—Lee, lee —dijo con indulgencia.
Lo hice mientras él dejaba distraídamente a un lado la placa y la carta que me había entregado para el viaje y abría distraídamente el papel que el maestro Zhao había contrahecho y le echaba un vistazo. Cuando vio que estaba escrito en han lo pasó
despreocupadamente a la Lengua de muchas lenguas y continuó escuchándome. Yo intentaba dificultosamente entender mi lista de garabatos poco leíbles, y recitaba en voz alta:
—Un hombre llamado Gegen, de la tribu Kurai… un hombre llamado Jassak, de la tribu Merkit… un hombre llamado Berdibeg, también de los Merkit… —cuando de repente la Lengua se puso en pie de un salto y a pesar de su dominio de tantos lenguajes profirió
un grito que era totalmente inarticulado.
—Vaj! —exclamó el gran kan —. ¿Qué mal os ha atacado?
—¡Excelencia! —gritó la Lengua excitado y asombrado —. ¡Este papel… contiene un asunto de la máxima importancia! ¡Debe pasar por delante de todo! Este papel… que ha traído este hombre.
—¿Marco? —Kubilai se volvió hacia mí —. ¿Dijiste que lo tenía el ex ministro Bao? —Cuando repetí que así era, él se volvió de nuevo hacia la Lengua —: ¿Y bien?
—Quizá, excelencia, prefiráis… —dijo la Lengua mirándome significativamente a mí, a los demás jueces y a los guardias —. Quizá Prefiráis despejar la sala antes de divulgar su contenido.
—Divulgadlo —gruñó el kan —, y luego decidiré si hay que despejar la sala.
—Como ordenéis, excelencia. Bueno, si así lo queréis puedo haceros una traducción al pie de la letra. Pero baste decir por ahora que se trata de una carta firmada con el yin de Bao Neihe. Insinúa, o implica, o no, revela francamente una traidora conspiración entre vuestro primo el ilkan Kaidu y… y uno de vuestros ministros de más confianza.
—¿De veras? —dijo Kubilai gélidamente —. Entonces creo que lo mejor es que nadie salga de esta sala. Continuad, Lengua.
—En resumen, excelencia, parece ser que el ministro Bao, que según todos sabemos ahora era un impostor yi, confiaba en evitar la total devastación de su provincia nativa, Yunnan. Parece ser que Bao había persuadido al ilkan Kaidu, o quizá le había sobornado, porque se habla de dinero, para que marchara hacia el sur y lanzara sus tropas contra vuestra retaguardia que estaba entonces invadiendo Yunnan. Esto habría sido un acto de rebelión y de guerra civil, y se esperaba que vos mismo partiríais en campaña. En ausencia vuestra y aprovechando la confusión, el… el vicerregente Achmad se proclamaría a sí mismo gran kan…
Todos los jueces del Cheng allí reunidos gritaron «Vaj» y «¡Qué vergüenza!» y «Aiya!»
y otras expresiones de horror.
—… después de lo cual —continuó la Lengua —, Yunnan proclamaría su rendición y su fidelidad al nuevo gran kan Achmad, a cambio de una paz fácil. Al parecer se acordó
también que los yi se unirían a Kaidu y atacarían a los Song, para ayudarlo a conquistar este imperio. Y una vez esto conseguido, Achmad y Kaidu se dividirían entre sí el kanato y lo gobernarían.
Hubo más exclamaciones de «Vaj!» y «Aiya!». Kubilai no había hecho aún ningún comentario, pero su rostro era como un buran, la negra tormenta de arena que se levanta sobre el desierto. Mientras la Lengua esperaba alguna orden, los ministros empezaron a pasarse la carta.
—¿Es ésta la letra de Bao? —preguntó uno.
—Sí —dijo otro —. Siempre utilizaba la escritura de hierba, no los caracteres formales y rectos.
—Mirad aquí ¿no veis? —intervino otro —. Para escribir dinero, utilizó el carácter de la concha de kaurí, que es la moneda que utilizan los yi.
Otro preguntó:
—¿Y la firma?
—Parece auténtica suya.
—¡Que venga el maestro de Yins!
—Nadie debe abandonar esta sala.
Pero Kubilai oyó la propuesta y asintió, y un guardia salió corriendo. Mientras tanto, los ministros discutían y protestaban con un ruido confuso de voces, y oí a uno que decía solemnemente:
—Es tan terrible que no puede creerse.
—Hay un precedente —dijo otro —. Recordad que hace unos años el kanato adquirió la tierra de Capadocia con una treta semejante. Un primer ministro, de los turcos selyúcidas, también de confianza, pidió la ayuda encubierta de nuestro ilkan Abagha de Persia para que le ayudara a derribar al legítimo rey Kilij. Y cuando hubo llevado a cabo su traición, el advenedizo alió Capadocia con nuestro kanato.
—Sí —observó otro —. Pero por suerte las circunstancias eran diferentes. Abagha conspiró
no para su propio engrandecimiento sino en bien del gran kan Kubilai y de todo el kanato.
—Aquí llega el maestro de Yins.
El viejo maestro Yiu llegó trabajosamente hasta el Cheng empujado por el guardia. Le enseñaron el papel y después de echarle un breve vistazo con los ojos entornados dictaminó:
—No puedo confundir mi propia obra, señores. Éste es indudablemente el yin que grabé
para el ministro de Razas Menores, Bao Neihe.
—¡Lo veis! ¡Era cierto! ¡Ya no cabe duda alguna! —se oyó a diversas voces, y todos dirigieron la vista a Kubilai.
El gran kan inhaló un gran soplo de aire, suspiró echándolo lentamente fuera, y luego
dijo con una voz de condena:
—¡Guardias! —Éstos se pusieron rígidos y firmes, y golpearon al unísono el suelo con sus lanzas —. Id a solicitar la presencia en esta sala del primer ministro Achmad-az-Fenaket. Ellos golpearon de nuevo el suelo con sus lanzas, dieron media vuelta para salir, pero Kubilai los detuvo un instante y se volvió hacia mí.
—Marco Polo, parece que de nuevo has prestado un servicio a nuestro kanato, aunque ahora inadvertidamente. —Las palabras eran bastante laudatorias, pero a juzgar por la expresión de su rostro parecía como si yo hubiese introducido en la sala arrastrándolo en mis botas alguna porquería de perro —. Podrías encargarte tú mismo de llevarlo a su conclusión. Ve con los guardias y comunica al primer ministro mi orden formal:
«Levántate y ven, hombre muerto, porque Kubilai, el kan de todos los kanes, quiere oír tus últimas palabras.»
Salí, pues, como se me ordenaba. Pero el gran kan no me había ordenado que volviera al Cheng en compañía del árabe y resultó que no volví. Yo y mi grupo de guardias llegamos a las habitaciones de Achmad y encontramos las puertas exteriores sin guardia y abiertas de par en par. Entramos y encontramos reunidos a los centinelas y a todos los criados en actitud de escuchar con ansia y de retorcerse indecisamente las manos delante de la puerta cerrada del dormitorio. Los criados cuando nos vieron llegar nos saludaron con un clamor y dieron gracias a Tengri y alabaron a Alá por nuestra aparición, y necesitamos un rato para que se calmaran y nos explicaran de modo coherente lo que estaba sucediendo.
Nos contaron que el valí Achmad había permanecido todo el día en su dormitorio. Esto no era nada raro, dijeron, porque a menudo se llevaba consigo trabajo para la noche y después de despertarse y de desayunar despachaba asuntos confortablemente acostado. Pero aquel día habían empezado a oírse desde el interior del dormitorio unos ruidos extraordinarios, y una doncella después de unos momentos de comprensible vacilación había llamado a la puerta preguntando si todo iba bien. Le había contestado una voz que sin duda era la del valí, pero que con un tono anormalmente alto y nervioso ordenó:
«Dejadme tranquilo.» Luego los sonidos inexplicables habían continuado: risitas que se convertían en carcajadas desenfrenadas, chillidos y gemidos que aumentaban pasando a quejidos y llantos, carcajadas de nuevo, y así sucesivamente. Los oyentes, que eran ya toda la servidumbre de Achmad pegada a la puerta, no podían decidir si los ruidos expresaban placer o dolor. A medida que pasaban las horas habían llamado con frecuencia a su amo y habían golpeado la puerta e intentado abrir y mirar dentro. Pero la puerta estaba bien cerrada, y ellos estaban ya debatiendo la conveniencia de forzarla cuando por fortuna habíamos llegado nosotros y les habíamos ahorrado la decisión.
—Escuchad vosotros mismos —nos dijeron, y yo y el cabo de la guardia apretamos el oído contra los paneles.
Al cabo de un rato, el cabo me dijo extrañado:
—Nunca había oído nada semejante.
Yo sí, pero de esto hacía mucho tiempo. En el anderun del palacio de Bagdad, había espiado a través de un agujero a una joven residenta seducir a un feo y peludo mono simiazza. Los sonidos que ahora oía a través de esta puerta se parecían mucho a los sonidos que había oído entonces: las palabras de amor y de ánimo que murmuraba la chica, el galimatías de perplejidad que emitía el mono, sus gruñidos y gemidos de consumación, mezclados con pequeños hipidos y chillidos de dolor, porque el mono mientras la satisfacía torpemente también infligía torpemente muchos pequeños mordiscos y arañazos.
No dije nada de esto al cabo y me limité a ordenar:
—Propongo que vuestros hombres aparten de aquí a todos estos criados y que los devuelvan a sus habitaciones. Tenemos que arrestar al ministro Achmad, pero no es preciso que le humillemos delante de la servidumbre. Que los guardias queden también fuera. Los dos bastamos.
—¿Entramos entonces? —preguntó el cabo mientras se cumplían mis órdenes —. ¿Aunque se encuentre indispuesto?
—Entremos. Aparte de lo que pueda estar sucediendo aquí dentro, el gran kan quiere tener a este hombre y lo quiere ahora. Sí, forcemos la puerta. Yo había ordenado que se fueran los espectadores preocupado no por los sentimientos de Achmad, sino por los míos propios, pues esperaba encontrar muy visible a mi tío allí
dentro. Se me quitó un gran peso de encima cuando no lo vi, y el árabe no estaba en condiciones de preocuparse por una humillación.
Yacía desnudo en la cama, y su cuerpo marrón, escuálido y sudoroso, se revolcaba en un mar de sus propias secreciones. Las sabanas eran entonces de seda color verde pálido, pero muy viscosas y con manchas blancas y rosadas, porque al parecer las últimas eyaculaciones de Achmad, después de muchas anteriores, estaban teñidas de sangre. Emitía aún sonidos confusos, pero con voz apagada, porque tenía en la boca uno de los falocriptos del hongo su-yang, tan hinchado por la humedad que le deformaba los labios y las mejillas. Otro órgano artificial sobresalía por su parte trasera, pero estaba fabricado de fino jade verde. Por delante su órgano auténtico era invisible porque estaba metido dentro de algo parecido a un sombrero militar mongol de pieles para el invierno, y con ambas manos lo estaba sacudiendo frenéticamente adelante y atrás para restregarse. Sus ojos de ágata estaban bien abiertos, pero su carácter pétreo se había difuminado, como si estuvieran cubiertos de musgo y si algo veían no nos veían a nosotros.
Hice un gesto a los guardias. Un par de ellos se inclinaron sobre el árabe y empezaron a tirar y sacar los varios aparatos que tenía encima y dentro. Cuando le sacaron el suyang que chupaba con la boca sus gimoteos aumentaron de intensidad, pero continuaron siendo ruidos ininteligibles. Cuando le arrancaron el cilindro de jade gimió lascivamente y su cuerpo experimentó una breve convulsión. Cuando le quitaron aquella cosa peluda continuó moviendo débilmente las manos, aunque no le quedaba mucho que menear allí
abajo, porque la fricción lo había dejado en carne viva, ensangrentado y diminuto. El cabo de la guardia dio varias vueltas al objeto en forma de sombrero estudiándolo con curiosidad y yo observé que era peludo sólo por una parte, pero luego aparté mis ojos cuando empezó a gotear de él una cantidad de sustancia blanca y viscosa teñida de sangre.
—¡Por Tengri! —gruñó para sí el cabo —. ¿Labios? —Luego lo tiró y preguntó con asco —:
¿Sabéis qué es esto?
—No —dije —. Ni quiero saberlo. Poned en pie a este ser. Echadle agua fría. Secadlo. Ponedle alguna ropa encima.
Mientras le hacían todo esto Achmad pareció reanimarse algo. Al principio no se sostenía en pie y los guardias que lo cuidaban tenían que aguantarle. Luego tras varias duchas de agua fría empezó a convertir sus gemidos en palabras comprensibles, aunque eran inconexas.
—Los dos éramos hijos del rocío… —dijo como si repitiera una poesía que sólo él podía oír —. Encajábamos bien…
—Vamos, calla ya -ordenó el canoso soldado que le estaba quitando el sudor y la porquería.
—Luego yo crecí, pero ella se quedó pequeña… con diminutas aberturas… y lloró…
—Calla —gruñó el otro correoso veterano que trataba de ponerle una aba.
—Luego ella se convirtió en un ciervo… y yo en una gama… y me tocó llorara mí…
—¡Te han dicho que te calles! —le increpó el cabo.
—Dejadle hablar; quizá se le despeje la cabeza —dije con indulgencia—. Va a necesitarlo.
—Luego fuimos mariposas… y nos abrazamos dentro de una flor tragante… —Sus ojos que giraban en sus órbitas se detuvieron un momento en mí y dijo con voz clara —:
¡Folo! —Pero la dureza pétrea de sus ojos estaba todavía cubierta de musgo, al igual que sus demás facultades, porque añadió con voz muy baja —: Convertir este nombre en el hazmerreír…
Podéis probarlo —dije con indiferencia —. Se me ha ordenado que os diga lo siguiente:
«Ve con estos guardias, hombre muerto, porque Kubilai el kan de todos los kanes quiere oír tus últimas palabras.» Hice otro gesto y dije —: Lleváoslo. Había dejado que Achmad continuara farfullando para que los guardias no captaran otro sonido que yo había oído en aquella habitación: una especie de débil sonido, pero persistente y musical. Cuando los guardias salieron con el prisionero, me quedé para investigar su origen. No procedía de ningún lugar de la habitación, ni de detrás de sus dos puertas, sino de detrás de una de las paredes. Escuché atentamente, localicé el punto de origen en un qali persa especialmente chillón que colgaba enfrente de la cama y lo levanté. La pared de detrás parecía maciza, pero me bastó empujar para que una sección del panel girara hacia dentro, como una puerta, y se abriera hacia un negro pasadizo de piedra. En seguida pude entender qué provocaba aquel sonido. Era extraño oírlo en un corredor secreto del palacio mongol de Kanbalik, porque alguien estaba cantando una canción veneciana. Y era una canción extraordinariamente fuera de lugar en aquellas circunstancias, pues se trataba de una sencilla canción alabando la virtud, algo que no encajaba nada con el valí Achmad ni con su entorno ni con nada referente a él. Mafio Polo cantaba con voz trémula y baja:
La virtú me da grazia anca se moho