonios fueron los únicos que divisaron a Satanás, de pie, a su lado, azuzándolo y sosteniéndolo. Y el Sior Leonardo zamarreaba al joven y le enrostraba que un Rezzónico, sangre de mercaderes, de mercachifles del Lago de Como, osara encumbrar su linaje hasta las cúspides nobiliarias de Venecia.

El Procurador y la Principessa Faustina se habían incorporado, sin otorgar crédito todavía a sus órganos auditivos. Estiraban los brazos, resoplando como focas, y no acertaban a hablar. Por fin pudo modular Ludovico:


E pazzo
! ¡Está loco!


E pazzo
! —exclamaron las sobrinas monjas.

Y como, en la Serenísima República, nadie que se considerase elegante empleaba más idioma que el francés, añadieron:

—II est fou! Monsieur Leonardo est fou!

Los grandes Rezzónico trataron de avanzar hacia su mayordomo, deteriorada su majestad, pero al Sior Leonardo ya no lo detenía ninguno. La desatada cólera, que será diabólica y un pecado, pero que siempre encierra una chispa divina, se había apoderado de él, espléndida. Triunfaba, lo agigantaba, lo convertía en un semidiós, lo elevaba a la condición de los héroes mitológicos circundantes, con más títulos que los que los Rezzónico podían aducir. Dijérase que de él emanaban centellas. Emanaban en verdad, porque resplandecía. Era un ascua trémula. La ira hacía reventar sus añejos agravios. Blandía el puño hacia el escudo de la cruz y las torres, que allí arriba planeaba, ave fúnebre. Escupía, bramaba, regurgitaba. El demonio de la ira le soplaba palabras hirientes, como un apuntador. La mezquindad de los Rezzónico, falsos príncipes, advenedizos, plebeyos, aprovechadores del Papa, negociantes, aventureros, compraventeros, prestamistas, desfilaba por el tablado, transformando la comedia pueril en sátira, en diatriba, en libelo, en vejación.

El Procurador y la Principessa seguían parados, cubiertos de moscas, incapaces de poner vallas a la tormenta. Donna Loredana se echó a reír, haciendo castañetear la dentadura postiza; rieron por imitarla, el Senador, las sobrinas, los «
cavaliers servants
»; rieron asimismo los cómicos; y quienes rieron más fueron los abates y sus dos damas, que contemplaban encantados la escena desde la primera fila, como quien presencia un encuentro de box desde el
ring-side
. Pataleaban e incitaban al Sior Leonardo con palabras arameas, babilónicas, persas. Las risas se comunicaron a las mujeres hermosas, a los magistrados pudientes, a los maestros de cámara, a los alabarderos, a los criados. De una parte reverberaba y explotaba el furor, la exacerbación inmensa, y de la otra le contestaba la hilaridad. En cuanto a los perritos, contagiados del desorden, mordían porfiadamente al mono.

Por Fin, Ludovico Rezzónico logró romper las trabas incomprensibles que envaraban su locomoción. Dio dos pasos, tres pasos; enrojeció, pero no como el Sior Leonardo; de un manotazo se despojó de la peluca, exhibiendo una calva sudorosa, reluciente; quiso ascender a las tablas, para propinar al mayordomo lenguaraz su merecido; mas no contó con que éste había desenvainado la daga de madera. Vaciló el Procurador; le volvió la espalda y echó a correr, con la Principessa —a correr gravemente, buscando conservar el empaque—, mientras que los invitados y los demonios, desdeñando el juego de la cortesía y de la etiqueta, de los frufrúes, de los abanicos, de las frases que debieran acompasar los violines, se retorcían en sus asientos, más que nadie Donna Loredana, que parecía haber rejuvenecido por milagro, y reía abrazada al Senador. Los que mantuvieron la compostura fueron Apolo y los Cupidos que en el techo se asomaban, aunque las arañas iluminaron su felicidad.

Naturalmente, no bien reaccionaron los circunstantes, el Sior Leonardo fue desarmado y maniatado. Hubo que ponerle mordaza y que taparle los ojos, porque despedían fuego. Lo expulsaron como a un sacrílego, culpable de un delito de leso Pontífice. Donna Faustina y Ludovico guardaron cama, hasta que se realizó la fiesta en obsequio del Duque de York, en la que ni quisieron recordar a la Commedia dell'Arte, a despecho de los reclamos de Donna Loredana. Refieren las crónicas que esa recepción fue magnífica. Empero, hasta que partió el Duque, los Rezzónico no recuperaron una relativa tranquilidad. Lo cierto es que no la recobraron nunca. El Sior Leonardo había desaparecido, bajo la protección de Satanás, quien lo cubrió con sus alas de buitre, y por eso fue imposible enviarlo a la cárcel, a que se pudriese en la tétrica prisión de los Plomos. Los del palacio habían ordenado a su gente que estuviera alerta, por si pretendía colarse en el banquete. No lo hizo el iracundo, pero, repetimos, hasta que partió el Duque inglés, los Rezzónico no cesaron de ojear en torno; de levantar cortinajes; de espiar bajo los muebles; de observar la estructura de los escudos y de los retratos familiares, especialmente el del Papa; de contar los latidos de sus corazones, temerosos de un desaguisado, de que se presentase el fiero espectro acusador.

Por esa fecha, hacía días que los demonios volaban en el éter.

—¿Qué le pareció Venecia? —le preguntó Satanás a Lucifer.

—No me alcanzó el tiempo para visitarla, pero la considero una ciudad divertida.

Belcebú acarició a Superunda:

—Compañeros ¡qué susto se llevaron los Rezzónico! ¿piensan que les servirá de algo, que se enmendarán?

—No, en buena hora, pues eso implicaría una contrición y una redención inatacables —le respondió el de la ira—. Tampoco creo que olviden al Sior Leonardo.

—¿Y el Sior Leonardo? ¿qué ha sido de él? ¿Recayó en la mansedumbre?

—El Sior Leonardo es, para siempre, un recluta de la benéfica rabia. Le he conseguido un empleo en Mantua, en una fábrica de cohetes. Y cada vez que uno de ellos se lanza a las nubes y estalla, estalla él también, ebrio de furia y de alborozo. Ahora se llama Leonardo Mocénico-Contarini-Morosini. Lo ganó. Ganó tres padres, en lugar de uno.

11
E
l
V
iaje

A
poco de partir de Venecia, habían recuperado a los cuatro chimpancés volátiles, encargados de conducir las andas de la gruesa Belfegor, quienes abandonaran su trabajo en el Empire State Building, cansados de servir de transportes. Retornaron con las cabezas gachas y el aire sumiso. Sus traseros habían cambiado de estructura y de color pues, en vez de los naturales, mostraban la consistencia callosa, agrietada, y los tonos rojos y azules que caracterizan a las asentaderas de los mandriles. Pronto supieron los demonios, por la delegada obrera, que esa mudanza se debía a su presentación, en el Infierno y «
ad referendum Diaboli
», del proyecto de estatuto que con Superunda habían redactado, a fin de reglamentar sus funciones. Parece ser que el propio Gran Diablo, sin más instrumento persuasivo que sus pezuñas personales, había operado dicha transformación en las conmovidas nalgas simiescas.

—Han traído la respuesta de nuestro amo, tatuada y cromada en los asientos —expresó Lucifer—. El mensaje es claro. Evidentemente, el Señor del Pandemónium no está de acuerdo con el estatuto.

—Nosotros —musitó entre pucheros Superunda— no cejaremos en nuestras pretensiones. Toda reivindicación de tipo social exige insistencia y tiempo.

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