—Sí, sí.
—En diez días más o menos, cuando los restos empezaban a hacerse líquidos, el joven había perdido su amor por ella. O por lo menos eso creemos, porque ya se había vuelto loco. Se marchó con la expedición de rusniacos, atado con una cuerda detrás de los carros. Todavía vive, pero si Alá es misericordioso, quizá no por mucho tiempo. Las caravanas que invernaban en el Techo del Mundo iban cargadas con todo tipo de bienes, y si algunos despertaron mi admiración como sedas y especias, joyas y perlas, pieles y cueros, la mayoría no eran ninguna novedad para mí. Pero de algunos de aquellos artículos no había oído hablar nunca. Por ejemplo una recua de samoyedos llevaba desde el norte lejano fardos de láminas de un artículo que ellos llamaban cristal de Moscovia. Parecía cristal cortado en placas rectangulares, y cada lámina medía más o menos mi brazo cuadrado, pero su transparencia estaba desfigurada por fisuras, ondulaciones y manchas. Me dijeron que no era cristal auténtico, sino un producto de un tipo extraño de roca. Ésta, parecida en cierto modo al amianto que se separa formando fibras, se va pelando como las páginas de un libro y da unas láminas delgadas, frágiles y de una transparencia legañosa. El material era muy inferior al cristal real, como el que se fabrica en Murano, pero el arte de fabricar el cristal es desconocido en la mayor parte
de Oriente, y el cristal de Moscovia era un sustituto bastante adecuado y según los samoyedos su precio en los mercados era alto.
Del otro extremo de la tierra, del lejano sur, una caravana de cholas tamiles transportaba de la India a Balj pesadas bolsas que sólo contenían sal. Me reí de aquellos hombrecitos de piel oscura. No había visto que en Balj faltara la sal, y pensé que era muy estúpido arrastrar por continentes enteros un artículo tan común. Los diminutos y tímidos cholas suplicaron que considerara con indulgencia su obsequiosa explicación: aquello era « sal marina », dijeron. La probé, su gusto no era diferente al de otras sales, y me reí de nuevo. Ellos entonces continuaron explicándose: la sal marina poseía una cierta cualidad inherente de la que carecían los demás tipos, según afirmaron. Si se utilizaba para aliñar la comida prevenía la enfermedad del bocio, y ellos esperaban que por este motivo la sal marina se vendería en aquella tierra a un precio que compensaría el esfuerzo de transportarla.
—¿Es sal mágica? —pregunté en son de burla, porque yo había visto muchos de aquellos terribles bocios y sabía que para eliminarlos se necesitaba algo más que tomar cada día unos granos de aquella sal.
Me reí de nuevo de la credulidad y tontería de los cholas, ellos me miraron con un aire de adecuada sumisión y yo seguí mi camino.
Los animales de montar y de carga guardados en los corrales de la orilla del lago eran casi tan variados como sus propietarios. Como es lógico había rebaños enteros de caballos y de asnos e incluso unas cuantas mulas, de buen aspecto. Pero los numerosos camellos presentes no eran del tipo que habíamos visto anteriormente y que utilizamos en los desiertos de las tierras bajas. No eran tan altos ni de piernas tan largas, sino de constitución más robusta, y su pelo largo y espeso les daba un aspecto más impresionante todavía. También tenían crines como los caballos, pero les colgaban de debajo, no de encima ni de sus largos cuellos. Sin embargo la principal novedad era que tenían dos gibas en lugar de una, y se podían montar más fácilmente, porque tenían un hueco natural para la silla entre las dos gibas. Me dijeron que estos camellos bactrianos se adaptaban bien a las condiciones invernales y al terreno montañoso, mientras que los camellos árabes de una giba se adaptan al calor, a la sed y a las arenas del desierto. Otro animal nuevo para mí fue el animal de carga del pueblo bho, que ellos llaman yyag y los demás yak. Era un animal macizo con la cabeza de una vaca y la cola de un caballo unidos a un cuerpo cuya forma, tamaño y textura eran propias de un almiar. Un yak puede llegar a la altura del hombro de una persona, pero lleva la cabeza baja, a la altura más o menos de las rodillas de un hombre. Su pelo abundante y basto, negro o gris de manchas oscuras y blancas, le cuelga hasta llegar al suelo, ocultando unos cascos que parecen demasiado delicados para su gran masa, pero estos cascos se asientan de modo asombrosamente preciso y seguro en los estrechos senderos de montaña. El yak gruñe y refunfuña como un cerdo y rechina continuamente sus enormes dientes cuando avanza pesadamente por la montaña.
Luego me enteré de que la carne de yak es tan buena como la del mejor buey, pero ningún pastor de yak en Buzai Gumbad tuvo ocasión de matar a uno de sus animales mientras estuvimos allí. Sin embargo los bho ordeñaban a las hembras de su rebaño, lo cual exige cierto valor dado el tamaño inmenso y la irritabilidad impredecible de estos animales. Esta leche, tan abundante que los bho la regalaban a los demás, era deliciosa, y la mantequilla que elaboraban a partir de ella sería de una exquisitez notable si no llegara siempre acompañada de largos pelos de yak incrustados en su masa. Este animal proporciona otros productos útiles: su pelo basto puede tejerse y construirse con él tiendas tan fuertes que resisten las tempestades de la montaña, y los pelos de su cola, mucho más finos, sirven para fabricar excelentes mosqueadores.
Entre los animales más pequeños de Buzai Gumbad vi a muchas perdices de pata roja como las que había visto salvajes en otros lugares, y que allí tenían las alas cortadas para que no pudiesen volar. Los niños del campamento jugaban continuamente al escondite con estas aves y yo supuse que las tenían como animales domésticos o para que cazaran insectos, porque todas las tiendas y edificios estaban infestados. Pero pronto supe que las perdices tenían una nueva y peculiar utilidad para las mujeres kalash y hunzukut.
Las mujeres cortaban las patas rojas de estas aves, guardaban la carne para el puchero y quemaban las piernas convirtiéndolas en una ceniza fina que salía del fuego en forma de polvo púrpura, el cual utilizaban como cosmético para pintar y dar realce a sus ojos, como usan el al-kohl las demás mujeres orientales. Las mujeres kalash también se pintaban toda la cara con una crema elaborada con las semillas amarillas de unas flores llamadas bechu, y puedo asegurar que una mujer con toda la cara de color amarillo brillante, excepto un redondel rojo en sus grandes ojos, constituye todo un espectáculo. Sin duda las mujeres pensaban que este afeite las hacía sexualmente atractivas, porque su otro adorno favorito era una cofia o una caperuza y una capa hecha con innumerables conchas pequeñas llamadas cauris y una concha de cauri tiene claramente la forma perfecta de un órgano sexual femenino en miniatura.
En relación a esto me enteré con satisfacción que Buzai Gumbad ofrecía otras posibilidades sexuales aparte de las violaciones de borrachos, la sodomía y el adulterio odiosamente castigado. Fue Narices quien lo descubrió tras estar solo un día o dos en la ciudad, y de nuevo se me acercó como había hecho en Balj, fingiendo que el descubrimiento le disgustaba:
—En esta ocasión es un sucio judío, amo Marco. Ha tomado el pequeño edificio del caravasar situado a mayor distancia del lago. Por la parte de delante pretende ser una tienda de vaciador, donde él pone a punto cuchillos, espadas y herramientas, pero en la parte trasera guarda un conjunto de mujeres de razas y colores variados. Como buen musulmán debería denunciar a esta ave de carroña posada sobre el Techo del Mundo, pero no lo haré si vos no me lo pedís después de haber estudiado con ojos cristalinos ese establecimiento.
Le dije que así lo haría, y a esto me dediqué unos días después, tras haber deshecho el equipaje y habernos instalado definitivamente. En la botica situada en la parte delantera del edificio un hombre estaba sentado con la hoja de una guadaña en la mano e inclinado sobre una rueda de afilar que movía con un pedal. A no ser por el bonete que llevaba me hubiese parecido un oso jers, porque su cara era muy peluda y sus rizos y bigotes parecía que se fundieran con el gran abrigo de piel que llevaba. Observé que el abrigo era de caro karakul, una vestidura elegante para el simple vaciador que pretendía ser. Esperé a que se produjera una pausa en el rechinante zumbido de la rueda y en la lluvia de chispas que saltaba por todas partes.
Luego le dije, como me había indicado Narices:
—Tengo una herramienta especial que quiero aguzar y engrasar. El hombre levantó la cabeza y yo parpadeé. Su cabello, cejas y barba eran como una especie de hongo rojo medio encanecido, sus ojos eran como zarzamoras y su nariz como una hoja de simsir.
—Un dirham —dijo —, o veinte shahis o cien conchas de cauri. Los forasteros que vienen por primera vez tienen que pagar por adelantado.
—No soy un forastero —le dije efusivamente —. ¿No me conocéis?
Él me contestó de forma seca:
—Yo no conozco a nadie. Gracias a esto mi negocio puede sobrevivir en un lugar plagado de leyes contradictorias.
—¡Pero yo soy Marco!
—Aquí uno deja caer su nombre, cuando deja caer sus prendas inferiores. Si algún muftí
entrometido me interroga puedo decirle sin engaño que no conozco ningún nombre excepto el mío propio, que es Shimon.
—¿El tzaddik Shimon? —pregunté descaradamente —. ¿Uno de los lamed-vav? ¿O los treinta y seis juntos?
Me miró con aspecto alarmado o receloso.
—¿Hablas ivrit? ¡Pero tú no eres judío! ¿Qué sabes de los lamed-vav?
—Sólo sé que al parecer siempre me los encuentro —suspiré —Una mujer llamada Ester me enseñó su nombre y me contó lo que hacen.
Él dijo con desagrado:
—No debió de explicártelo muy bien, si confundes a un patrón de burdel con un tzaddik.
—Me dijo que los tzaddikim hacen el bien a los hombres. Y un burdel sirve para lo mismo, creo yo. ¿Bueno… me vais a dar un consejo ahora, como habéis hecho siempre?
—Acabo de hacerlo. Los muftíes de las caravanas a menudo son muy entrometidos. No vayas proclamando tu nombre por ahí.
—Me refiero a la sed de sangre de la belleza.
Dio un ronquido.
—Si a tu edad, joven Sin Nombre, aún no has aprendido los peligros de la belleza, yo no voy a enseñar a un tonto. Ahora, un dirham o su equivalente, o si no, lárgate de aquí. Yo dejé caer la moneda en su mano callosa y dije:
—Quisiera una mujer que no fuera musulmana. O por lo menos que no tuviera las partes tabzir. Además, y si fuera posible, me gustaría poder hablar con ella, para variar.
—Coge la chica domm —gruñó —. No para nunca de hablar. Por esta puerta, segunda habitación a la derecha.
Se inclinó de nuevo con la guadaña sobre la rueda, y el ruido áspero y la lluvia de chispas llenó otra vez la tienda.
Aquel burdel, como el de Balj, consistía en unas cuantas habitaciones, que podrían calificarse mejor de cubículos, abiertas a un pasillo. El de la chica domm tenía un escaso mobiliario: un brasero de estiércol para dar calor y luz, y también humo y olor, y para llevar a cabo la transacción comercial una especie de cama llamada hindora. Es un jergón que en vez de aguantarse sobre patas cuelga de una viga del techo mediante cuatro cuerdas, y contribuye con algunos movimientos propios a los que tienen lugar en su interior.
Yo no había oído nunca la palabra domm y no sabía qué esperar de la chica. La que estaba sentada meciéndose perezosamente en la hindora resultó un ejemplar nuevo en mi experiencia, una chica de un marrón tan oscuro que casi parecía negra. Sin embargo, aparte de esto, su cara y su figura eran bastante agradables. Sus rasgos eran finos, no bastos como los de las etíopes y su cuerpo era pequeño y ligero, pero bien formado. Hablaba varias lenguas, entre ellas el farsi y así pudimos conversar. Me dijo que su nombre era Chiv, que en su idioma materno romm significaba Hoja.
—¿Romm? El judío dijo que eras domm.
—¡No soy domm! —protestó violentamente —. ¡Yo soy romni. Soy una juvel, una joven de los romm!.
Yo no tenía idea de lo que eran los domm o los romm y por lo tanto evité discutir dedicándome al negocio que me había llevado allí. Y pronto descubrí que, aparte de lo que pudiera ser la juvel Chiv, y según dijo su religión era musulmana, era una juvel completa, y no estaba privada, como las musulmanas, de ninguna de sus partes femeninas. Y estas partes, una vez pasada la entrada de color marrón oscuro, eran tan rosadas y bonitas como las de cualquier otra mujer. También pude comprobar que Chiv
no fingía placer sino que disfrutaba del jugueteo tanto como yo. Cuando después le pregunté perezosamente por qué se había dedicado a aquella ocupación, no se inventó
ningún cuento sobre una caída provocada por las penas de la vida, sino que me dijo alegremente:
—De todos modos igual haría zina, o lo que nosotros llamamos surata, porque me gusta. Que te paguen por hacer surata es un premio de más, y esto también me gusta.
¿Rechazarías un sueldo, si te lo ofrecieran, para cobrar cada vez que orinas?
Bueno, pensé, quizá Chiv no era una chica con sentimientos muy románticos, pero era sincera. Le di incluso un dirham que no tendría que compartir con el judío. Y mientras salía a través de la tienda del vaciador tuve la satisfacción de dirigirle una observación sarcástica:
—Estabais equivocado, viejo Shimon. Como ya pude comprobar en otras ocasiones. Esta chica es una romm.
—Romm, domm, esta desgraciada gente toma el nombre que le apetece —dijo sin preocuparse. Pero luego continuó con más animación y amabilidad que antes —: Eran originalmente los dhoma, una de las clases más bajas de todos los jatis hindúes de la India. Los dhoma son intocables, un pueblo odiado y detestado, y por ello abandonan continua y lentamente la India para buscar ocupaciones mejores en otros lugares. Dios sabe cómo, porque los únicos oficios de los que son capaces son bailar, putear, hacer chapuzas y robar. Y disimular. Se aplican el nombre de romm pretendiendo descender de los cesares occidentales. Pero cuando se llaman atzigan pretenden descender del conquistador Alejandro. Y cuando se llaman egipsies, pretenden descender de los antiguos faraones. —Se echó a reír —. Sólo descienden de los puercos dhoma, pero se están abatiendo sobre todos los países de la tierra.
—También vosotros los judíos vivís dispersos por todo el mundo —le dije —. ¿Cómo puede una persona de tu raza despreciar a quienes hacen lo mismo que vosotros?
Me dirigió una penetrante mirada, pero respondió en un tono deliberado como si yo no le hubiese hablado despreciativamente.