El viaje de Mina (4 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

BOOK: El viaje de Mina
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Mazappa

El señor Mazappa se me acerca sigilosamente mientras le explico a un anciano pasajero el arte de desplegar una hamaca en tan sólo dos movimientos, me coge del brazo y me hace caminar con él.

—«De Natchez a Mobile» —me advierte—, «de Memphis a Saint Joe…».

Hace una pausa al advertir mi desconcierto.

Es siempre lo repentino de las apariciones del señor Mazappa lo que me pilla desprevenido. Cuando termino de hacer un largo en la piscina, agarra mi brazo resbaladizo y me sujeta contra el borde, acuclillado.

—Escucha, mi singular muchacho, «las mujeres te hablarán con dulzura, y te mirarán con ojos lánguidos…». Te estoy protegiendo con las cosas que sé.

Pero en mi calidad de chico de once años no me siento protegido. Me siento herido de antemano a causa de las muchas posibilidades. Todavía es peor, apocalíptico incluso, si se dirige a los tres al mismo tiempo.

—Cuando regresé a casa de mi última gira, encontré un mulo nuevo coceando en mi cuadra… ¿Entendéis lo que quiero decir?

No lo entendemos. Hasta que se nos explica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, sólo me habla a mí, como si fuera el chico
singular
a quien se puede impresionar. En ese aspecto es posible que tenga razón.

Max Mazappa se despertaba a mediodía e ingería un desayuno tardío en el bar Delilah.

—Dame un par de faraones tuertos y agua de seltz, ¿me haces el favor? —decía, masticando unas cuantas guindas de cóctel mientras esperaba a que le sirvieran. Después de desayunar se llevaba la taza de café muy cargado al piano de la sala de baile y la colocaba en el teclado sobre las notas agudas. Y allí, con los acordes del piano acompañándolo suavemente, presentaba a cualquiera que estuviera con él los importantes y complicados detalles del mundo y procedía a educarlo. Un día podía tratarse de cuándo había que llevar sombrero, u otro cualquiera de problemas de ortografía.

—El inglés es un idioma
imposible
. ¡Completamente
imposible
! Por ejemplo, la palabra «Egypt». Eso es un problema. Voy a enseñarte cómo deletrearla bien todas las veces. No tienes más que repetir la frase
«Ever Grasping Your Precious Tits
»
[3]
.

Y de hecho nunca he olvidado la frase. Incluso mientras escribo esto ahora, se produce una vacilación subliminal mientras escribo las mayúsculas en mi cabeza.

Pero la mayor parte del tiempo desenterraba sus conocimientos musicales para explicar las complejidades del compás de tres por cuatro, o recordaba alguna canción que había aprendido de labios de una atractiva soprano en alguna escalera entre bastidores. De manera que recibíamos una especie de biografía febril.
«I took a trip on a train and I thought about you
»,
[4]
murmuraba el señor Mazappa, y nosotros creíamos que le oíamos hablar de su triste corazón desperdiciado. Si bien ahora me doy cuenta de que a Max Mazappa le encantaban los detalles de estructura y de melodía, porque no todas sus estaciones del vía crucis tenían que ver con fracasos amorosos.

Era mitad siciliano, mitad alguna otra cosa, nos dijo con su acento ilocalizable. Había trabajado en Europa, había viajado brevemente por las Américas y había seguido más allá hasta que se encontró en los trópicos, viviendo sobre un bar de puerto. Nos enseñó el estribillo de «Hong Kong Blues». Tenía tantas canciones y vidas a su espalda que la verdad y la ficción se mezclaban demasiado íntimamente para que nosotros distinguiéramos una de otra. Era muy fácil engañarnos a los tres, todavía con la desnudez de la inocencia. Además, en algunas de las canciones que el señor Mazappa murmuraba sobre las teclas del piano una tarde mientras el sol del océano bañaba el suelo del salón de baile, había palabras que no conocíamos.

Bitch
(hembra).
Womb
(útero, vientre).

Hablaba con tres chicos que estaban a punto de comenzar la pubertad y sabía probablemente el efecto que causaba. Aunque también obsequiaba a su público joven con historias de mérito musical, y su artista preferido era Sidney Bechet, a quien, durante una actuación en París, se le acusó de dar una nota en falso y en respuesta desafió en duelo a quien le había acusado y, en la confusión que siguió, hirió a un peatón, fue a parar a la cárcel y acabaron deportándolo.

—«Le Grand Bechet» (lo llamaban Bash). Vosotros pasaréis muchos, muchísimos años —dijo Mazappa— sin tropezaros con una defensa tan magnífica de un principio.

Nos sorprendían, además de escandalizarnos, los enormes dramas sin límites que describían las canciones de Mazappa, junto con sus suspiros y sus confidencias. Dábamos por sentado que el declive fatal en su carrera tenía por causa algún engaño o su excesivo amor por una mujer.

Every month, the changing of the moon
,

I say, every month, the changing of the moon
,

the blood comes rushing from the bitch’s womb
.
[5]

Había un algo extraterrestre e indeleble en los versos que cantó Mazappa aquella tarde, fuera cual fuese el significado de las palabras. Sólo los oímos una vez, pero permanecieron escondidos en nosotros como una verdad diamantina de cuya ferocidad seguiríamos apartándonos en el futuro, exactamente como lo hicimos entonces. Los versos (de Jelly Roll Morton, descubriría yo más adelante) estaban blindados y eran irrebatibles. Pero no lo sabíamos entonces, demasiado avergonzados por su franqueza: las palabras del último verso, su sorprendente y terrible rima, que llegaba con tanta eficacia después del inicio repetitivo. Desaparecimos del salón de baile, al darnos cuenta de que había camareros subidos a escaleras de mano y ocupados en los preparativos de la velada danzante, enfocando luces de colores, alzando las guirnaldas de papel crepé que se entrecruzaban por el salón. También desplegaban los grandes manteles blancos para extenderlos sobre las mesas de madera. En el centro de cada una colocaban un jarrón con flores, civilizando y dando ambiente romántico a la habitación desnuda. El señor Mazappa no salió con nosotros. Se quedó ante el piano mirando las teclas, sin advertir el camuflaje que se producía a su alrededor. Comprendimos que lo que fuese a tocar aquella noche con la orquesta no sería lo que acababa de tocar para nosotros.

El nombre artístico del señor Mazappa —o su «nombre de guerra», como él lo llamaba— era Sunny Meadows. Había empezado a utilizarlo a raíz de un error de imprenta en un cartel que anunciaba su actuación en Francia. Quizás los empresarios habían querido evitar las resonancias exóticas de su apellido. En el
Oronsay
, donde sus clases de piano se anunciaban en el boletín del barco, también se le designaba como «Sunny Meadows, maestro de piano». Pero era Mazappa para los comensales de nuestra mesa, porque
sunny
(soleado) y
meadows
(prados) eran palabras que difícilmente se compaginaban con su personalidad. No había en él gran cosa de optimista ni de muy cuidado. Su pasión por la música, sin embargo, tonificaba nuestra mesa. Se pasó todo un almuerzo obsequiándonos con el duelo de «Le Grand Bechet» que había terminado más bien como una batalla campal en una madrugada parisina de 1928, con Bechet disparando en dirección a McKendrick, y la bala rozando el sombrero de su adversario para terminar incrustándose en el muslo de una francesa que se dirigía a su trabajo. El señor Mazappa lo representó todo, y utilizó el salero, el pimentero y un trozo de queso para describir la trayectoria del proyectil.

Una tarde me invitó a su camarote para oír unos discos. Bechet, me dijo Mazappa, utilizaba un clarinete del sistema Albert, que tenía un sonido más cálido y redondo. «Cálido y redondo», no se cansaba de repetir. Puso un disco de 78 revoluciones y fue susurrando junto con la música, al tiempo que señalaba los contrapuntos y su estilo.

—¿Te das cuenta? Hace que el sonido
se estremezca
.

No le entendía, pero estaba sobrecogido. Mazappa me señalaba todas las veces que Bechet hacía reaparecer la melodía «como luz de sol en el suelo de un bosque», recuerdo que dijo. Buscó dentro de una maleta que parecía encerada, sacó un cuaderno y leyó lo que Bechet le había dicho a un alumno: «Hoy te voy a dar una nota», fueron sus palabras. «Descubre de cuántas maneras eres capaz de tocarla: consigue que gruña, embadúrnala, afílala, haz con ella lo que quieras. Es como hablar.»

Luego Mazappa me contó la historia del perro.

—Subía al escenario con Bash y gruñía mientras su amo tocaba… Y
ésa
es la razón de que Bechet rompiera con Duke Ellington. Duke no permitía que Goola subiese al escenario, se colocara delante de las candilejas y eclipsara su inmaculado traje blanco.

De manera que Bechet, por causa de Goola, dejó la orquesta de Ellington y abrió The Southern Tailor Shop, una sastrería en la que se hacían arreglos y trabajos de tintorería y que era además un lugar frecuentado por músicos.

—Fue entonces cuando Bechet grabó sus mejores discos, como
Blackstick
y
Sweetie Dear
. Algún día tendrás que comprar todos esos discos.

Y luego su vida sexual.

—Bash era un hombre que repetía, que acababa a menudo con la misma mujer… Muchas, de todas clases, trataron de disciplinarlo. Pero ¿sabes?, llevaba haciendo giras desde los dieciséis años, y había conocido chicas de todos los climas e intenciones.

¡Todos los climas e intenciones!
De Natchez a Mobile…

Yo escuchaba y asentía sin entender nada, mientras el señor Mazappa estrechaba contra su corazón aquel ejemplo de una manera de vivir y de una habilidad musical como si estuvieran dentro del retrato oval de un santo.

Cubierta C

Estaba sentado en mi litera y miraba la puerta y la pared metálica. Hacía calor en el camarote a última hora de la tarde. Únicamente podía estar solo si me refugiaba allí, a aquella hora. La mayor parte de mi día estaba ocupada con Ramadhin y Cassius, y a veces con Mazappa y otros comensales de nuestra mesa. De noche me rodeaban a menudo los susurros de los jugadores de bridge. Durante algunos ratos necesitaba pensar hacia atrás. Pensando hacia atrás recordaba el consuelo de ser curioso y de estar solo. Al cabo de un rato me tumbaba y miraba al techo, que quedaba a cosa de medio metro por encima de mí. Me sentía seguro, aunque estuviera en medio del océano.

A veces, precisamente antes de que anocheciera, descubría que estaba solo en la cubierta C. Iba hasta la barandilla, que me llegaba a la altura del pecho, y veía pasar el mar al costado del barco. De tanto en tanto parecía alzarse casi hasta mi nivel, como si quisiera arrastrarme. No me movía, a pesar de la tremenda mezcla de miedo y soledad que me dominaba. Era la misma emoción que había sentido al perderme en las calles estrechas del mercado de Pettah, o al tratar de adaptarme a reglas nuevas, desconocidas, en el colegio. Cuando no llegaba a ver el océano el miedo no estaba allí, pero luego el mar se alzaba en la semioscuridad, rodeaba el buque y se enroscaba a mi alrededor. Por mucho miedo que tuviera, seguía allí, junto a la oscuridad momentánea, deseoso a medias de retroceder, y también a medias de saltar hacia ella.

Una vez, antes de abandonar Ceilán, presencié el desguace de un transatlántico en el extremo más distante del puerto de Colombo. Durante toda la tarde vi la llama azul de acetileno cortar los costados del buque. Comprendí que la nave en la que me encontraba también podía cortarse en pedazos. Un día, al ver al señor Nevil, que entendía de aquellas cosas, le tiré de la manga para preguntarle si no corríamos peligro. Me dijo que el
Oronsay
gozaba de buena salud, que sólo estaba a mitad de su ciclo vital. Se lo había utilizado como transporte de tropas durante la Segunda Guerra Mundial y, en algún sitio en una de las paredes de la cala, y pintado por un soldado, había un mural de grandes dimensiones, en rosa y blanco, que representaba a mujeres desnudas que cabalgaban sobre piezas de artillería y carros de combate. Todavía estaba allí, era un secreto, porque los oficiales del buque nunca descendían a la bodega.

—Dígame, ¿es verdad que no corremos peligro?

El señor Nevil hizo que me sentara y, en el dorso de uno de los planos que siempre llevaba consigo, me dibujó lo que dijo que era un trirreme, un buque de guerra griego.

—Era el barco más grande que navegaba por el mar. Sin embargo, tampoco existe ya. Luchó contra los enemigos de Atenas y regresó con frutos y cultivos desconocidos, nuevas ciencias, arquitectura, incluso democracia. Todo ello gracias a ese barco. No tenía ningún adorno. El trirreme era lo que era: un arma. Transportaba sólo remeros y arqueros. Pero ahora ya no existe ni siquiera un fragmento de uno de ellos. La gente todavía los busca en el cieno de los ríos, aunque no se ha encontrado ninguno. Se hacían con madera de fresno y de olmo, que era muy dura; para la quilla se utilizaba roble, y arqueaban madera de pino verde para darle la forma del casco. Las tablas se cosían con cuerdas de lino. No se utilizaba metal en el armazón. De manera que un barco se podía quemar en una playa o, si se hundía, acababa disolviéndose en el mar. Nuestro buque es más seguro.

Por algún motivo aquella descripción de un buque de guerra antiguo me sirvió de consuelo. Dejé de verme en el
Oronsay
con su decoración de la Segunda Guerra Mundial y me hallé en cambio a bordo de algo más autosuficiente, más austero. Yo era un arquero o un remero en un trirreme. Entraríamos en el mar de Omán y luego en el Mediterráneo de esa manera, con el señor Nevil como nuestro capitán.

Aquella noche me desperté de repente con el convencimiento de que pasábamos cerca de islas, y de que estaban al alcance de la mano, en la oscuridad. Las olas junto al barco hacían un ruido diferente, se tenía la sensación de un eco, como si respondieran a la tierra. Encendí la luz amarilla junto a mi cama y examiné el mapa del mundo que había dibujado a partir de un libro. Había olvidado poner los nombres. Todo lo que descubrí fue que íbamos hacia el oeste y hacia el norte, alejándonos de Colombo.

Una australiana

En la hora que precedía al amanecer, cuando nos levantábamos para deambular por lo que daba la sensación de ser un buque desierto, los salones —tan oscuros como cavernas— olían a los cigarrillos de la noche anterior, y Ramadhin, Cassius y yo habíamos convertido ya la silenciosa biblioteca en un caos de carritos en movimiento. Una mañana nos encontramos de pronto a una joven patinadora que daba vueltas velozmente por todo el perímetro de la cubierta superior, con suelo de madera. Por lo que parece, se levantaba incluso antes que nosotros. No dio la menor señal de advertir nuestra presencia mientras patinaba cada vez a mayor velocidad, con fluidas zancadas, poniendo a prueba su equilibrio. En uno de los giros, al calcular mal el salto necesario para superar unos cables, se estrelló contra la barandilla de popa y cayó al suelo. Al levantarse, miró la sangre que le brotaba de un corte en la rodilla y siguió, después de comprobar la hora en su reloj de pulsera. Supimos que se trataba de una australiana, y quedamos fascinados. Nunca habíamos sido testigos de tan notable determinación. Ninguna de las mujeres de nuestra familia se comportaba así. Más tarde la reconocimos en la piscina, su velocidad convertida en cortina de agua. No nos hubiera sorprendido verla saltar por la borda para nadar junto al
Oronsay
durante veinte minutos manteniendo su mismo ritmo.

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