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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (52 page)

BOOK: El Viajero
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Gabriel se colocó la espada para llevar la correa cruzada sobre el hombro y la vaina a la espalda. Bajó la escalera hasta el segundo piso tan silenciosamente como pudo. Empujó una de las puertas esperando cualquier tipo de ataque, pero descubrió un dormitorio vacío. Todos los muebles eran oscuros y pesados: una cómoda con encastres de latón y una cama de madera tallada. Toda la estancia tenía un aire antiguo que le recordaba las películas de los años veinte. No vio ningún reloj despertador ni televisor alguno, nada nuevo y brillante. En el primer piso escuchó el sonido de un piano procedente de abajo. La música era lenta y triste, una sencilla melodía que se repetía con ligeras variaciones.

Gabriel intentó que los peldaños no crujieran mientras bajaba el último tramo de escalera. En la planta baja, una puerta abierta conducía a un comedor donde había una larga mesa y sillas de alto respaldo. En un aparador había un frutero con frutas de cera. Cruzó el pasillo y pasó por un estudio con sillones de cuero y una solitaria lámpara de lectura. Luego, entró en el recibidor de atrás.

Vio a una mujer sentada de espaldas a la entrada tocando un piano de pared. Llevaba una larga falda negra y una blusa color lavanda con puños de encaje. Tenía los grises cabellos recogidos en la nuca. Gabriel dio un paso hacia la mujer, pero el suelo crujió, y ella miró por encima del hombro. Su rostro lo sorprendió: era pálido y cadavérico, como si la hubieran encerrado en la casa para que muriera de hambre. Sólo en los ojos había rastro de vida: brillantes e intensos, miraron fijamente a Gabriel. Parecía sorprendida pero no asustada por la repentina aparición de un desconocido en su casa.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer—. No lo había visto antes.

—Me llamo Gabriel. ¿Podría decirme el nombre de este lugar?

La falda hizo un ruido susurrante cuando ella se acercó.

—Parece usted diferente, Gabriel. Debe ser nuevo.

—Sí, supongo que sí. —Se apartó de la mujer, pero ella lo siguió—. Lamento estar en su casa.

—Oh, no debe disculparse. —Antes de que él pudiera impedirlo, la mujer lo tomó de la mano y una expresión de asombro apareció en su rostro—. Su piel está caliente —dijo—. ¿Cómo puede ser?

Gabriel intentó apartarse, pero la mujer lo retuvo con una fuerza que no se correspondía con su frágil constitución. Estremeciéndose ligeramente, se inclinó y le besó el dorso de la mano. Gabriel notó el frío contacto de los labios y enseguida un agudo dolor. Apartó la mano de golpe y vio que estaba sangrando.

Una pequeña gota de sangre, de su propia sangre, apareció en la comisura de los labios de la mujer. Ella tocó la sangre con la punta del dedo, estudió su brillante y rojo color y a continuación se llevó el dedo a la boca. Extasiada, poseída por el placer, se estremeció mientras cerraba los ojos. Gabriel salió corriendo de la estancia por el pasillo hasta la puerta principal, donde forcejeó con la cerradura hasta que consiguió salir a la calle.

Antes de que pudiera hallar un sitio donde esconderse, un negro automóvil pasó lentamente por la calle. El coche era un sedán de cuatro puertas de los años veinte, aunque en su diseño había cierta imprecisión. Parecía más una idea, una aproximación de un coche más que un automóvil de verdad construido en una factoría. El conductor era un anciano enjuto y apergaminado que miró a Gabriel al pasar.

No aparecieron más vehículos, y Gabriel deambuló por las oscuras calles. Llegó a una plaza donde había un parque con bancos, un quiosco de música y unos cuantos árboles. En la planta baja de un edificio de dos pisos había varias tiendas con sus escaparates. En las ventanas superiores se veía luz. Una docena de personas paseaba por la plaza. Todas vestían las mismas formales ropas que la mujer del piano: trajes oscuros, largas faldas, sombreros y abrigos que disimulaban sus delgados cuerpos.

Gabriel tuvo la impresión de llamar la atención con sus vaqueros y su suéter, de modo que procuró mantenerse en las sombras de los edificios. Los escaparates tenían el tipo de vidrio y marcos propios de las joyerías. Cada tienda disponía de un escaparate, y cada escaparate de un solo objeto iluminado con luces. Pasó al lado de un hombre calvo y flaco de rostro nervioso. El sujeto estaba contemplando un antiguo reloj de oro de un escaparate. Parecía abstraído, casi hipnotizado por el objeto. Dos portales más allá había un anticuario con la estatua de mármol blanco de un niño desnudo en el escaparate. Una mujer con los labios muy pintados de carmín se hallaba de pie, casi tocando el vidrio y contemplando la estatua. Cuando Gabriel pasó, ella se inclinó y besó el cristal.

Al final de la manzana había una tienda de comestibles. No se trataba de un establecimiento moderno ni espacioso, con amplios pasillos y neveras; sin embargo, todo parecía limpio y ordenado. Los clientes, llevando cestos de alambre rojo, paseaban entre las filas de mercaderías. Tras el mostrador de caja había una joven con un delantal blanco.

La chica miró atentamente a Gabriel cuando entró, y él se dirigió hasta el fondo para evitar su curiosidad. Los estantes contenían tarros y cajas que carecían de toda palabra impresa; en su lugar, mostraban coloristas ilustraciones de los productos que contenían. Unos niños y sus padres sonreían alegremente en un dibujo mientras consumían cereales o sopa de tomate.

Gabriel cogió una caja de galletas saladas. Apenas pesaba. Cogió otra, la abrió y descubrió que estaba vacía. Comprobó más cajas y algunos botes y llegó al pasillo siguiente, donde encontró a un hombrecillo arrodillado en el suelo que ordenaba la mercancía. Su almidonado delantal y su roja pajarita le conferían un aspecto pulcro y organizado. El hombre trabajaba con gran precisión, asegurándose de que todas las cajas quedaran con la ilustración a la vista.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gabriel—. Todo está vacío.

El hombrecillo se levantó y lo miró fijamente.

—Usted debe de ser nuevo por aquí.

—¿Cómo puede vender envases vacíos?

—Porque quieren lo que hay dentro. Todos lo queremos.

Fue como si el hombre se sintiera atraído por el calor corporal de Gabriel; ansioso, dio un paso adelante, pero él lo apartó. Intentando no dejarse llevar por el pánico, salió de la tienda y volvió a la plaza. El corazón le latía apresuradamente, y un gélido escalofrío de miedo lo recorrió de pies a cabeza. Sophia Briggs le había hablado de aquel lugar. Se encontraba en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos. Aquellos seres no eran más que espíritus extraviados, fragmentos de Luz que buscaban constantemente algo con que llenar su angustioso vacío. A menos que consiguiera hallar el modo de salir, se quedaría allí para siempre.

Corrió calle abajo y se sorprendió al ver una carnicería. Costillares de cordero, lomos de cerdo y chuletas de buey descansaban en bandejas metálicas en un resplandeciente escaparate. Tras el mostrador se veía a un recio carnicero de rubios cabellos y a su ayudante, un joven de unos veinte años. Un niño de unos nueve años con un delantal de hombre fregaba cuidadosamente el suelo de baldosas blancas. La comida era real. Los dos hombres y el niño parecían saludables. Gabriel puso la mano en el picaporte, vaciló y se decidió a entrar.

—Usted parece nuevo —dijo el carnicero con una sonrisa—. Conozco a casi todo el mundo de aquí y a usted no lo había visto antes.

—¿Tiene algo para comer? ¿Qué hay de esos jamones? —preguntó Gabriel señalando tres jamones ahumados que colgaban de unos ganchos encima del mostrador.

El carnicero pareció hallar la pregunta divertida, y su ayudante contuvo la risa. Sin pedir permiso, Gabriel extendió el brazo y tocó uno de los jamones. Lo notó raro. Algo no funcionaba. Lo descolgó del gancho, lo dejó caer y vio cómo el objeto de cerámica se hacía añicos contra el suelo. Todo lo que había en la tienda era falso.

Oyó un fuerte clic y se dio la vuelta. El niño había echado el cerrojo. Volviéndose de nuevo, Gabriel vio que el carnicero y su ayudante salían de detrás del mostrador. El ayudante desenvainó un cuchillo de veinte centímetros de la funda de cuero que llevaba al cinto, y el carnicero blandió el suyo. Gabriel sacó la espada, dio un paso atrás y se situó cerca de la pared. El niño dejó la fregona a un lado y sacó un cuchillo largo y estrecho, como los que se utilizan para filetear.

Sonriendo, el asistente echó el brazo hacia atrás y lanzó su cuchillo. Gabriel hizo una finta, y la hoja se clavó en la pared de madera. El carnicero se le echó encima en ese instante, blandiendo y haciendo girar el grueso cuchillo. Gabriel fingió lanzarle un golpe a la cabeza con su espada, pero en el último momento se agachó y asestó un tajo al brazo del carnicero. El fantasma sonrió y mostró la herida: carne, músculos y hueso, pero nada de sangre.

Gabriel atacó. El carnicero levantó su machete y paró el golpe. Los aceros chirriaron como fieras atrapadas. Gabriel saltó a un lado, se situó tras el carnicero y, agachado, le asestó un golpe cortando la pierna del fantasma por debajo de la rodilla. El carnicero cayó hacia delante y se golpeó contra las baldosas. Yacía sobre su estómago, gruñendo y moviendo los brazos como si estuviera nadando fuera del agua.

El ayudante corrió cuchillo en mano, y Gabriel se aprestó a defenderse. Sin embargo, el individuo se arrodilló al lado del carnicero y le clavó la hoja en la espalda, ahondando en el corte y sajando los músculos hasta la cadera. El niño se acercó rápidamente y se unió a la carnicería, cortando pedazos de carne seca y llevándoselos a la boca.

Gabriel abrió el cerrojo y salió corriendo. Cruzó la calle hasta el pequeño parque en el centro de la plaza y vio que la gente salía de los edificios. Reconoció a la mujer del piano y al dependiente de la pajarita. Los fantasmas sabían que se encontraba en su ciudad y lo estaban buscando con la esperanza de que él pudiera saciarles el apetito.

Gabriel permaneció al lado del quiosco de música, solo. ¿Debía huir de ellos? ¿Existía alguna salida por donde escapar? Oyó un motor. Se volvió y divisó unos faros que se acercaban por una calle lateral. Cuando el vehículo se aproximó, Gabriel vio que se trataba de un viejo taxi con una luz amarilla en el techo. Alguien tocaba la bocina insistentemente. Al detenerse al lado de la acera, el conductor bajó la ventanilla y sonrió. Era Michael.

—¡Vamos! —gritó.

Gabriel subió a toda prisa, y su hermano dio la vuelta a la plaza, dando bocinazos y sorteando los fantasmas. Giró por una calle y aceleró.

—Me encontraba en la azotea de ese edificio cuando miré hacia abajo y te vi en la plaza.

—¿Cómo conseguiste el taxi?

—Corría por la calle cuando apareció el taxista. Era un viejo arrugado que no dejaba de preguntarme si yo era nuevo, signifique lo que signifique eso; de modo que lo saqué de un tirón, le di un puñetazo y me largué con el coche. —Michael soltó una carcajada—. No sé dónde estamos, pero dudo que nos arresten por robar coches.

—Estamos en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos.

—Eso parece. Entré en un restaurante y había cuatro tipos sentados en los reservados, pero no se veía comida por ninguna parte, únicamente platos vacíos. —Michael giró el volante y metió el taxi en un callejón—. Deprisa —dijo—. Hemos de entrar en ese edificio antes de que nos vean.

Los dos hermanos se apearon del coche. Michael llevaba una espada con incrustaciones de oro en la empuñadura.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Gabriel.

—De unos amigos.

—Es un talismán.

—Lo sé. Es bueno tener un arma en un lugar como éste.

Los hermanos Corrigan salieron del callejón y corrieron por la acera hasta un edificio de tres plantas con la fachada de granito. La amplia puerta principal estaba hecha de un metal oscuro y estaba dividida en cuarterones donde se veían bajorrelieves que representaban frutas, cereales y otros tipos de alimentos. Michael tiró de ella y ambos entraron. Se hallaron ante un largo pasillo con un suelo de damero blanco y negro y lámparas que colgaban de cadenas de latón. Michael fue a paso vivo hasta una puerta donde se leía «Biblioteca».

—Ya hemos llegado. Es el lugar más seguro de toda la ciudad.

Gabriel siguió a su hermano hasta una gran sala de dos plantas con vidrieras en un extremo. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble llenas de libros. Había escaleras que corrían por raíles a lo largo de los estantes y una pasarela elevada que daba acceso a otra serie de estantes. En medio de la sala había sillones de cuero verde y mesas de lectura. Lámparas con pantallas de cristal azul iluminaban las mesas. A Michael, aquel lugar le sugería historia y tradición. Seguramente allí podría encontrar cualquier muestra de sabiduría.

Michael se paseó como si fuera el bibliotecario.

—Bonito, ¿verdad?

—¿Y nadie viene por aquí?

—Claro que no. ¿Para qué?

—Para leer.

—No hay la menor posibilidad de hacerlo. —Michael cogió un grueso volumen con tapas de cuero y lo lanzó a su hermano—. Mira por ti mismo.

Gabriel abrió el libro y no vio más que páginas en blanco. Lo dejó en la mesa y cogió otro de los estantes. Más páginas en blanco. Michael rió.

—Miré la Biblia y la enciclopedia. Todo en blanco. En este sitio no se puede beber, comer ni leer. Apuesto a que tampoco se puede follar ni dormir. Si esto es un sueño, no es más que una pesadilla.

—No se trata de ningún sueño. Los dos estamos aquí.

—Eso es cierto. Somos Viajeros. —Michael asintió y apoyó la mano en el brazo de su hermano—. Me tenías preocupado, Gabe. Me alegro de que estés bien.

—Nuestro padre vive.

—¿Cómo sabes eso?

—Estuve en un lugar llamado New Harmony, en el sur de Arizona. Hace ocho años, nuestro padre conoció un grupo de gente y la inspiró para que pusieran en marcha una comunidad al margen de la Red. Nuestro padre podría estar en nuestro mundo, en éste, en cualquiera.

Michael paseó entre las mesas de lectura. Recogió un libro, como si el ejemplar fuera a brindarle una respuesta, y después lo arrojó a un lado.

—De acuerdo —dijo—. Papá vive. Es un hecho interesante, pero irrelevante en definitiva. Tenemos que concentrarnos en nuestro problema de este momento.

—¿Y cuál es?

—En estos momentos, mi cuerpo yace en la camilla de un centro de investigación cercano a Nueva York. ¿Dónde estás tú, Gabe?

—En un campamento abandonado en las montañas de Malibú.

—¿Rodeado de guardias?

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