Vechio ti fussi e te da nobil forme…
Busqué en el dormitorio una lámpara para alumbrarme, me introduje en las tinieblas y cerré la puerta secreta detrás mío, confiando en que el qali caería y la taparía. Encontré
a Mafio sentado en el suelo frío y húmedo, a poca distancia de la puerta. Iba disfrazado de nuevo con su horrible traje de «mujer alta», esta vez todo verde pálido, y parecía incluso más aturdido y perturbado que el árabe. Pero por lo menos no estaba manchado ni tenía señales de sangre o de otros fluidos corporales. Era evidente que el papel interpretado por él en la orgía del filtro amoroso, suponiendo que hubiese interpretado alguno, no había sido muy activo. No pareció reconocerme, pero no ofreció resistencia cuando le cogí por el brazo, le puse en píe y empecé a conducirle a lo largo del pasadizo. Se limitó a continuar canturreando:
La virtú te fa helo anca deforme,
La virtú te fa vivo anca sepolto.
No había estado nunca en aquel pasillo secreto, pero conocía lo suficiente el palacio para tener una idea general del lugar hacia el cual nos conducían las vueltas y recodos del camino. Durante todo el trayecto Mafio continuó cantando con un murmullo de voz las excelencias de la virtud. Pasamos delante de muchas puertas cerradas en el muro, pero transcurrió mucho rato antes de que yo escogiera una y la abriera ligeramente para espiar hacia fuera.
Daba a un jardincito situado no muy lejos del ala del palacio donde nos alojábamos.
Intenté hacer callar a Mafio mientras lo sacaba fuera, pero sin resultado. Estaba viviendo en otro mundo, y no se habría enterado aunque lo hubiese arrastrado por el estanque de lotos del jardín. Sin embargo, por suerte no topamos con nadie y creo que nadie nos vio mientras recorríamos apresuradamente el camino que faltaba hasta sus habitaciones. Pero allí, tuve que entrarle por la puerta habitual, puesto que no sabía cuál era su puerta trasera, y nos encontramos con la misma criada que me había hecho pasar la noche anterior. Me sorprendió algo, pero me satisfizo mucho que no hiciera demostración alguna de sorpresa o de horror al ver a su amo y amante de un día disfrazado tan grotescamente. Puso únicamente una expresión de tristeza y de lástima mientras él canturreaba:
La virtü é un cavedál che sempre é rico,
Che no patisse mai rüzene o taño…
—Tu amo está enfermo —dije a la mujer, pues fue la única explicación que se me ocurrió, y además era bien cierta.
—Yo le cuidaré —dijo ella con tranquila compasión —. No os preocupéis.
… Che sempre cresse e no sepol robarlo,
E mai no rende el possessór mendico.
Me alegré de dejarlo en sus manos. Y ahora puedo decir que Mafio permaneció durante mucho tiempo bajo sus tiernos y solícitos cuidados, porque nunca recuperó la razón. El día había sido bastante arduo, y el anterior había sido aún peor, y entre los dos había pasado una noche en vela. Me arrastré, pues, hasta mis habitaciones para descansar y disfrutar de los cuidados de mis criadas y de la bella Huisheng, y para hacer compañía a Ali Babar, quien bebió hasta caer inconsciente de su propia desgracia. No vi nunca más a Achmad. Le acusaron, procesaron, juzgaron, condenaron y sentenciaron todo junto aquel mismo día, y lo voy a contar con idéntica rapidez. No deseo demorarme en este tema, porque resultó que a pesar de imponer mi venganza tuve que sufrir una pérdida más.
En todo el tiempo que ha pasado desde entonces no he sentido nunca el menor remordimiento por haber acabado con Achmad-az-Fenaket mediante una carta falsificada, ni por haberlo implicado en un delito que no había cometido. Los otros delitos y vicios en que había caído bastaban ya. De hecho la carta falsa podía haber fracasado fácilmente de no haber sido por la naturaleza auténticamente pervertida del árabe, que le había impulsado a tomar el filtro amoroso con Mafio. Este experimento alucinatorio había dejado huera su astuta mente, había embotado su agudo ingenio y había trabado su lengua viperina. Quizá la experiencia le había dejado menos debilitado que a mi tío, por lo menos el árabe me había reconocido brevemente después del accidente y Mafio no, Mafio no me reconoció nunca más, y quizá Achmad se habría recuperado al cabo de un tiempo, pero no dispuso de él.
Cuando le arrastraron aquel día ante el encolerizado kan y le confrontaron con la prueba realmente endeble de su «traición» no le hubiera costado mucho salir del atolladero. Le habría bastado invocar los privilegios de su cargo y pedir un aplazamiento del Cheng hasta que pudiera enviarse una embajada al ilkan Kaidu, el otro supuesto miembro del triunvirato de conspiradores. Kubilai y los jueces no hubiesen podido negarse a esperar y a oír las noticias que podía enviar Kaidu. Pero Achmad no pidió esto ni pidió nada, según los presentes. Dijeron que no estaba en absoluto preparado para defenderse, y no se dieron cuenta de que en realidad era incapaz de
hacerlo. Dijeron que el acusado se limitó a farfullar, a delirar y a retorcerse, dando la inconfundible impresión de un criminal culpable atormentado por su culpa, por la acusación y por el temor al castigo. Los jueces del Cheng reunidos en sesión allí mismo decidieron seguidamente en contra suyo y Kubilai, todavía irritado, no revocó su sentencia. Achmad fue declarado culpable de traición, y el castigo por este crimen fue la Muerte de un Millar.
Todo el asunto había estallado tan repentinamente como una tormenta de verano, pero constituyó el escándalo más serio y espectacular que pudiera recordar el cortesano más anciano. La gente no hablaba de otra cosa, y todo el mundo estaba ansioso por oír o contar cualquier mínimo detalle de las noticias o rumores que corrían, y quien tuviese alguna jugosa noticia que impartir se convertía en el centro de una multitud. La mayor celebridad recayó en el acariciador, a quien habían entregado el más ilustre sujeto de su carrera, y el maestro Ping se deleitó con esta fama. Dejó de lado su habitual y tenebroso aire de secreto y se jactó abiertamente de estar almacenando en su calabozo subterráneo provisiones para cien días. Despachó luego a todos sus ayudantes y secretarios, enviándolos de vacaciones, incluso a sus enjuagadores y recuperadores, para prestar así
a su distinguido sujeto una atención exclusiva y no compartida por nadie. Fui a visitar a Kubilai. Por aquel entonces se había calmado algo y se había resignado a la defección y pérdida de su primer ministro, y ya no me miraba como los antiguos reyes miraban a quienes les traían malas noticias. Le conté, sin entrar en innecesarios detalles, que Achmad había sido responsable del asesinato inexcusable de la inocente esposa de Ali Babar. Pedí al gran kan permiso para que Ali presenciara la ejecución del ejecutador de su esposa y lo obtuve. Como es lógico el acariciador Ping quedó
horrorizado cuando se enteró, pero no pudo revocar el permiso, y no se atrevió ni siquiera a quejarse en voz alta, para que una investigación más profunda no revelara su participación activa en el asesinato de Mar-Yanah.
O sea que en la fecha fijada fui con Ali a la caverna subterránea y le pedí que se mantuviera firme y viril mientras presenciaba la reducción a trozos de nuestro mutuo enemigo. Ali estaba pálido, pues era un hombre que no soportaba los espectáculos sangrientos, pero parecía decidido, incluso mientras me dirigía unos salaams y adioses tan solemnes que parecía como si le hubieran destinado a él mismo a la Muerte de un Millar. Luego él y el maestro Ping, que todavía murmuraba maldiciones contra aquel intruso inoportuno, pasaron por la puerta tachonada de hierro y entraron en el lugar donde Achmad estaba ya colgado esperando, y la puerta se cerró tras ellos. Salí de allí
con un único pesar: que el árabe, por lo que habían contado aún estaba entumecido y desorientado. Si era cierto lo que el mismo Achmad me había dicho, que el infierno es lo que más duele, lamenté que él no pudiera sentir el dolor tan intensamente como yo deseaba.
El acariciador había comunicado que sus caricias podían ocuparle cien días enteros, y como es lógico todo el mundo esperaba que así fuera. Es decir, que sus secretarios y ayudantes no volvieron a congregarse en su sala exterior y a esperar la salida triunfante de su amo hasta haber transcurrido todo ese intervalo de tiempo. Cuando hubieron pasado varios días más, empezaron a inquietarse, pero no se atrevieron a entrar sin permiso. Pero cuando yo envié a una de mis criadas preguntando por Ali Babar, el secretario jefe cogió ánimos y se decidió a entreabrir la puerta tachonada de hierro. El hedor que salió del interior, un hedor de osario, le obligó a retroceder mareado. No salió
nada más de la sala interior, y nadie pudo echar ni siquiera un vistazo sin desmayarse. Tuvieron que llamar al ingeniero de palacio y pedirle que dirigiera sus brisas artificiales a través de los túneles subterráneos. Cuando el aire de las salas volvió a ser un poco respirable, el secretario jefe del acariciador se aventuró a entrar, y salió luego aturdido
para informar de lo que había visto.
Había tres cuerpos muertos, o los constituyentes y restos de tres cuerpos. El del ex valí
Achmad estaba hecho jirones, y era evidente que había sufrido por lo menos una Muerte de Novecientos Noventa y Nueve. Por lo que pude deducir, Ali Babar había presenciado el entero proceso de disolución, y luego había agarrado y atado al acariciador, pasando a reproducir en su sacrosanta e inviolable persona todo el proceso de las caricias. Sin embargo, el secretario jefe explicó que no había superado una Muerte de Quizá Cien o Doscientos. Se supone que Ali había enfermado por efecto de las miasmas de la descomposición de Achmad y por la acumulación de sangre, carnada y excrementos y no había podido llegar hasta el final. Había dejado al maestro Ping parcialmente despedazado y colgando para que muriera tranquilamente, había cogido uno de los cuchillos más largos y se lo había hundido en el pecho.
Es decir, que Ali Babar, Narices, Sindbad, Ali-ad-Din, de quien me había burlado todo el tiempo que le había conocido, llamándole cobarde y fanfarrón, al final de todo había seguido el único impulso loable de su vida, su amor por Mar-Yanah, y había llevado a cabo algo eminentemente valiente y apreciable. Se había vengado de las dos personas que la mataron, el instigador y el autor material y luego había tomado su propia vida, para que no se pudiera acusar del hecho a nadie más (en este caso a mí). La población de palacio, la ciudad de Kanbalik, y probablemente todo Kitai, por no decir todo el Imperio mongol estaba todavía vibrando y estremeciéndose con el escándalo de la abrupta caída de Achmad. El nuevo escándalo acaecido en los subterráneos proporcionó más alimento a las habladurías y sirvió para que Kubilai me considerara de nuevo con severa exasperación. Pero esta última noticia contenía una revelación tan macabra, casi tan ridícula, que incluso divirtió al gran kan y le distrajo de toda posible inclinación a las represalias. Resultó que cuando los ayudantes del acariciador recogieron y recompusieron su cadáver para enterrarlo decentemente descubrieron que aquel hombre tuvo toda su vida Pies de loto, pies atados desde su infancia, vendados y deformados hasta convertirse en auténticos puntos delicados, como los de una noble han. El estado de ánimo que esto despertó, incluso en Kubilai, fue menos de irritación: « ¿Quién ha de pagar ahora por este atropello?», que de especulación y casi de risa, pues la gente se preguntaba: « ¿Qué terrible tipo de madre debió de ser la del maestro Ping?»
Debo decir que mi propio estado de ánimo era menos frívolo. Había impuesto mi venganza, pero a costa de un viejo compañero, y me sentía muy melancólico. Esta depresión no se aliviaba cuando iba a las habitaciones de Mafio, como hacía casi cada día, para visitar lo que había quedado de él. Su devota criada lo tenía limpio y bien vestido (con ropa correcta de hombre) y le recortaba la barba gris, que había vuelto a crecer. Parecía estar bien alimentado y de bastante buena salud, y hubiera podido confundirse con el cordial y jactancioso tío Mafio de antes, pero sus ojos estaban más vacíos y cantaba de nuevo con un sonsonete su letanía a la virtud: La virtü é un cavedál che sempre é rico,
Che no patisse mai rüzene o tarlo…
Le estaba contemplando taciturnamente y desde luego muy desmoralizado cuando llegó
de forma inesperada otro visitante, que había regresado finalmente de su última expedición comercial alrededor del país. Ni siquiera cuando él había llegado por primera vez a Venecia, siendo yo chico, me había dado tanta alegría ver a mi suave, amable, aburrido, benigno, soso y anciano padre.
Nos precipitamos el uno en brazos del otro, nos dimos el abrazzo veneciano y nos
quedamos en pie mientras él contemplaba tristemente a su hermano. Durante su viaje, por el camino, se había ido enterando grosso modo de todos los acontecimientos que se desarrollaban lejos de él: el fin de la guerra de Yunnan, mi retorno a la corte, la rendición de los Song, la muerte de Achmad y del maestro Ping, el suicidio de su antiguo esclavo Narices, la infortunada indisposición del ferenghi Polo, su hermano. Le conté ahora los pormenores de lo sucedido que sólo yo podía conocer, omitiendo únicamente los detalles más viles. Cuando hube terminado miró de nuevo a Mafio, movió la cabeza negativamente pero con cariño, con pena, con dolor, y murmuró:
—Tato, tato… —la manera cariñosa y diminutiva de decir «Hermano, hermano.»
—..Belo anca deforme —cantó en voz baja Mafio, como si respondiera —. Vivo anca sepolto…
Nicoló Polo movió de nuevo tristemente la cabeza. Pero cuando se volvió hacia mí y puso su mano sobre mis cansados hombros, con un ademán de camarada, agradecí quizá
por primera vez que recurriera a uno de sus proverbios para darme ánimos:
—Ah, Marco, sto mondo xe fato tondo.
Lo cual viene a decir que pase lo que pase, bueno o malo, motivo de alegría o de tristeza, «el mundo continuará siendo redondo».
La tempestad del escándalo fue amainando gradualmente. La corte de Kanbalik, como un navío escorado peligrosamente, se fue enderezando poco a poco y estabilizó su rumbo. Tengo entendido que Kubilai no intentó nunca pasar cuentas con su primo Kaidu por su supuesta intervención en los recientes atropellos. Kaidu quedaba muy lejos, en occidente, y se había disipado ya el peligro de su posible participación. Es decir, que el gran kan se contentó con dejar las cosas en su lugar, y dedicó sus energías a limpiar la porquería acumulada en su propio umbral. Empezó prudentemente dividiendo los tres cargos distintos del difunto Achmad entre tres hombres diferentes. A la responsabilidad de su hijo Chingkim como wang de la ciudad añadió la de actuar de vicerregente en las ausencias del gran kan. Promovió a mi antiguo compañero de guerra Bayan al rango de primer ministro, pero éste prefería quedarse en el campo como orlok en activo y en definitiva este cargo acabó gravitando sobre el príncipe Chingkim. Kubilai quizá hubiera deseado que otro árabe reemplazara a Achmad como ministro de Finanzas, o que lo hiciera un persa o un turco o un bizantino, porque tenía en muy buena opinión las capacidades financieras de los musulmanes, y porque este Ministerio había estado controlado por el onaq musulmán de mercaderes y comerciantes. Sin embargo, la liquidación de los bienes del difunto Achmad produjo otra revelación que amargó para siempre las relaciones del gran kan con los musulmanes. Regía la norma en Kitai, como en Venecia y en todas partes, que el Estado confiscara los bienes de los traidores. Se descubrió así que los bienes del árabe consistían en grandes riquezas de las que se había apropiado fraudulentamente, con desfalcos o abusos de poder, durante su carrera oficial. (Otros bienes suyos, como su colección de pinturas, no salieron nunca a la luz.)