Tío Mafio dudó un instante mirándonos a todos, luego se cuadró de hombros y gruñó:
—Sea lo que fuere, decídmelo.
—El estibio es un metal pesado. Cuando se ingiere se deposita, pasando por el estómago, en la zona esplácnica, donde provoca sus efectos beneficiosos y somete a los yinni de la kala-azar. Pero al ser pesado se precipita en la parte inferior del cuerpo, o sea en las bolsas que contienen las bolas viriles.
—O sea que mis pelotas colgarán con mayor peso. Tengo fuerza suficiente para que no se me caigan.
—Supongo que sois un hombre a quien le gusta er… ejercitarlas. Ahora estáis afectado por la enfermedad negra y no hay tiempo que perder. Si no tenéis ninguna amiga en la localidad os recomiendo que visitéis el burdel local administrado por el judío Shimon. Tío Mafio lanzó una carcajada, que quizá yo o mi padre pudimos interpretar mejor que
el hakim Mimdad.
—No veo qué relación hay —dijo —. ¿Por qué tengo que dar este paso?
—Para disfrutar mientras podáis de vuestra capacidad viril. Si yo fuera vos, mirza Mafio, me apresuraría a hacer todo el zina que pudiese. Estáis condenado o bien a quedar desfigurado terriblemente por la kala-azar y al final morir… o si queréis curaros y salvar la vida, tenéis que empezar a tomar inmediatamente el estibio.
—¿Qué significa este si? Claro que deseo curarme.
—Pensadlo. Algunos preferirían morir de la enfermedad negra.
—En el nombre de Dios, ¿por qué? Hablad claro.
—Porque el estibio al depositarse en vuestro escroto, empezará inmediatamente a ejercer su otro efecto deleterio: petrificar vuestros testículos. Muy pronto quedaréis impotente, y para el resto de vuestros días.
—Gésu.
Nadie dijo nada más. Hubo un terrible silencio en la habitación, y parecía que nadie se atreviese a romperlo. Finalmente tío Mafio habló de nuevo y dijo tristemente:
—Os llamé dotór Balanzón, sin saber hasta qué punto acertaba. Sin saber la broma mordaz que me teníais preparada. Presentarme esta alternativa cómica: morir miserablemente o vivir castrado.
—Ésta es la alternativa. Y la decisión no puede aplazarse mucho.
—¿Seré un eunuco?
—Sí, en efecto.
—¿Sin capacidad?
—Ninguna.
—Pero… quizá… dar mafa'ulbe-vasile al-badam?
—Najer. El badam, el llamado tercer testículo, también se petrifica.
—Ninguna solución entonces. Capón mala capona. Pero… ¿y el deseo?
—Najer. Ni siquiera esto.
—¡Ah, bueno! —Tío Mafio nos sorprendió a todos hablando con la misma jovialidad de siempre —. ¿Por qué no lo dijisteis de entrada? ¿Qué importa que no funcione, si no tengo ningún deseo de hacerle? Imaginaos esto. Sin deseo: es decir, sin necesidad; es decir, sin molestia; es decir, sin complicados epílogos. Debería ser la envidia de cualquier sacerdote a quien hayan tentado alguna vez una mujer o un niño del coro o un súccubo. —Yo pensé que tío Mafio en el fondo no se sentía tan jovial como quería aparentar —. Y en definitiva, tampoco podrían haberse realizado muchos de mis deseos. El más reciente me dejó y desapareció en una tierra temblorosa. En cierto modo es afortunado que este yinni de castración me asaltara sólo a mí y no a una persona de deseos más dignos. —Se echó a reír de nuevo esforzadamente, con aquella jovialidad horriblemente falsa —. Pero escuchadme: ya estoy delirando. Si no tengo cuidado me puedo transformar incluso en un filósofo moral, en el último refugio del eunuquismo. Que Dios no lo quiera. Conviene más huir de un moralista que de un sensualista, no xe vero? Está clarísimo, buen doctor, voy a escoger la vida. Comencemos la medicación… Pero mañana, ¿verdad? —Cogió y se puso su voluminoso abrigo chapón —. Tal como habéis prescrito, mientras me queden deseos debo derrocharlos. Mientras tenga jugos debo chapotear en ellos, ¿no es así? Por lo tanto ruego que me excusen, caballeros. Ciao.
Y nos dejó dando un vigoroso portazo.
—El paciente se ha enfrentado valerosamente con el hecho —murmuró el hakim.
—Quizá lo decía sinceramente —agregó mi padre en tono especulativo —. El marinero más intrépido después de ver hundirse debajo suyo muchos navíos quizás agradezca quedarse para siempre en una plácida playa.
—¡Confío que no! —dijo Narices inesperadamente. Y luego se apresuró a añadir —: Es solamente mi opinión, buenos amos. Pero ningún marinero debería agradecer quedarse sin mástil. Especialmente una persona de la edad del amo Mafio, que es aproximadamente mi misma edad. Excusad, hakim Mimdad, ¿esta terrible kala-azar puede ser… contagiosa?
—Oh, no. A no ser que también te pique una mosca yinni.
—De todos modos… —dijo Narices inquieto —, uno se siente impulsado a… a tomar precauciones. Si los amos no tienen nada que ordenar, pido también que se me excuse. Y Narices se fue, y poco después también yo me fui. Probablemente el apocado y supersticioso esclavo no se había creído la garantía que le dio el médico. Yo sí la creí, pero con todo…
Cuando se asiste a un fallecimiento, como dije antes, se acaba llorando por la pérdida del difunto, pero en realidad uno se alegra más, aunque lo haga en secreto o inconscientemente, de seguir con vida. Después de haber asistido, por decirlo así, a una muerte parcial o a una muerte por partes, me alegré de poseerlas todavía todas; y como Narices, tenía prisa por comprobar esta posesión. Me fui directamente al establecimiento de Shimon.
No me encontré allí ni con Narices ni con mi tío; probablemente el esclavo había ido a buscar a algún chico accesible de los kuch-i-safari, y posiblemente tío Mafio había hecho lo mismo. Pedí de nuevo al judío la chica de piel marrón oscuro, Chiv, y la poseí
y la poseí tan enérgicamente que ella murmuró en su idioma romm voces entrecortadas de asombrado placer:
—Yilo! Friska! Alo! Alo! Alo!
Y yo sentí tristeza y compasión por todos los eunucos, sodomitas, castróni y por todas las especies de mutilados que no sabrán nunca la delicia que supone conseguir que una mujer cante esta dulce canción.
3
En todas mis posteriores visitas al negocio de Shimon —y fueron bastante frecuentes, una o dos veces a la semana —pedí siempre por Chiv. Estaba muy satisfecho de cómo llevaba a cabo el surata, casi había dejado de notar el color de qahwah de su piel y no tenía ningún interés en probar los demás colores y razas de hembras que el judío tenía en su establo, porque todas eran inferiores a Chiv en rostro y figura. Pero hacer surata no fue mi única diversión durante aquel invierno. Siempre sucedía algo en Buzai Gumbad que tenía interés y novedad para mí. Cuando oía elevarse un ruido que podía ser el de un gato pisado o el de alguien empezando a tocar la música nativa, siempre suponía que era lo segundo, y salía para ver qué tipo de entretenimiento se me ofrecía. Podía encontrarme únicamente con un mirasi o un najhaya malang, pero cabía siempre la posibilidad de que fuera algo que valiera más la pena contemplar. Un mirasi era un cantante, pero de un tipo especial: sólo cantaba historias de familia. Si se lo pedían y se lo pagaban, se sentaba en el suelo ante su sarangi, un instrumento parecido a una viella, tocado con un arco, pero que se dejaba sobre el suelo. El mirasi afinaba las cuerdas de su instrumento y con su acompañamiento de gemidos cantaba los nombres de todos los antepasados del profeta Mahoma o de Alejandro Magno o de cualquier otro personaje histórico. Pero pocos solicitaban este tipo de canción; al parecer todo el mundo se sabía ya de memoria las genealogías de todos los notables consagrados. Lo más corriente era que una familia contratara a un mirasi para que cantara su propia historia. Supongo que a veces hacían el gasto únicamente por el placer de oír el árbol familiar puesto en música, y quizás a veces sólo para impresionar a todos los vecinos que pudieran oírlo. Pero en general, buscaban a un mirasi cuando
negociaban un enlace matrimonial con otra familia, y así la potencia de los pulmones del mirasi proclamaba la estimable herencia que aportaría el chico o chica a punto de desposarse. El cabeza de familia escribía o recitaba esta genealogía entera al mirasi, quien entonces ordenaba todos los nombres por rima y ritmo, o así me lo contaron; yo lo más que captaba era un sonido monótono e interminable, porque el canto y el aserrado del mirasi podía durar horas. Supongo que la cosa exigía un considerable talento, pero después de un rato de oír que «Reza Feruz engendró a Lotf Ali y Lotf Ali engendró a Rahim Yadollah», etcétera, desde Adán hasta el momento presente, no hice ningún esfuerzo para asistir a más representaciones de ésas.
Las actuaciones de un najhaya malang no palidecían tan rápidamente. Un malang es lo mismo que un derviche, un mendigo santo, e incluso allí arriba, en el Techo del Mundo, había mendigos, tanto nativos como de paso. Algunos ofrecían un entretenimiento antes de mendigar bakchís. El malang se sentaba con las piernas cruzadas ante un cesto y tocaba una simple flauta de madera o de barro cocido. La serpiente najhaya levantaba entonces su cabeza del cesto, abría su capuchón y empezaba a balancearse graciosamente, marcando al parecer el paso con la ronca música. La najhaya es una serpiente terriblemente iracunda y venenosa, y todos los malang afirmaban que ellos eran los único; que tenían poder sobre la serpiente, un poder adquirido por medios ocultos. Por ejemplo, el cesto era de un tipo especial llamado jayur, y sólo lo podía trenzar un hombre. La flauta barata se debía santificar místicamente. La música era una melodía que sólo conocía el iniciado. Pero pronto me di cuenta de que habían quitado los colmillos a las serpientes, y por lo tanto eran inofensivas. También comprobé, puesto que las serpientes carecen de oído, que la najhaya se balanceaba adelante y atrás únicamente para fijar su impotente puntería en la punta meneante de la flauta. El malang podía haber tocado una melodiosa furlana veneciana y conseguir el mismo efecto.
Pero a veces oía una repentina explosión de música, la seguía hasta localizar su origen, y me encontraba con un grupo de guapos kalash cantando en barítono «Dhama dham masta qalandar…», mientras se ponían sus zapatos rojos llamados utzar, que sólo calzaban cuando estaban a punto de lanzarse a una danza de golpes de pies, patadas y redobles que ellos llamaban dhamal. O podía oír el retumbar de los tambores y el salvaje sonido de caramillo que acompañaba una danza más frenética, furiosa y rápida llamada attan, en la cual participaba medio campamento, hombres y mujeres juntos. En una ocasión, oí música propagándose en las tinieblas de la noche y la seguí hasta encontrar un campamento de carros sindis en círculo, y vi que las mujeres sindis ejecutaban una danza exclusivamente femenina, y que cantaban mientras danzaban:
«Sammi meri warra, ma'in wa'ir…» Vi que Narices también miraba sonriendo y marcando el ritmo con los dedos sobre su vientre, porque aquellas mujeres eran de su propia patria. Eran demasiado oscuras de piel para mi gusto, y tendía a crecerles el bigote; pero su baile era bonito, y lo danzaban a la luz de la luna. Me senté al lado de Narices, que estaba sentado y apoyado contra la rueda de uno de los carros cubiertos, y él me tradujo la canción y la danza. Dijo que las mujeres estaban contando una trágica historia de amor, la de la princesa Sammi, que estaba muy enamorada de un joven príncipe llamado Dhola, y cuando crecieron él se fue y la olvidó y no volvió nunca más. Era una historia triste, pero si la princesita sammi al madurar tenía que entrar en carnes y dejarse bigote la actitud del príncipe Dhola no me parecía tan incomprensible. Sin duda, todas las mujeres de la caravana habían sido reclutadas para la danza, porque dentro del carro contra el cual nos apoyábamos Narices y yo un inquieto bebé a quien nadie cuidaba se puso a llorar con fuerza suficiente para ahogar incluso la sonora música sindi. Resistí un rato aquellos lloros confiando en que el niño acabaría
durmiéndose, o ahogándose, pues el resultado me traía sin cuidado. Cuando al cabo de un largo tiempo no pasó nada de esto, murmuré unas palabras de enojo.
—Yo me encargo de que calle, mi amo —dijo Narices, quien se levantó y se metió en el carro.
Los llantos del niño se fueron calmando hasta convertirse en gorjeos y luego en silencio. Agradecido, dediqué toda mi atención a la danza. El niño permaneció
tranquilo, pero Narices se quedó dentro algún tiempo. Cuando al final bajó del carro para sentarse de nuevo a mi lado le di las gracias y le pregunté en broma:
—¿Qué le hiciste? ¿Matarlo y enterrarlo?
Él contestó complacido:
—No, amo, tuve una inspiración momentánea. Encanté al niño dándole a chupar un nuevo y excelente calmante y una leche más cremosa que la de su madre. Tardé un rato en entender lo que había dicho. Luego me aparté horrorizado y exclamé:
—¡Dios mío! ¡Hiciste eso! —Él, sin avergonzarse, pareció algo sorprendido por mi arranque —. Gésu! ¡Ese miserable y pequeño instrumento tuyo ha tenido repugnantes enfermedades y lo has metido dentro de sucios animales y de traseros y… ahora un niño.
¡Y de tu propio pueblo!
Él se encogió de hombros.
—Vos queríais que calmara al niño, amo Marco. Observad que continúa dormido y satisfecho. Y yo tampoco me siento nada mal.
—¡Nada mal! Gésu, María, Isépo, pero tú eres el peor ser humano, el más vil y asqueroso que haya visto nunca.
Se merecía como mínimo que lo apalearan hasta arrancarle la sangre, y seguramente los padres de la criatura le habrían hecho algo peor. Pero en cierto modo yo le había incitado al acto y sin embargo no pegué a mi esclavo. Me limité a regañarle y a insultarle, y le repetí las palabras de Nuestro Señor Jesús, el profeta Isa para Narices, cuando nos mandó tratar tiernamente a nuestros niños «porque de ellos es el reino de Dios».
—Pero yo lo hice tiernamente, mi amo. Y ahora podréis contemplar en paz el resto de las danzas.
—¡No voy a hacerlo! ¡No quiero estar en tu compañía, animal! No podría mirar a los ojos a estas bailarinas sabiendo que una de ellas es la madre de este desgraciado e inocente niño.
Me fui, pues, de allí antes de que concluyera la representación. Por fortuna tales ocasiones no solían echarse a perder con incidentes de este tipo. A veces, al seguir la llamada de la música me encontraba con una confrontación deportiva en vez de una danza. Dos tipos de deporte al aire libre gozaban de popularidad en Buzai Gumbad, y ninguno de los dos podía jugarse en una superficie mucho menor, porque para ambos se necesitaba un número considerable de hombres a caballo cabalgando fuerte.