Read Ella, Drácula Online

Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (40 page)

BOOK: Ella, Drácula
10.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero los aserrados y metálicos dientes del cepo por fin se cerraban sobre la loba.

BEZKÓ

A guisa de heraldo llegaba un hombre por los campos. Aparecía por un peñasco próximo, desde la cima del cual se divisaba en toda su extensión la llanura que rodeaba Csejthe.

Era un espía que la propia Condesa había destinado a ese lugar, para que la avisase si alguien se aproximaba. Sin resuello llegaba ese campesino que, en efecto, recortando por atajos y tras haber preguntado en una aldea, supo que se acercaba alguien importante en dirección a Csejthe. Además, a esas personas las acompañaba una guardia fuertemente armada. Erzsébet ya no se fiaba ni de sus
haiducos
, de ahí que encargase tal tarea de observación a un labriego que conocía la zona como nadie. Pero ella no sabía realmente lo que estaba pasando en el exterior. El campesino se demoró varias horas en el pueblo de Csejthe, donde en principio, alguien zanquivano y astuto, quien parecía arrastrar a través de sus largas piernas el temple de su paciencia, le detuvo con la excusa de ofrecerle un refrigerio. Tan hábil maniobra fue obra del pastor Ponikenus. Éste, a su vez, recibió días antes una misiva secreta informándole de que tuviera los ojos bien abiertos, pues por fin se preparaba una acción contra su enemiga. Dándole conversación y usando cuantos subterfugios se le ocurrieron, consiguió retener Ponikenus por espacio de un par de horas a aquel asustado labriego que aún debía subir la empinada cuesta que iba al castillo y dar cuenta de lo visto a su Señora.

En Presburgo, en los días previos, Megyery y Thurzó habían estado deliberando qué decisión tomar al respecto. Se informó al rey Matías, quien ordenó que de inmediato se procediese a la detención preventiva de Erzsébet en espera de aclarar los hechos que se le imputaban. Las presiones del novio de esa muchacha que desapareciese sin dejar rastro, así como las del padre de Doricza, habían surtido efecto. De una vez por todas los cazadores decidían movilizarse. Para el rey, si era cierto lo que se contaba de la Dama de Csejthe, en cuyo castillo acababa de estar, su abominable conducta era un oprobio para toda la nobleza, y tal situación había que erradicarla de inmediato y usando, si era necesario, los métodos más expeditivos. Aun así Thurzó, el Palatino, estuvo dudando cuarenta y ocho horas. No se acababa de decidir a asestar el golpe definitivo a alguien a quien no sólo temía, sino con quien guardaba lazos de parentesco. Megyery le forzó, arguyéndole que era su cargo y su dignidad los que también estaban en juego, aparte de a saber cuántas vidas más. Mientras, a la declaración del padre de Doricza, el
zéman
Niláievá, se unieron las de otros zémans de las comarcas de Kyjov, Nytra y Uherské. La situación era insostenible. Es probable que Thurzó, consciente o inconscientemente, quisiese dar tiempo a Erzsébet para que ésta huyese a la lejana Transilvania, donde sin duda hallaría protección en cualquiera de sus parientes. Pero eso podía degenerar en una contienda de funestas consecuencias. Así que finalmente se decidió a actuar. También él necesitaba ver para cerciorarse de que eran ciertas las atrocidades que se le imputaban a Erzsébet, pues seguía sin convencerse plenamente de ellas.

Por su parte, el aturdido espía de la Condesa, que estaba embargado por el miedo, pactó con Ponikenus, cuando éste le filtró veladas amenazas si no lo hacía, que nada diría de esa demora de varias horas. Sencillamente, iría al castillo, informaría de lo visto, ante lo cual Erzsébet habría de tomar alguna medida, y luego se marcharía de allí lo antes posible. Así se lo aconsejó Ponikenus, quien contaba impaciente el tiempo que faltaba para que apareciesen en el pueblo los personajes que estaban a punto de llegar.

Pero Erzsébet seguía muy ocupada con sus maleficios, reponiéndose de la agotadora noche anterior, en la que había vuelto a llenar de sangre su bañera. Aún quedaban en ella restos de la furia que le causó que se le hubieran escapado vivos sus ilustres invitados de las semanas anteriores. Eso lo pagarían, entre otras chicas, las cuatro hijas de los
zémans
. Especialmente ellas. La noche previa las cuatro habían sido torturadas, reservándose a Doricza para el final, pues era la que más le gustaba. Ésta tuvo que contemplar el suplicio de sus compañeras.

Las paredes y el suelo estaban llenos de sangre, y se dice que aquella noche ni siquiera cayó en la cuenta de desvestirse, por lo que se dedicó a torturarla ataviada con uno de sus más lujosos vestidos. Sus mangas de lino volvían a verse empapadas de sangre. Fue así como, ya de madrugada, le llegó el turno a Doricza. Incluso cuando Erzsébet, para empezar, le propinó un centenar de azotes, no perdió su compostura y siguió orando. Tras éstos llegaron las incisiones con una cuchilla. Le arrancó las uñas de las manos y de los pies. Finalmente, mientras se sentaba en su sillón ya cansada, ordenó a Dorkó que le cortase las venas de los brazos, pero poco a poco. Había llegado el momento de aprovechar su sangre. Así se hizo al tiempo que Doricza caía desplomada.

No se sabe si aún aquella noche Erzsébet obtuvo su preciado baño. Había un gran revuelo por las dependencias superiores del castillo. Fue a la mañana siguiente, cuando ya había salido el sol desde hacía varias horas, el instante en que irrumpieron a las puertas del castillo los personajes llegados de Presburgo. Los
haiducos
dudaron si dejarles entrar, pues la Condesa dio órdenes estrictas en ese sentido. Pero la orden real que veían con sus propios ojos, así como lo aborrecible que a todos les resultaba la Señora del castillo, hicieron que les franquearan la entrada sin oponer la menor resistencia.

Erzsébet, que había oído el alboroto, mandó precipitadamente que se escondieran los cuerpos de las chicas. En parte lo habían hecho la madrugada anterior, pero por negligencia o debido al agotamiento sus secuaces no cumplieron el mandato a rajatabla. Ni se había hecho desaparecer a las chicas ni se habían borrado las numerosas manchas de sangre que por doquier se veían. No dio tiempo.

Thurzó, Ponikenus y bastantes hombres armados entraron abruptamente en los salones del castillo, donde pronto se organizó una liorna considerable, con carreras y gritos. Exigieron ver a la Condesa, quien seguía recluida en sus aposentos del piso superior, donde se retiró alegando que se sentía enferma. Así lo adujeron unos criados. Pero no era enferma, sino loca de furia como Erzsébet se hallaba. Posiblemente en esos minutos de recelo e incertidumbre maldijo la demora de su espía. De saber que Thurzó en persona acudía a por ella, y con una orden de registro de todas las dependencias de Csejthe, habría huido a grupas de
Visar
en dirección al alejado castillo de Bezkó, de donde sin duda se trasladaría a Transilvania. Una vez allí, podrían defenderla sus primos Gabor o Segismundo Báthory de todos esos intrusos que se habían empeñado en amargarle la existencia.

Mientras ella, que no se decidía a bajar y dar la cara, recitaba ininterrumpidamente conjuros contra sus enemigos. Éstos, ayudados por antorchas, empezaron a recorrer el castillo por su cuenta. Iban buscando pruebas. Y las encontraron. Así estaba escrito que debía ser. Por desgracia, pero también por suerte, las encontraron.

Había restos de sangre por todos lados. En pucheros y baldes. En la bañera de los lavaderos, en el escalfador. Sangre seca y sangre aún fresca. Sangre hasta en techumbres no muy altas y en paredes. Sangre encontrarían al poco en el baldaquino de su lecho y en los caireles de sus sábanas, que eran grecas orladas de rojo. Sangre junto a un agujero que, abierto en las piedras, iba a dar a un acantilado por el que se deshacían de muchos cuerpos, sangre en las chimeneas, sangre por varios pasadizos. Sangre, sangre, sangre. Pero allí no había ninguna chica.

Siguieron buscando, ahora con renovado ahínco, pues sólo les restaba hallar la prueba definitiva del delito. Y finalmente, en un apartado calabozo en el que apenas cabía una persona de pie, dieron con lo que buscaban. Horrorizados, vieron los cuerpos de dos muchachas totalmente desolladas. Una sobre otra. Por escasas horas no habían tenido tiempo de quemarlas o procurarles un entierro improvisado en algún lugar del campo en el que difícilmente habrían sido encontradas nunca.

Thurzó lanzó una expresión de espanto. Se sentía mareado. Por allí había también todo tipo de instrumentos de tortura y cabellos arrancados. Incluso vísceras llegaron a ver. Abrieron otra puerta haciendo saltar su cerradura a golpes de hacha. Dentro estaban dos muchachas a las que habían arrancado parcialmente la piel. Una jadeaba de forma lastimosa. Parecía agonizante. Thurzó se inclinó ante ella y le preguntó:

—¿Os ha hecho esto la Condesa…?

La chica afirmó con un movimiento de su cabeza justo antes de expirar. Era suficiente. A un lado yacía la que otrora fue una alta y guapa muchacha rubia. Estaba en carne viva. Era lo que quedaba de Doricza. Dicen quienes la vieron en tal estado que ni su propia madre hubiera podido reconocerla.

Erzsébet, como si intuyese el peligro, tenía preparada desde varios días antes una calesa presta para partir hacia Bezkó. Allí estaban depositados varios instrumentos destinados a la tortura. Aunque ella habría huido a caballo para evitar riesgos, no olvidó ese detalle, que de nuevo horrorizó a Thurzó y sus acompañantes al descubrirlo. Por unas horas de indecisión no pudo escapar. Por su afán de sumergirse de nuevo en la locura de la sangre. Y ello a pesar de que dispuso de varios días desde que, es probable, alguien pudo haberla informado de que en Presburgo se estaba decidiendo su suerte.

Se detuvo sin más premura a quienes todos señalaban como culpables, Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, que se dejaron apresar dócilmente, como si eso les aliviase del peso que sin duda debían soportar sus conciencias. También a Kata, lo que llenó de pesar y alarma al resto de lavanderas.

Entonces, y luego de muchos requerimientos, apareció ella delante del Palatino, soberbia y dispuesta a protestar por lo que consideraba un atropello a los de su casta. Thurzó la increpó: «Erzsébet, veo que tenían razón, eres como una alimaña. Estás viviendo tus últimos meses. No mereces respirar el aire de esta tierra, ni ver la luz de Dios. Tampoco eres ya digna de pertenecer a la sociedad humana. Vas a desaparecer de este mundo y no volverás jamás a él. Las tinieblas te rodearán y podrás arrepentirte de tu vida bestial. Señora de Csejthe, te condeno a prisión perpetua en tu propio castillo». Acto seguido, y dirigiéndose a sus cómplices, les dijo: «A vosotros os juzgará el tribunal». Hizo encerrar a Erzsébet en su aposento, fuertemente custodiada. Ésta no dejó de protestar ruidosamente en ningún momento.

Junto a Thurzó, estupefactos por cuanto terminaban de ver, se hallaban como testigos dos yernos de la Condesa, el noble Miklós Zrinyi y György Homonna. A éstos Thurzó les dijo que gustoso, y con sus propias manos, habría dado muerte allí mismo a la dama, pero que en beneficio del honor de los Nádasdy, que ya no de los Báthory, todo se llevaría a cabo ateniéndose de modo escrupuloso a la legalidad, pero en el mayor de los secretos. En un principio Thurzó pensaba encerrarla a perpetuidad en un convento situado en Varannó, casi junto al propio castillo que la Condesa tenía en dicha localidad, pero luego de lo visto no pudo obrar de otra manera.

Megyery y un mandatario del rey, que también se hallaban presentes, dijeron que esa decisión no satisfaría a Matías, pues la sentencia de recluirla en Csejthe no estaba a la altura de las atrocidades cometidas. Además, habían encontrado el cuadernillo de notas en el que ella misma especificaba, con nombres y minuciosas descripciones físicas, a muchas de sus víctimas. Había que juzgar públicamente a Erzsébet y ejecutarla como merecía.

Sus tres cómplices fueron conducidos bajo fuerte escolta a Bicsé. Las siguientes horas serían de gran ajetreo. Todavía se pudo rescatar a varias chicas con vida que, desnudas y hechas una piña, se amontonaban en los calabozos.

A la mañana siguiente Ponikenus, quizá dejándose llevar por la piedad, decidió subir a la habitación en la que estaba encerrada Erzsébet. A él sí se le permitió la entrada, pues creyeron que iba a confesarla, y de hecho es probable que ésa y no otra fuese su intención. Pretendía obtener el arrepentimiento de ésta, pero lo que se encontró fue, como la llamara Thurzó, una verdadera alimaña. Aunque se había hecho acompañar de un fornido soldado, poco faltó para que la Condesa, nada más verle, se abalanzase sobre él con intención de arañarle el rostro. Estaba allí, envuelta en pieles y con todas las joyas y alhajas que pensaba llevarse en su huida. Una vez la redujeron, gritó:

—¡Así que has sido tú, bastardo. Mira en qué situación me has puesto!

Todo ello lo decía en húngaro antiguo, idioma que Ponikenus no conocía bien, pero se lo hacía traducir. El pastor le dijo que era el momento de pensar no en venganzas sino en su alma. Ante esto, Erzsébet, lanzando una sonora carcajada, exclamó:

—¿Qué te crees? ¡Ya están los míos preparados al otro lado del Tiszá para pasarlo todo a sangre y fuego, y sin duda mi primo Segismundo vendrá a salvarme desde Transilvania…!

Ponikenus, sin perder la calma pero ciertamente asustado, la exhortó:

—¡Callad ya. Cristo ha muerto por vos…! —Frase ante la que ella repuso, jactanciosa y mirándole al bies:

—¡Menuda revelación… hasta los labriegos se saben esa historia!

Entonces el pastor ya no pudo contenerse:

—Has mancillado el Evangelio, criatura mal nacida… Lo manchaste con sangre…

—De vuestro Evangelio lo aprendí, malditos. Lo decía San Mateo: «Bebed todos de mi sangre, que será sello del Nuevo Testamento, la cual derramarán muchos…». —Se calló un instante, y luego siguió—: Yo me he limitado a cumplirlo.

No había terminado esta última frase cuando soltó una siniestra risotada. El pastor, frente a ella, a duras penas lograba contener su indignación y el pavor que esa mujer le inspiraba.

—Eres sacrílega y malvada… —empezó a increparla Ponikenus, pero ella le cortó:

—De vosotros lo aprendí. ¿O no está Cristo supuestamente en los inocentes? Fue a vuestro Cristo a quien se lo leí —dijo con mirada iluminada—. Sólo a él: «Quien bebe mi sangre y come mi carne, tendrá vida eterna…».

Y luego, retorciendo sus labios con inquina, añadió:

—Yo lo hice.

Como viese que era inútil todo intento de aplacarla, más bien al contrario, cada vez se la veía más violenta, Ponikenus optó por irse de allí.

BOOK: Ella, Drácula
10.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Gift of Love by Peggy Bird
The Antiquarian by Julián Sánchez
New York Nocturne by Walter Satterthwait
A grave denied by Dana Stabenow
Island of Icarus by Christine Danse
Cowboy After Dark by Vicki Lewis Thompson