atrajeron mis desorbitadas miradas y que me estremecieron de maravilla, aunque nunca consiguiera encontrar una explicación adecuada para ellos.
Por ejemplo en un punto medio equidistante de todas las mesas había un gran árbol artificial, hecho de plata, de cuyas múltiples ramas y ramitas pendían hojas de plata batida que se movían suavemente en la brisa artificial de la sala. Alrededor de la plateada corteza del tronco estaban enrolladas cuatro serpientes de oro. Tenían las colas entrelazadas con las ramas superiores y sus cabezas descendían serpenteando hacia abajo hasta quedar recostadas con la boca abierta, sobre cuatro inmensas vasijas de porcelana. Las vasijas estaban moldeadas en forma de fantásticos leones con la cabeza echada hacia atrás y las bocas bien abiertas. Había otros animales artificiales en la sala: sobre varias mesas, incluyendo a la que estábamos sentados nosotros, los Polo, habían unos pavos reales de tamaño natural hechos de oro con las plumas de la cola finamente articuladas y coloreadas con esmaltes incrustados. Ahora bien, el misterio en relación a estos objetos era el siguiente. Cuando el kan Kubilai pedía bebida, y solamente cuando la pedía él en voz alta, no cuando la pedían los demás, estos varios animales de metales preciosos hacían cosas maravillosas. Diré lo que hacían, aunque apenas espero que se dé
crédito a mis palabras.
—Kumis! —bramaba Kubilai, y una de las serpientes doradas enroscadas en el árbol de plata vertía de repente por su boca un chorro de un líquido nacarado que caía en la boca del vaso en forma de león que tenía debajo. Un criado llevaba el vaso a la mesa del gran kan y le servía la bebida en su copa incrustada con joyas y en las copas de los demás invitados. Éstos probaban la bebida para verificar que era auténtico kumis de leche de yegua y todos batían palmas aplaudiendo esta maravilla, con lo que sucedía inmediatamente otra cosa maravillosa. El pavo real de la mesa, y todos los pavos reales de la sala aplaudían también levantando y batiendo sus alas de oro y levantando y abriendo su espléndida cola.
—Arki! —gritaba luego el gran kan, y se repetía todo el proceso, desde la serpiente escupiendo un líquido al león hasta los pavos reales haciendo la rueda. El licor que servía la tercera serpiente, maotai, fue una novedad para mí: era una bebida amarillenta, de consistencia parecida a un jarabe y de aroma picante. El invitado mongol que tenía a mi lado me advirtió sobre la fuerza de esta bebida, y me hizo una demostración. Cogió una copita de porcelana con licor y la acercó a la llama de una de las velas de la mesa. El maotai se encendió con una llama crepitante y azul, y quemó
como aceite mineral durante unos buenos cinco minutos antes de consumirse. Me dijeron que el maotai es un brebaje han que se extrae del mijo común, pero es un brebaje insólito: es un combustible que arde tanto en el vientre y en el cerebro como al entrar en contacto con una flama abierta.
—Putao! —gritó por cuarta vez el gran kan al árbol de las serpientes; la palabra putao significa vino de uva.
Pero para consternación de todos los invitados, no pasó nada. La cuarta serpiente continuó colgando del árbol seca y hosca, y nosotros nos quedamos con la boca abierta, casi asustados, preguntándonos qué había fallado. Sin embargo el gran kan permanecía sentado sonriendo con un regocijo secreto y disfrutando de la emoción general, hasta que nos demostró la última magia del aparato, la más mágica. La cuarta serpiente no serviría nada hasta que él no gritara «putao!» seguido de «hong!» o bien de «bai», y según las órdenes recibidas serviría vino tinto (hong) o blanco (bai), ante lo cual los invitados irrumpieron en un diluvio de vivas y de aplausos, y los pavos reales de oro batieron sus alas y abrieron sus colas con tanta violencia que soltaron escamas de plumas doradas.
Entre los invitados al banquete de aquella noche estaban, además de los visitantes a
quienes se daba la bienvenida, los más altos señores, ministros y cortesanos del kanato, más algunas mujeres que supuse eran sus esposas. Los señores presentaban una gran variedad de nacionalidades y de colores: árabes y persas, además de mongoles y de han. Como es natural, las mujeres presentes eran las esposas de los mongoles y han no musulmanes; si los árabes y los persas tenían esposas, a ellas no se les permitía cenar en compañía mixta. Todos los hombres llevaban elegantes ropas de sedas y brocados, algunos llevaban jubones como el gran kan, los demás mongoles y los nativos han, algunos llevaban sus sedas en forma de pai-yamah y tulband persas, y otros las llevaban como aba y kaffiyah árabes.
Pero las mujeres iban ataviadas con más lujo todavía. Todas las damas han habían empolvado sus rostros, ya marfileños, hasta darles una blancura de nieve. Llevaban el cabello negro azulado formando una pila enrollada encima de la cabeza, sujeta por largos prendedores enjoyados llamados cucharas de pelo. Las damas mongoles tenían una tez ligeramente más oscura, una especie de color de cervato, y me interesó mucho ver que estas mujeres, al contrario que sus hermanas nómadas de la llanura no tenían la piel endurecida y basta por la acción del sol y del viento, como un cuero, ni su cuerpo era musculoso y abultado. Sus peinados eran más complicados si cabe que los de las damas han. El cabello, de color negro rojizo y no negro azulado, estaba trenzado formando un marco que bajaba a ambos lados de la cabeza como un ancho creciente, en forma de cuernos de oveja, y estos crecientes estaban festoneados por brillantes pendientes. Además, las damas mongoles, si bien vestían los mismos jubones simples y flotantes de las mujeres han, llevaban en los hombros unos filetes curiosos, altos, de seda almohadillada, que se mantenían rectos como aletas.
Estaban sentados en la mesa del gran kan miembros de su familia inmediata. A su derecha se alineaban cinco o seis de sus doce hijos legítimos. A su izquierda estaba sentada su esposa primera y principal, la katun Yamuí, luego su anciana madre, la katun viuda Sorghaktani, luego sus otras tres esposas. (Kubilai disponía también de una cohorte considerable y constantemente variable de concubinas, todas más jóvenes que sus esposas. El contingente del momento estaba sentado en mesas separadas. Kubilai tenía de sus concubinas otros veinticinco hijos, y Dios sabe cuántas hijas más legítimas y bastardas, todas nacidas de sus mujeres.)
El comedor estaba dividido de modo que los invitados ocupaban las mesas de la derecha de Kubilai y las invitadas las de la izquierda. La mesa asignada a nosotros, los Polo, era la más cercana al gran kan, situada a una distancia que permitía hablarse, y teníamos en la mesa a un dignatario mongol que charlaba con nosotros, hacía de intérprete en caso de necesidad, nos explicaba los platos que no conocíamos y las bebidas que nos servían, etcétera. Era un hombre bastante joven, exactamente diez años mayor que yo, según nos dijo, y se presentó como Chingkim, agregando que tenía el cargo de wang de Kanbalik, o sea que era el funcionario jefe de la ciudad o magistrado. Este cargo equivale al de alcalde de una ciudad europea, o podestá, en la terminología veneciana, y supuse que a nosotros los Polo nos correspondía únicamente como compañero de mesa un funcionario menor.
El gran kan nos presentó más formalmente a otros señores y ministros sentados en mesas cercanas. No intentaré recordar todos sus nombres, porque había muchas personas de muchos grados diferentes de autoridad, y por ello muchos tenían títulos que yo no había oído en ninguna corte, ni en parte alguna: el maestro de las artes de la tinta negra (en definitiva el poeta de la corte), el maestro de los mastines, halcones y leopardos cazadores (el cazador jefe del gran kan), el maestro de los colores sin huesos (o sea el artista de la corte), el jefe de los secretarios y escribas, el archivista de maravillas y milagros, el registrador de cosas extrañas. Pero voy a mencionar por su
nombre a algunos señores cuya presencia en una corte supuestamente mongol me pareció bastante extraña: por ejemplo, Linan, quien como ya sabíamos era uno de los han supuestamente conquistados, pero que tenía el cargo bastante importante de matemático de la corte.
Resultó que el joven Chingkim tenía el título más alto conferido por Kubilai a cualquiera de sus compañeros mongoles, y Chingkim pretendía ser un simple wang de la ciudad. En cambio el primer ministro del gran kan, que ostentaba en su cargo el título de jingxiang no era ni un conquistador mongol ni un súbdito han. Era un árabe llamado Ajmad-az-Fenaket, y prefería personalmente que le dieran el título árabe correspondiente a su cargo, o sea valí. Ajmad, sea cual fuere la designación honorífica que recibiera, jingxiang o primer ministro o valí, era el segundo hombre más poderoso de toda la jerarquía mongol, y estaba subordinado únicamente al mismo gran kan, porque también tenía el cargo de vicerregente, es decir, que regía literalmente el imperio cuando Kubilai se iba de caza o de guerra o se dedicaba a otra ocupación semejante, y Ajmad tenía también el cargo de ministro de finanzas, es decir, que controlaba en todo momento las cuentas del imperio.
También me pareció raro que el ministro de la guerra del Imperio mongol, no fuese un mongol sino un caballero han llamado Zhao Mengfu, puesto que la guerra era la actividad en la que los mongoles más sobresalían y con la que más disfrutaban. El astrónomo de la corte era un persa llamado Yamal-ud-Din, nacido en la lejana Isfahan. El médico de la corte era un bizantino, nacido en la todavía más lejana Constantinopla, el hakim Gansui. El personal del palacio incluía a otras personas que no habían asistido al banquete, de orígenes forasteros más sorprendentes aún, y con el tiempo pude conocerlos a todos.
El gran kan nos había prometido que aquella noche los Polo conoceríamos a dos
«visitantes recién llegados también de Occidente», y allí estaban, sentados en una mesa situada a una distancia de la nuestra que permitía conversar con ellos. No eran occidentales, sino han, y al verlos recordé que eran los dos hombres a quienes vi desmontar de sus mulas en el patio del palacio en la noche de nuestra llegada, y no podía quitarme de la cabeza la idea de que los había visto antes en otra ocasión. Las mesas a las que estábamos sentados tenían la superficie incrustada con piedras de color rosado lavanda que yo tomé por piedras preciosas. Y lo eran, según dijo nuestro compañero de mesa Chingkim:
—Amatistas —me dijo —. Los mongoles hemos aprendido mucho de los han. Y los médicos han llegaron a la conclusión de que las mesas de amatista púrpura previenen la embriaguez en las personas que se sientan a beber en ellas. La idea me pareció interesante, pero también debería haberme interesado por saber los borrachos que hubiesen acabado todos sin la influencia benéfica de las amatistas. Kubilai no era el único que bramaba pidiendo kumis, arki, maotai y putai y que ingería grandes cantidades de esos brebajes. Incluso entre los árabes y persas residentes, el único que se mantuvo toda la noche sosegado y sobrio como buen musulmán fue el valí
Ajmad. Y no sólo empinaban el codo los invitados de sexo masculino; también las mongoles trasegaban lo suyo, y sus gritos se hicieron gradualmente más roncos y descarados. Las mujeres han se limitaron al vino, que sólo tomaban de vez en cuando, lo que les permitía conservar sus aires de decencia señorial.
Pero la gente no se emborrachó inmediatamente, todos a la vez. El banquete comenzó
en la hora del gallo, según la denominación de Kitai, y los primeros invitados no se marcharon a tientas de la sala o se hundieron inconscientes bajo las mesas de amatistas hasta bien entrada la hora del tigre, es decir, que la fiesta, la conversación, las risas y las diversiones duraron desde primeras horas de la noche hasta poco antes del amanecer del
día siguiente, y la borrachera general no se hizo patente del todo hasta la hora décima o undécima de aquella fiesta de doce horas de duración.
—Ónice —me dijo Chingkim señalando el espacio abierto del suelo alrededor del árbol de las serpientes que servían la bebida, donde en aquel momento dos turcos monstruosamente musculosos y sudorosos intentaban desmembrarse el uno al otro para nuestra diversión —. Los médicos han llegaron a la conclusión de que la piedra negra de ónice imparte vigor a las personas que están en contacto con ella. Por eso la pista de lucha libre está pavimentada con ónice para animar a los combatientes. Cuando los dos turcos se hubieron lisiado el uno al otro a satisfacción de la concurrencia, nos deleitamos con un grupo cantor de chicas uzbekas, que llevaban túnicas bordadas en oro de color rojo rubí, verde esmeralda y azul zafiro. Las chicas tenían caras bastante bonitas pero extraordinariamente planas, como si tuvieran los ras-gos pintados sobre la parte delantera de la cabeza. Nos dedicaron a voz en grito incomprensibles e interminables baladas uzbekas, con chillidos que parecían surgir de las ruedas sin engrasar de un carromato desbocado. Luego unos músicos samoyedos ejecutaron piezas de cacofonía similar con un surtido instrumental: tambores de mano, címbalos digitales y flautas semejantes a nuestro fagotto y a nuestra dulzaina. Luego llegaron unos juglares han que eran mucho más divertidos, porque actuaban en silencio y además lo hacían con increíble destreza. Era asombroso contemplar los trucos que podían ejecutar con espadas, lazos de cuerda y antorchas encendidas, y la cantidad de objetos de este tipo que podían mantener volando o rodando o suspendidos en el aire al mismo tiempo. Pero pensé que ya no podía dar crédito a mis ojos cuando los juglares empezaron a tirar al aire y a tirarse los unos a los otros copas llenas de vino ¡sin que se vertiera ni una gota! En los intervalos entre estas actuaciones se paseaba por la sala un tulhulos, que es un juglar mongol que toca una especie de viella de tres cuerdas, como si la serrara y que canta con tristes lamentos crónicas de batallas, victorias y héroes del pasado.
Mientras tanto, todos comíamos. ¡Y cómo comíamos! Lo hacíamos en platos, tazones y fuentes de porcelana delgados como el papel, algunos de colores suaves, marrón y crema, otros azules con manchas de color ciruela. Yo entonces no lo sabía, pero más tarde me dijeron que estas porcelanas, llamadas Chizhuo y Ren, eran obras del arte han, dignas de atesorarse en colecciones, y ni los mismos emperadores han hubiesen soñado emplearlas para el servicio de mesa. Pero del mismo modo que Kubilai se había apropiado estos objetos de arte para el placer de sus invitados, también había adquirido para las cocinas de su palacio a los mejores cocineros de Kitai, y los invitados dedicaban sus mejores alabanzas a ellos más que a la porcelana Chizhuo y Ren. Cuando nos servían un nuevo plato de la cena y lo probábamos toda la sala exclamaba «Hui!» y