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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (12 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—¿Se fija, Excelencia? Esto sucede cotidianamente. Por mandato del dios, un águila le devora los hígados, que durante la noche tornan a crecer. Es el suplicio que le impuso Zeus.

—No demostró mucha imaginación el Padre de los Dioses… de los otros dioses —dijo Lucifer—. En nuestro infierno nos hemos ingeniado más.

—Empero, el sistema es barato, autárquico —comentó Mammón—, y como tal, recomendable.

—Convenga, Excelencia —le refutó Asmodeo—, que el martirio que yo imaginé para Paolo Malatesta y Francesca da Rimini, es superior. Recuérdelo: tres veces por día, todos los días…

—Y me parece —se atrevió a decir Belcebú— que Zeus no tuvo en cuenta la tortura a la que sometió a un águila inocente. Ella, a mi entender, padece mucho más que el ladrón Prometeo. ¿Acaso cabe algo peor que comer lo mismo el lunes, el martes, el miércoles… y así hasta la eternidad? Hígado… hígado… hígado… ¡Ay, águila sin fortuna! Siquiera lo preparasen en varias formas. Para mí, la receta preferible es la más sencilla. Se corta el hígado en tajadas; luego se lo hace saltar con aceite, sal, pimienta, perejil picado y una nada de cebolla; cuando se dora, se lo coloca en un aceitado papel, se agrega una tajada de tocino y también la salsa en la cual se lo saltó; por fin se envuelve en papel y durante media hora se pone al horno. Es lo que se llama el hígado de ternera en «papillotes». Supongo que se puede aplicar a este caso. Y ¿para qué considerar el hígado a la burguesa, que se corta como un bistec?…

—¡Vamos, Excelencia! —lo interrumpió Satanás—. Estamos perdiendo el tiempo.

Dejaron a Prometeo, que se escabullía y gemía, desnudo, entre picotazos y aletazos, y reanudaron la andanza. Al sapo de Leviatán se le habían inflamado los ojos protuberantes, de modo que de vez en vez era necesario aminorar el aéreo galope, para colocarle unas gotas de colirio. Al cabo de un rato, el Cielo comenzó a decorarse con extrañas figuras. A horcajadas sobre un tigre, pasó una dama, que llevaba un odre y, a la grupa, a un mozalbete portador de una regadera.

—Debemos hallarnos en la atmósfera de China —opinó Lucifer—. Creo reconocer a estos dos personajes de biombo, pues es mi obligación, ya que presido cuanto se vincula con el Oriente terrenal. Ella ha de ser Feng-Po-Po, la vieja señora del Viento, y él Yu-Si, el joven Señor de la Lluvia. Ambos son taoístas, y dependen del Ministerio del Trueno. Estarán preparando una tormenta.

No se equivocaba el demonio, pese a que la enormidad de seres superiores que pueblan el Paraíso y el Infierno de los budistas, taoístas y discípulos de Confucio, torna difícil acertar con sus identidades. La Vieja Señora abrió el odre, del cual escaparon unas ráfagas, el joven Señor empuñó la regadera de plata y, como si la Tierra fuese un jardín, con ademanes graciosos, volcó sobre ella los hilos de la lluvia. Luego saludaron, sonrientes, a los viajeros, y prosiguieron su gira. Había sido sólo un chubasco, pero se aclaró el celaje. Separándolo, surgió, a manera de una barca translúcida, una nube redonda, que ostentaba, en la proa, una desaliñada testa de ogro, y que sostenían los cuatro animales benévolos de la leyenda asiática: el unicornio, el dragón, la tortuga y el fénix. Encima, acomodados como si las masas de vapor fuesen almohadones, estaban ocho personajes, quienes tomaban té, prodigándose admirables cortesías. Asimismo los reconoció Lucifer, con ciertas vacilaciones, y los fue señalando a sus compañeros.

—He aquí —les dijo— una prueba de la exagerada variedad y multiplicidad de quienes habitan los cielos de los chinos. Vean, Excelencias. Si no me engaña la memoria, aquella es Tou-Sen, protectora de los enfermos de viruela; el otro es San-Sen, quien cuida de los atacados por la escarlatina; y el de más allá, Cen-Sen, socorro de los que sufren de hepatitis. Se explica que paseen juntos, por sus afinidades. Lo curioso es que compartan el rito del té con Pa-cá, destructor de las langostas y demás insectos nocivos; con Ma-Sen, que comenzó por ser el dios de los caballos y terminó siéndolo de los veterinarios; con Huo-Sen, patrono de los fabricantes de fuegos artificiales; con el General Sun-Pin, auxilio de los zapateros, pues inventó el calzado ortopédico; y con uno de los Ocho Dioses Borrachos, bienhechores de los ídem, y cuyo culto se inició bajo la dinastía T'ang, no obstante que siempre hubo aficionados a las repetidas libaciones.

Maravilláronse los demonios de los conocimientos y de la retentiva de Lucifer, sobre todo cuando les confesó que hacía varias centurias que no se ocupaba de la China, y también los pasmó que los del navío nuboso evidentemente hubiesen identificado al de la soberbia, ya que reiteraron las genuflexiones amistosas y las indicaciones de que los invitaban a tomar el té. Abordaron, en consecuencia, los del Averno, a la embarcación hospitalaria; hicieron que cabalgaduras (inclusive el Vellocino mecánico) secundasen a las cuatro bestias benignas en la tarea de acarrear el navegante pabellón, lo que originó un injerto de pintorescas cariátides; apartó Belcebú a las moscas, para evitar que cayesen bajo las garras de la insectívora Pacá; y pronto participaron del elegante cotorreo mundano y del ir y venir de las tazas, aromadas con madreselvas secas, flores de jazmín y otras delicias.

El semidiós de los veterinarios recordó los versos de Secchió, poeta Zen de la dinastía Sung, quien pinta al bebedor de té, «solo entre el Cielo y la Tierra, enfrentando a infinidad de seres», y subrayó que, sin embargo, el sabor del té gana si se lo sorbe en compañía. Asmodeo, el voluptuoso, el refinado, el experto, el escultor del «Fauno Danzante», alzó con delicadeza uno de los recipientes, descifró sus marcas, y dijo:

—De la época de Ch'ien Lung, siglo XVIII, «familia rosa». Las porcelanas más sutiles.

Y pidió a la semidiosa de los escogidos por la viruela, que le sirviese una segunda taza.

Se la tendió ésta, repitiendo el texto que se supone ser la absoluta palabra de Buda:

—Toma una taza de té, ¡oh hermano monje!

La agradeció el lascivo, asombrado de que lo llamasen de esa suerte. Así estaban, encantados, haciéndose monerías, y entre tanto la nube continuaba su excursión, trémula de gorjeos y de reverencias. Cantaban unos grillos, dentro de una caja de jade, y el señor de la hepatitis acompasaba las voces, tañendo las siete cuerdas de un
ku ch'in
. Desgraciadamente, fue el propio Asmodeo, quien se sahumaba de felicidad en esa atmósfera exquisita, el que tuvo la mala idea de retribuir el agasajo, y brindó a sus nuevos amigos algunos de sus cigarrillos excitantes, de fabricación personal. De chupada en chupada, pasaron de mano en mano, iluminando los rasgados ojos chinescos, y su efecto se hizo sentir pronto, porque el cabello rojo y la cara azul del General Sun-Pin, el de la ortopedia, acentuaron esas tonalidades hasta lograr las del púrpura y el añil intensos, y Huo-Sen, el de los fuegos artificiales, lanzó unas girándulas multicolores, que reventaron en prodigiosos cohetes. De súbito, el semidiós de los beodos, con quien Belcebú había entablado un diálogo cordialísimo, pareció experimentar el simultáneo efecto del vino que ingería sin tregua y de la droga fumada y, con lengua pastosa, se echó a decir que en el Infierno del Diablo, como en el Nirvana búdico, se debían anular las jerarquías y establecer un régimen igualitario.

Irritáronse sobremanera los monárquicos principios de Satanás y de Luzbel.

—Su Excelencia —exclamó este último, en el chino de la mandarina aristocracia— propone la República.

—Más aún —respondió el ebrio—, mucho más.

—No lo entiendo.

Entonces los restantes orientales blandieron, cada uno, en la izquierda, un librito igual, que no alcanzaron a distinguir los otros, mientras que levantaban arrogantemente el puño derecho.

—¡Revolución! —gritaban al unísono los señores de la Viruela, de la Escarlatina, de la Hepatitis, de las Langostas, de los Veterinarios, de los Fuegos de Artificio, de los Zapateros, de la Borrachera—. ¡Revolución! ¡Somos los dioses del futuro!

—¡Tradición! —replicaron los huéspedes, fuera de Belcebú, que guardaba un silencio contrito, y de Belfegor, arropado en su mansa indiferencia—. ¡Tradición! ¡Somos los demonios de siempre!

Y la «Marcha de las juventudes Demonistas» berreó, partidaria. Saltaron por los aires las tazas y las teteras de tiempos del Emperador Ch'ien Lung. Rompiéronse en añicos.

—¡Ay! ¡ay! —rogaba Mammón, el avaro, por razones económicas.

—¡Ay! ¡ay! —rogaba Asmodeo, el esteta, por razones artísticas.

Quién sabe qué hubiera sucedido; probablemente se hubieran ido a las manos, si en ese instante crucial no hubiese repiqueteado la campanilla del despertador, sacudiendo a Belfegor, que mimaba su pereza en un repliegue de la nube.

—¡Firmes! ¡Orden del Diablo! —mandó Lucifer, y se cuadraron los infernales—. El mapa indica que nos encontramos sobre la ciudad de Pekín, y el reloj avisa que corre el año 1898. ¡Adiós, señores! ¡No podemos retrasarnos más! ¡Los dejamos con su dudoso porvenir! ¡Tengan cuidado! ¡El Mundo es muy viejo y muy frágil!

Retomaron sus transportes e iniciaron el descenso. Detrás, los semidioses seguían mostrando los libritos rojos y cerrando los puños rebeldes. Bajaron con los demonios, como pétalos, los fragmentos rosas de las porcelanas dieciochescas, que Asmodeo trataba en vano de retener. Un viento irresistible los alejó de la capital, en tanto que, por todas partes, subían, tremolaban y agitaban las colas, las cometas de papeles polícromos, con formas de pájaros, de peces, de murciélagos, que los siete tenían que manotear, porque entorpecían la visión de su aterrizaje. Un conjunto de edificios cubiertos de tejas amarillas, con trazas de tiendas suntuosas, un sinfín de pagodas, de kioscos, de patios, de puentes y de jardines y un lago brillante, se extendían y ondulaban a sus pies.

—Es el Palacio de Verano de los Emperadores manchúes —informó el soberbio—. La carretera lo comunica con Pekín. Noten en ella el hormigueo de los carruajes, de los palanquines llevados por seis hombres rápidos, de los caballos con gualdrapas, de los camiones con imperiales banderas.

Sólo en ese momento, abrió la caja de laca y sacó la ficha correspondiente.

—Le toca el turno a la Envidia; a Su Excelencia, Señor Almirante Leviatán. Good luck.

6
L
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E
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C
inco años hacía a la sazón que Tzu-Hsi, la Emperatriz Viuda, residía en el Parque de la Paz y de la Armonía en la Ancianidad, o sea la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad, o, por fin, el Palacio de Verano. Desde el comienzo del reino del Emperador Kuang-Hsü, su sobrino e hijo de adopción, había actuado como regente, pero en 1888 renunció a esas funciones, al anunciarse el próximo matrimonio del soberano. Quizás pensaba la señora que, puesto que Kuang-Hsü tenía edad suficiente para casarse y dirigir un hogar, era probable que la tuviese también para gobernar a sus cuatrocientos millones de súbditos.

Se retiró, entonces, al Palacio de Verano, cuyos tejados numerosos avistaron nuestros demonios. Como ese Palacio —o, mejor dicho, esos palacios— habían sufrido mucho y alternaban la desolación con las ruinas, decidió la Emperatriz (que algunos designan con el nombre venerable de «Vieja Buda») refrescarlos, reconstruirlos, aumentarlos y enriquecerlos, de acuerdo con la condición ilustre de quien sería su moradora. Para ello, valiéndose de una plumada de su pulcra caligrafía, descontó del presupuesto del Estado la hermosa cantidad de veinticuatro millones de taels, que se destinaban a la Marina de Guerra. Al proceder así, no dio muestras de una inventiva exagerada. Múltiples y constantes son, efectivamente, los ejemplos de actitudes paralelas, por parte de quienes usufructúan el manejo de los dineros públicos, y el que no puede, como ella, todopoderosa, encauzar tal o cual partida hacia una construcción palaciega, los distrae, más modestamente, hacia la compra y realce de una quinta o de un departamento. Si la Marina de Guerra experimentó una pérdida sensible, como se comprobó luego, en cambio la Vieja Buda gozó de los halagos y comodidades que creía merecer. Lo importante, lo que prevalecía sobre la vulgaridad odiosa de los armamentos de las flotas occidentales, que aspiraba a copiar la de China, era que la Emperatriz Viuda estuviese contenta. Lo estuvo mientras, accediendo a su pasión por el ornato, se consagró a alhajar la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad, esperando, tal vez, pues se lo hacían entrever los aduladores, alcanzar a esa avanzada senectud. ¿Acaso no se consideraba ella, como el Dalai-Lama del Tibet, un «Buda Viviente», una encarnación divina?

Erraría el lector, si pensara que, al entregar las riendas a su sobrino, la Viuda se resignó a hacer abandono total de su ejercicio autoritario. Nada de eso. Fue al revés: su posición continuó siendo superior a la de Kuang-Hsü. Pero esto es arduo de aclarar, porque implica adentrarse en el laberinto de las precedencias genealógicas y dinásticas de los manchúes. Para ellos, monarcas de la China, quien pertenecía a una generación previa conservaba siempre la prioridad sobre los más jóvenes, fuesen lo que fuesen. Es extraño, pero es así. Asombrará, hasta en China, a las díscolas promociones actuales. La Emperatriz Viuda, quinta esposa del tío abuelo de Kuang-Hsü —y como tal, una de sus diversas mujeres secundarias— aventajaba en mando al Emperador, por el solo hecho de haber integrado, antes que él, a la familia reinante, y de haber sobrevivido a los distintos miembros mayores de la misma a quienes eliminó el escamoteo de la muerte. Cuesta comprenderlo. Cuesta comprender que una señora que no llevaba en las venas la sangre de los autócratas, puesto que procedía de un linaje de la Segunda Bandera manchú, mientras que los emperadores derivaban de la Primera (y hasta se llegó a murmurar que había sido una esclava), pudiese imponer su voluntad sobre la de alguien que descendía en línea recta de esos grandes príncipes, y era, además, el Hijo del Cielo. Claro que fue viuda y madre de dos emperadores —ambos asaz oscuros—, pero eso, en cualquier otro país, le hubiera asignado un mero papel decorativo, semejante al de las ancianas que dormitan bajo las diademas, en las fotografías reales de conjunto, prodigadas por los periódicos europeos. Allá Tzu-Hsi, la Vieja Buda, era el amo indiscutible y lo sería mientras viviese, cosa que ella computaba sin término. De modo que si, como dijimos, resignó sus atribuciones oficiales, éstas siguieron en pie, intactas, latentes, omnímodas, allende toda irrespetuosa controversia, susceptibles de retomarse no bien se le antojara, en tanto que, en la paz del Palacio de Verano, se entregaba al ocio frívolo, entre sus dos mil eunucos, sus damas de honor, sus músicos, sus actores y sus perros enanos, ensayando arreglos florales, cambiando de vestidos y de joyas, recibiendo visitas, pintando versos y gastando los taels de la Marina de Guerra.

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