Cuando se hubieron ido saqué el papel que Huisheng me había dado: la escritura formal de posesión de ella, entregada por Kubilai. Este era el regalo que yo quería hacerle: a saber, ella misma. Firmaría el papel y se lo entregaría, manumitiéndola así y dándole la posición de mujer libre, no perteneciente a nadie, no sometida a nadie. Tenía varios motivos para hacerlo y para hacerlo inmediatamente. En primer lugar si existía una gran probabilidad de que el árabe me condenara pronto a la caverna del acariciador o a la celda de una Casa del Engaño, tendría que huir o abrirme paso luchando, o que caer en la lucha, y no quería que Huisheng estuviera implicada de ningún modo conmigo. Pero si conseguía vivir y conservar mi libertad y mi posición de cortesano, confiaba en tomar posesión finalmente de Huisheng mediante una relación diferente a la de amo-esclavo. Si así tenía que ser, que fuera entregándose a sí misma, y sólo podría entregarse si disponía de plena libertad para hacerlo.
Saqué de mi dormitorio el equipaje que había llevado conmigo y lo extendí por el suelo buscando el pequeño sello yin de piedra de color sangre de pollito para depositar mi firma sobre el papel. Cuando lo encontré, hallé también la credencial de papel amarillo y la gran placa paizi que Kubilai me había entregado para mi misión de Yunnan. Pensé
que probablemente debería devolverle aquellos objetos. Y esto me recordó otra cosa que había traído para él: el papel con los nombres de los ingenieros de Bayan que habían colocado las balas de bronce y a quienes había prometido recomendar nominalmente al gran kan. También encontré este papel, y éste a su vez me hizo recordar muchos otros momentos memorables de mis anteriores viajes.
Era muy posible que no tuviera otra oportunidad de repasar mi pasado, porque quizá no
podía esperar un futuro para mí. Me puse a rebuscar entre mis antiguos equipajes y alforjas de otros viajes y saqué los objetos y los contemplé con cariño. Había entregado a mi padre todas mis notas y mapas parciales para que los preservara, pero me quedaban unas cuantas cosas más, que se remontaban al kamal de madera con su cordel que me había entregado un hombre llamado Arpad en Suvediye para calcular mis desplazamientos hacia el norte y hacia el sur… y una espada simsir, bastante oxidada ya, que había sacado del almacén de un viejo llamado Belleza de la Luna de la Fe, y… Se oyó otro golpecito en la puerta, y en esta ocasión era Mafio. No me alegró mucho verle, pero al menos iba vestido de hombre, o sea que le hice entrar. Habló con su ruda voz de siempre como si el cambio de ropa hubiera restaurado parte de su hombría, e incluso pareció haberse envalentonado lo suficiente para fanfarronear. Después de dirigirme un rápido «Bondi», empezó una atenga:
—Me he pasado toda la noche en vela, neodo Marco, pensando en nuestra situación, en nuestras varias situaciones, y he venido directamente aquí sin tiempo siquiera para tomar mi desayuno, pues quiero comunicarte que…
—¡No! —le interrumpí secamente —. Ha pasado con creces la época de llamarme sobrinito, y no vas a comunicarme nada. También yo he pasado toda la noche en vela pensando en lo que podía hacer, aunque todavía no he decidido exactamente qué camino seguir. Por lo tanto, si tienes alguna idea nueva, estoy dispuesto a oírla. Pero no aceptaré
que me comuniques instrucciones ni ultimátums.
Él se puso inmediatamente a suplicar:
—Adasio, adasio.
Levantó las manos para aplacarme y bajó los hombros como si le estuvieran azotando. Casi me supo mal que mi fuerte réplica consiguiera acobardarle tan rápidamente, y continué con menos dureza:
—Si todavía no has desayunado aquí tienes un puchero de cha caliente.
—Gracias —dijo con docilidad. Se sentó, se sirvió una taza y tomó de nuevo la palabra —: He venido, únicamente, Marco, para decirte, bueno, para sugerirte, que no emprendas ninguna acción drástica hasta que yo pueda hablar de nuevo con el valí Achmad. En realidad yo no tenía ningún plan, ni drástico ni de otro tipo, o sea que me encogí de hombros y me senté de nuevo en el suelo para ponerme a inspeccionar de nuevo mis recuerdos. Él continuó diciendo:
—Como intenté explicarte anoche, he pedido ya a Achmad que acepte una tregua entre vosotros dos. Desde luego, no voy a excusar ninguna de las atrocidades que ha cometido. Pero, tal como le comenté, al cometer estos actos te ha dejado sin testigos, y por lo tanto no ha de temer que te pongas a calumniarle públicamente. Además, como también le dije, ya te ha castigado lo suficiente por haberle irritado de entrada. —Mafio tomó un sorbo de cha y luego se inclinó hacia adelante para ver lo que yo hacía —. Cazza beta! Las reliquias de nuestros viajes. Había olvidado algunas de estas cosas. El kamal de Arpad. Y allí una jarra con el ungüento de mumum para afeitar. Y aquel frasco ¿no es un recuerdo del hakim charlatán, Mimdad? Y un paquete de cartas del juego zhipai. Ola, Marco, tú y yo y Nico fuimos en otro tiempo un trío despreocupado de viajeros, ¿no es cierto? —Se recostó de nuevo en su asiento —. Así, pues, mi argumento es éste. Si Achmad no tiene ya motivos para continuar su campaña contra ti, y si tú estás sin armas contra él, una declaración de tregua entre los dos podría…
—Significar que nada se opone a tu cómoda aventura con tu señorial amante —repliqué
con desprecio —. Dolce far niente. Esto es lo único que te preocupa.
—No es cierto. Y en caso de necesidad estoy dispuesto a demostrar mi interés por… por todos los afectados. Pero aunque deplores este resultado secundario, hay muchas razones más en favor de una tregua. Nadie sale perjudicado y todos se benefician.
—No veo que beneficie mucho a Mar-Yanah, ni a Buyantu ni a doña Zhao, las tres asesinadas. Achmad las mató, y ninguna de las tres le había hecho nada ni le había perjudicado, y Mar-Yanah era amiga mía.
—¿Beneficiaría algo a los muertos? —gritó —. ¡No puedes hacer nada por devolverles la vida!
—Yo estoy vivo todavía, y debo vivir con mi conciencia. Acabas de recordar los tiempos en que éramos tres viajeros despreocupados, olvidando que durante la mayor parte de nuestros viajes fuimos cuatro. Narices formaba parte de nuestro grupo. Y más tarde, con el nombre de Ali Babar, fue el marido devoto de Mar-Yanah, y la ha perdido por culpa mía. Quizá tu conciencia sea infinitamente flexible, pero yo no podré mirar más a la cara a Ali hasta que vengue a Mar-Yanah.
—Pero ¿cómo? Achmad es demasiado poderoso…
—No es más que un ser humano. También él puede morir. Te digo sinceramente que no sé cómo lo haré, pero te juro que mataré al valí Achmad-az-Fenaket.
—Morirás si lo haces.
—Entonces también yo moriré.
—¿Y qué pasará conmigo? ¿Y con Nicoló? ¿Y con la Compagnia…?
—Si quieres hablarme de nuevo de los negocios… —empecé a decir, pero me ahogué al hablar.
—Por favor, Marco. Haz sólo lo que acabo de decirte. No te comprometas precipitadamente a nada hasta que yo haya hablado de nuevo con Achmad. Iré en seguida a discutir con él. Quizá ofrezca un paliativo a tu ira. Algo que tú estarías dispuesto a aceptar. Una nueva esposa para Ali, quizá.
—Gésu —dije, con el asco más profundo que hubiera sentido hasta entonces —. Vete, gusano. Ve a arrastrarte ante él. Ve a hacer con él todo lo sórdido que soléis hacer. Hazle delirar de amor para que te prometa cualquier cosa…
—Sí, esto está a mi alcance —dijo ansiosamente —. Crees que haces una broma cruel al proponerlo, pero esto está a mi alcance.
—Disfruta, pues, y hazlo, porque probablemente será la última vez. Achmad morirá en mis manos, y tan pronto como pueda.
—Creo que lo dices en serio.
—Sí. ¿Cómo explicártelo para que lo entiendas? No me importa lo que me cueste, ni lo que te cueste a ti o a la Compagnia o al kanato o al mismo kan Kubilai. Sólo procuraré
proteger de las repercusiones de mi acto a mi inocente padre, es decir, que debo hacerlo antes de que vuelva. Y lo haré. Achmad morirá, y por obra mía. Al final debió de convencerse porque sólo preguntó apagadamente:
—¿No puedo decir nada para disuadirte? ¿No puedo hacer nada?
De nuevo me encogí de hombros.
—Si vas a verlo ahora, podrías matarlo tú mismo.
—Yo le amo.
—Mátalo con amor.
—Creo que ahora sin él ya no podría vivir.
—Entonces muere con él. ¿Debo decírtelo claramente, a ti que fuiste mi tío, mi compañero, mi aliado fiel? Entonces te lo digo: ¡el amigo de mi enemigo es también mi enemigo!
Ni siquiera le vi salir de la habitación, porque Huisheng y las dos doncellas llegaron en aquel momento y estuve un ratito ocupado mostrándoles el lugar donde podían guardar su pequeño surtido de trajes y pertenencias. Luego, durante otro momento conseguí
olvidarme por completo del maligno Achmad y de mi tristemente degradado tío Mafio y de todas las preocupaciones que pesaban sobre mí y de todos los peligros que me
acechaban fuera de aquel lugar y de aquel momento, y lo conseguí porque estuve felizmente ocupado entregando a Huisheng la escritura de su libertad. Le indiqué que se sentara en una mesa sobre la cual estaban los pinceles, el apoyo para el brazo y el bloque de tinta que los han utilizan para escribir. Desplegué el papelito y lo puse delante de ella. Humedecí el bloque para hacer tinta y deposité un poco sobre la superficie grabada de mi yin, luego lo apreté firmemente sobre un espacio blanco del papel y le enseñé la marca. Ella la miró y luego me miró a mí mientras sus deliciosos ojos intentaban entender el sentido de estas acciones. Yo la señalé a ella, a la marca del papel, a mí mismo y luego hice el gesto de despedir, el papel ya no me pertenece, tú ya no me perteneces y empujé el papel hacia ella.
Una gran luz se encendió en su rostro. Imitó mis gestos de despedida, me miró
interrogativamente y yo asentí con fuerza. Ella cogió el papel mientras me miraba e hizo el gesto de romperlo, pero sin completar la acción, y yo asentí con mayor fuerza todavía, para convencerla: «Tienes razón, el título de propiedad de la esclava deja de existir, eres una mujer libre.» Sus ojos se llenaron de lágrimas, se levantó, soltó el papel, lo dejó caer revoloteando al suelo, y me dirigió una última mirada interrogativa: « ¿No hay error posible?» Yo hice un gesto amplio y decisivo indicando: «El mundo es tuyo, eres libre de marcharte.» Siguió luego un instante petrificado, durante el cual contuve la respiración mientras los dos permanecíamos de pie sin hacer otra cosa que mirarnos, y este instante pareció interminable. Ella no tenía más que recoger sus cosas y despedirse; yo no podía detenerla. Pero luego aquel instante petrificado se fracturó. Hizo dos gestos que yo pude entender, o esto imaginé: tender una mano hacia su corazón, la otra hacia sus labios y luego extenderlas hacia mí. Yo sonreí inciertamente y luego solté una carcajada de felicidad, porque ella lanzó contra mí su pequeño cuerpo y nos abrazamos como habíamos hecho la noche anterior, no de forma apasionada ni amorosa, sino alegremente.
Di las gracias silenciosamente al kan Kubilai y le bendecí por haberme entregado aquel sello yin. Acababa de utilizarlo por primera vez, y con aquel acto conseguía poner en mis brazos a una encantadora muchacha. Era realmente increíble, pensé, el poder de una simple impresión de una simple piedra grabada sobre un trozo de papel… Y luego, de repente, solté a Huisheng, me separé de ella y me tiré al suelo. Mientras caía pude ver con el rabillo del ojo la expresión sorprendida de su carita, pero no tenía tiempo para dar explicaciones ni pedir disculpas por mi rudeza. Una idea se había apoderado de mí, una idea terrible, y quizá lunática, pero que me cautivaba enormemente. Pudo haber sido el contacto refrescante con Huisheng lo que había estimulado mi mente al respecto. En caso afirmativo se lo agradecería después. En aquel momento tumbado en el suelo ignoré el gran asombro que probablemente sentía ella y empecé a remover ansiosamente el montón desordenado de objetos que había sacado de mis bultos. Encontré la placa paizi que había decidido devolver a Kubilai y la lista con los nombres de los ingenieros que deseaba entregarle y… ¡sí!, ¡allí estaba! El sello yin grabado con el nombre de Bao Neihe, que había tomado del ministro de Razas Menores poco antes de su ejecución y que había guardado desde entonces. Lo recogí, lo miré
alegremente, me puse en pie con el objeto en la mano y creo que canté una estrofa de alguna canción y que bailé unos cuantos compases. Me detuve cuando vi que Huisheng y mis dos nuevas criadas me estaban mirando con sorpresa e incertidumbre. Una de las doncellas señaló hacia la puerta y dijo indecisa:
—Amo Marco, un visitante pide veros.
Me calmé inmediatamente porque era Ali Babar. Me avergonzó que me hubiese visto haciendo cabriolas, como si yo tuviera el corazón alegre mientras él vivía triste y afligido. Pero podía haber sido peor; me habría sentido más culpable si hubiese entrado
mientras abrazaba a Huisheng. Avancé hacia él, le apreté la mano y lo acerqué hacia mí
murmurando palabras de saludo, de condolencia y de amistad. Su aspecto era terrible. Tenía los ojos enrojecidos de llorar, su gran nariz parecía hundirse más que de costumbre y se retorcía continuamente las manos, sin lograr que dejaran de temblar.
—¡Marco! —dijo con voz trémula —. Acabo de ver al maestro de funerales de la Corte, para contemplar por última vez a mi querida Mar-Yanah. Pero según él entre las personas fallecidas que guarda no hay ninguna con este nombre. Tenía que haberlo previsto, y haber impedido que fuera allí, y haberle ahorrado el desconcierto de tal anuncio. Yo sabía que los criminales ejecutados no iban a parar al maestro de funerales; el mismo acariciador los despachaba, sin sacramentos ni ceremonias. Pero no hablé de esto y sólo dije para calmarle:
—Sin duda se debe a la confusión causada por el regreso de la corte desde Shangdu.
—Confusión —murmuró Ali —. Mi confusión es grande.
—Déjalo todo en mis manos, viejo amigo. Yo lo arreglaré. Estaba a punto de hacerlo. Voy a emprender varias gestiones sobre este asunto.
—Un momento, Marco. Dijisteis que me lo contaríais todo… el cómo, el porqué de su muerte…
—Lo haré, Ali. Tan pronto como vuelva de este recado. Es urgente, pero no tardaré
mucho. Descansa aquí y deja que estas damas te atiendan. —Y dije a las doncellas —: Preparadle un baño caliente. Frotadle con bálsamos. Traedle comida y bebida. Todo tipo de bebida y sin límite de cantidad. —Iba a salir, pero entonces recordé algo más y ordené