Elegidas (18 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

BOOK: Elegidas
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Alex se guardó el teléfono en el bolsillo interior, contento y aliviado.

En algún lugar de sí mismo, como todos los padres, deseaba que alguno de sus hijos eligiera la misma profesión que él. O algo parecido. Pero no había ocurrido así.

Viktoria se hizo veterinaria. Durante mucho, mucho tiempo, Alex tuvo la esperanza de que su enorme interés por los caballos la llevara a entrar en la policía montada, pero a medida que se acercaba el final del bachillerato se dio cuenta de que era poco probable.

No es que tuviera nada en contra, pues él mismo había elegido un trabajo diferente al que se esperaba. La cuestión era que, ya que Viktoria era físicamente una copia de su madre, él había esperado que espiritualmente fuera una copia de su padre. No fue así. Alex solía henchirse de orgullo cuando pensaba en ella, aunque suponía que se lo demostraba pocas veces. En alguna parte de su mirada serena brillaba una duda intranquilizadora.

«¿Estás orgulloso de mí, papá? —le susurraba—. ¿Estás orgulloso de lo que has hecho de mí?» Alex volvió a sentir el nudo en la garganta. Estaba tan tremendamente orgulloso que en aquellas circunstancias ese adjetivo le parecía trivial.

Estaba orgulloso de sus dos hijos, tanto de Viktoria como de su hermano pequeño, Erik. Su hijo, el eterno indeciso. Alex sabía que juzgaba con dureza a su hijo cuando aún no había cumplido los veinticinco, pero la verdad es que no podía imaginárselo sentando la cabeza. No en serio. No de la forma en que vivía.

Durante un corto período de tiempo, justo cuando Erik acabó el bachillerato, pareció que encontraba su camino en el ejército. En realidad, Alex no deseaba tener un hijo militar, pero si era una buena oportunidad para Erik, él no iba a ponerle impedimento alguno. Pero pronto Erik dejó los estudios de oficial y decidió hacerse piloto. Y nadie sabía cómo, logró entrar en una especie de escuela de pilotos en Skäne. Pero ocurrió algo y, para sorpresa e incomprensión de sus padres, dejó los estudios y el país y se fue a vivir a Colombia con una mujer que había conocido en un curso de español al que, por lo visto, acudía por las tardes. La mujer tenía diez años más que él y había abandonado a su marido. Alex y Lena no sabían qué hacer, así que dejaron que su hijo se marchara sin mayores discusiones.

—Se cansará también de ella —intentó consolarlo Lena.

Alex, abatido, se había limitado a negar con la cabeza.

Recibía noticias sobre su hijo vía e-mail, cuando Alex le llamaba y también a través de Viktoria. La relación con la mujer se había acabado, según lo previsto, pero de forma no del todo inesperada encontró a otra y alargó su estancia. Ya hacía dos años de eso, y Alex no lo había visto desde entonces.

«Deberíamos ir —pensó en el taxi—. Demostrarle que nos preocupamos por él. Igual vuelve a casa. A lo mejor no lo perdemos.»

Distraído, miró a través de la ventanilla. El sol brillaba. Alex sintió la boca seca. Qué mierda de día había escogido el verano para presentarse.

El claro día de Estocolmo envolvió a Peder Rydh en la puerta de la casa donde vivía Sara Sebastiansson. Se encontraba fatal, incómodo con todo su cuerpo. Aún sentía resonar en su cabeza el llanto y los gritos de Sara. «Pobre mujer», pensó. No podía, no quería imaginarse que algo parecido le ocurriera a él. Los hijos de Peder no desaparecerían nunca. Aquellos niños eran suyos y de nadie más. Se prometió solemnemente que, a partir de aquel momento, los iba a vigilar mucho mejor de lo que había hecho hasta ahora.

El ruido de la puerta que se abrió a sus espaldas le hizo dar un respingo. El padre de Sara Sebastiansson salió a la acera y se quedó de pie junto a la fachada. Peder podía asegurar que aquel hombre había envejecido en el cuarto de hora transcurrido desde que él y el sacerdote entraron en el piso. El pelo cano no tenía vida y la mirada estaba tan llena de desesperación que Peder no fue capaz de sostenerla. Aún más avergonzado se sintió por tener que llamar de nuevo a un taxi, incapaz de conducir en el estado en que se encontraba.

—Dígame una cosa —le pidió el hombre antes de que él tuviera oportunidad de romper el silencio—. Dígame si existe alguna posibilidad de que en realidad no sea nuestra niña la que han encontrado.

Peder tragó saliva mientras se le hacía un nudo en el estómago.

—Sospechamos que no —respondió con voz ronca—. Con ayuda de las fotografías, casi la hemos identificado. Y además no tenía pelo cuando la encontraron… Lo siento, estamos bastante seguros. —Respiró hondo—. Naturalmente, no determinaremos su identidad hasta de que ustedes la vean pero, como ya he dicho, no tenemos dudas.

El padre de Sara asintió despacio con la cabeza. Sobre su oscuro jersey caían lágrimas como grandes gotas de lluvia, que crecían hasta convertirse en pequeñas y pesadas manchas húmedas en sus cansados hombros.

—Supongo que mi mujer y yo sabíamos desde el principio que esto iba a acabar mal —susurró.

Peder dio un paso hacia delante y se metió las manos en los bolsillos, pero enseguida las volvió a sacar.

—¿Sabe una cosa? —continuó el hombre—. Mi esposa y yo sólo tenemos a Sara, y cuando conoció a aquel hombre supimos enseguida… que aquello no acabaría bien.

Le temblaba la voz y su mirada se perdió en la lejanía, mucho más lejos de donde estaba Peder.

—El mismo día que nos lo presentó, le dije a mi mujer que no era un buen hombre para nuestra hija. Pero estaban tan enamorados. Ella estaba tan enamorada. Y casi justo después empezó a hacerle daño, por no hablar de la loca de su madre.

Peder frunció el ceño.

—Pero según hemos leído en los informes policiales —señaló—, pisaron unos años antes de que empezara a maltratarla. ¿No fue así?

El hombre mayor negó con la cabeza.

—No le pegaba, pero hay otras formas de herir a una persona. Tenía otras mujeres, por ejemplo. Casi desde el principio. Algunas noches desaparecía sin explicarle adónde iba y pasaba fuera todo el fin de semana. Y ella siempre lo perdonaba cuando volvía. Una y otra vez. Luego tuvieron a Lilian.

De pronto, el aire se volvió pesado, irrespirable y un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre. Cuando soltó el aire, se le hundieron los hombros mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.

—Al nacer la niña pensamos que todo terminaría. Nuestros amigos nos felicitaron, pero… sí, era un nuevo comienzo, y aun así… Después ya no hubo manera de dar marcha atrás, sólo podía acabar mal.

—¿Creen que Gabriel Sebastiansson puede tener algo que ver con lo que le ha ocurrido a Lilian? —preguntó Peder con cautela.

El hombre levantó la vista y le miró directamente a los ojos.

—Ese hombre es la maldad personificada —declaró con voz cansada pero firme—. No hay límite a lo que pueda hacer para dañar y herir a Sara. Ningún límite.

Después pareció que iba a caer hacia atrás, de modo que Peder se apresuró a adelantarse y cogerlo. El hombre se quedó colgando de sus brazos, llorando como un niño.

Poco después, Peder se dirigía al centro de la ciudad para ir al lugar de trabajo de Gabriel Sebastiansson. Tuvo que tragar saliva varias veces para no romper a llorar. Después se percató de que aún no había llamado a Ylva.

Apretó el móvil en su mano. Menudo mal trago. Pero, sintiéndolo mucho, tendría que esperar. Llegaba tarde al encuentro con el compañero de Gabriel.

Martin Ek lo esperaba frente a la entrada principal de SatCom. Aunque no fuera un genio cuando se trataba de percibir el estado de ánimo de la gente, Peder advirtió que estaba nervioso, muy nervioso.

—Gracias por venir tan rápido —dijo mientras le estrechaba la mano.

Peder notó que tenía las palmas de las manos sudadas y que se las enjugaba en los pantalones del traje. Encantador.

No volvieron a hablar hasta que se encontraron dentro del ascensor que les llevaba a la planta donde los directivos de la empresa tenían sus despachos. Peder no podía dejar de pensar que el ascensor era demasiado pequeño y que estaban muy cerca uno del otro. Esperaba no apestar a alcohol.

—Esta mañana entré en su despacho —explicó Martin mirando fijamente al frente—. Necesitaba un informe trimestral muy importante y Gabriel no contestaba al móvil. La verdad es que le llamé muchas veces. Pero no hubo manera.

Peder tuvo la impresión de que Martin Ek intentaba justificarse por haber accedido al ordenador de su compañero, lo cual no era en absoluto necesario.

—Lo entiendo —dijo aliviado cuando se abrieron las puertas del estrecho ascensor y salieron.

Martin se relajó un poco y le indicó el camino hasta su despacho. Peder se dio cuenta de que muchos de los empleados levantaban las cejas y pensó si no debería pedirle a Martin que lo presentara. Después decidió que podía hacerlo más tarde.

Una vez dentro del despacho, Martin le indicó con un movimiento de cabeza que ocupara la silla para las visitas y él se sentó detrás de la mesa. Cruzó las manos, las apoyó frente a él y se aclaró la voz.

Detrás de él, Peder vio una serie de fotografías en marcos de colores alegres. Las imágenes transmitían calor y armonía. Peder dedujo que Martin tenía tres hijos, seguramente todos menores de diez años, y una encantadora esposa. Si las fotografías reflejaban la realidad, Martin tenía un buen matrimonio y amaba a su mujer lo suficiente como para querer mirarla cada día. Peder notó cómo se hundía en la silla donde estaba sentado. Era una vergüenza para la especie humana. ¿No tenía también Alex un montón de fotos de su familia en el despacho?

—Como le he dicho, entré en el despacho de Gabriel para lo del informe —empezó Martin Ek, obligándolo a concentrarse en sus palabras—. Tenemos derecho a hacerlo cuando es necesario añadió—. Y nuestro jefe me dio permiso.

Peder asintió con impaciencia.

—No encontré el informe —continuó Martin—. Busqué en su archivador; hay una serie de armarios de seguridad donde guardamos material confidencial, y la recepcionista tiene llave de todos ellos. —De nuevo hizo una breve pausa—. Como no daba con el informe, decidí que al menos tendría una copia en su ordenador que yo pudiera imprimir.

Martin se movió ligeramente en su silla y tapó a toda su familia. Peder se lo agradeció.

—Fue entonces cuando encontré las fotos —dijo casi en un susurro—. ¿Quiere verlas?

Peder había hablado con Alex de aquello. Si las fotos eran de índole criminal, era de extrema importancia que el ordenador se usara de forma correcta, es decir, que no pareciera que la policía había accedido ilegalmente a la información que Gabriel Sebastiansson almacenaba en el disco duro. Pero si la información la presentaba un tercero que por iniciativa propia había entrado en el ordenador, no había ningún motivo para que Peder no las viera de forma pasiva.

Fuera como fuere, el instinto le decía que no le apetecía en absoluto mirar aquellas fotografías.

—Por teléfono no ha querido decir de qué imágenes se trata —señaló—. ¿Quiere contármelo ahora?

Martin Ek se retrepó en la silla. Sus ojos buscaron una foto pequeña que tenía delante, sobre el escritorio, y que debía de ser de su hijo menor. Pálido y tenso, Martin volvió a aclararse la voz. Su mirada reflejaba inquietud cuando encontró la de Peder. Después respondió con sólo dos palabras: —Pornografía infantil.

30

Mientras avanzaba a toda velocidad con el coche en dirección a Flemingsberg, Fredrika Bergman se preguntó si estaba cometiendo una falta en el servicio. Alex le había dicho expresamente que se pusiera en contacto con las personas del entorno cercano de Sara Sebastiansson, es decir, amigos y familiares, y que hablara con ellos. Le había pedido que le diera prioridad a Teodora Sebastiansson e intentara averiguar de qué manera encajaba Umeå en todo aquel asunto. No le había pedido en absoluto que fuera hasta Flemingsberg a una estación que nadie más en el grupo consideraba relevante.

A pesar de todo, ella iba de camino.

Aparcó delante de la fiscalía, muy cerca de la estación, y miró a su alrededor cuando salió del coche. Los edificios de viviendas multicolores, que había visitado en alguna ocasión mientras estudiaba, se perfilaban a lo lejos, al otro lado de las vías. Cerca de las viviendas se hallaba el hospital. Se le encogió el estómago al verlo y sus pensamientos volaron hacia Spencer.

«Podría haberlo perdido —pensó Fredrika—. Podría haberme quedado sola.» Entró en calor con el corto paseo desde el coche hasta la estación, así que se quitó la chaqueta y se arremangó el jersey. Era increíble cuánto pensaba en Spencer últimamente. ¿No debería pensar más en la solicitud de adopción que había enviado? El bueno de Spencer; de pronto parecía perseguirla día y noche. Fredrika sintió que el suelo temblaba ligeramente. ¿Eran sólo imaginaciones suyas o la relación con Spencer había cambiado desde que había llegado el verano? Se veían más a menudo y parecía… diferente.

Pero no tenía claro qué era lo que resultaba distinto.

«He conseguido mantener una relación con Spencer durante más de diez años sin imaginarme cosas y creer algo que no es —pensó Fredrika—. Así que no hay motivo para empezar a complicarlo ahora.» Entró en la estación y miró a su alrededor. Había escaleras automáticas para cada uno de los andenes. Al fondo se hallaban las escaleras que llevaban al andén 1, donde se detenía el tren de largo recorrido. «Fue allí donde Sara Sebastiansson echó a correr cuando perdió el tren», pensó Fredrika.

Se acercó a la chica de la taquilla, situada junto a la barrera que daba acceso a los andenes de cercanías, el 2 y 3, y le enseñó su placa. Se presentó y le explicó de forma concisa el motivo de su presencia. La chica del pequeño habitáculo que conformaba la garita se irguió en el asiento. La expresión seria de Fredrika le indicó que era importante contestar a sus preguntas.

—¿Estabas de servicio el martes? —preguntó ésta.

Para su alivio, la chica asintió con la cabeza dentro de la garita. La visita sería rápida.

—¿Recuerdas haber visto a una mujer con un perro enfermo?

La chica frunció el ceño y luego volvió a asentir vivamente con la cabeza.

—Sí, sí —respondió—. Claro que sí, lo recuerdo. ¿Era una chica alta y bastante delgada? ¿Con un gran pastor alemán?

A Fredrika le dio un vuelco el corazón al recordar la descripción de Sara Sebastiansson de la mujer que la entretuvo en Flemingsberg.

—Sí —respondió esforzándose para no parecer excitada—. Es la descripción que nos han hecho de la mujer. ¿Qué recuerdas de ella? ¿Recuerdas a qué hora estuvo aquí?

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