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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (44 page)

BOOK: Ella, Drácula
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Tal vez aquella golondrina.

El día 21 de agosto del año 1614 fue depositada su ración de pan y agua. Horas después, y como solía ser costumbre, miraron si había cogido la comida. Allí estaba, intacta. La llamaron por su nombre. No contestó. Tras deliberar unos momentos, se decidió abrir una pequeña brecha en el muro que la tenía apartada del mundo.

Oyeron el revuelo de los murciélagos y una vaharada pestilente hizo que tuviesen que taparse la boca. Allí estaba, sentada en su sillón, envuelta en pieles. Sin respirar. Por fin se había ido a los bosques, con la bruja de Miawa y el espíritu de Darvulia.

Lilith llegaba a su nadir, cuando más alejada está de lo humano.

Dos testigos dieron fe de su fallecimiento por causas naturales. El primero fue el secretario del Palatino Thurzó, György Zadovsky:

«A 21 de agosto de 1614.

»Erzsébet Báthory, esposa del Magnificente Señor Conde Ferenc Nádasdy, viuda, tras cuatro años de detención en un calabozo de su castillo de Csejthe, condenada a prisión perpetua, ha comparecido ante el juez Supremo. Ha muerto al anochecer, abandonada de todos».

Pero ella seguía engañándolos incluso después de muerta. No fue en uno de los calabozos donde expiró, sino en sus aposentos, como la Señora que era. Y estaba por ver que fuese a comparecer ante el juez Supremo. Eso nunca lo sabría nadie.

El otro testigo de su óbito fue el letrado Itsván Krapinai, quien escribió:

«Erzsébet Báthory, esposa del alto Señor Ferenc Nádasdy, magistrado del Rey y Caballero Mayor, de estado viuda, infame y homicida, ha muerto en prisión en Csejthe. Muerta repentinamente, sin cruz ni luz, el 21 de agosto de 1614, por la noche».

Volvía a mentirles. Csejthe no era su prisión, sino su paraíso, y nunca lograron arrebatarla de allí. Tampoco necesitaba cruz alguna, todo lo contrario. Fue un privilegio que no la pusieran frente a ella. En cuanto a la luz, ¿quién podría negarle que había accedido a esa luz de la luna que por fin la llamaba, quién?

Afuera soplaba una repentina ventisca. Su cuerpo fue sepultado en un lugar secreto de los campos que rodeaban el castillo, como ella hizo con tantas. Estaban acabando de enterrarla y de pronto descargó un fuerte aguacero, impropio de aquella época. Igual que cuando nació.

De ella no quedaría, pues, rastro alguno. Sólo su recuerdo.

János Pirgist coloca el plumón de ánsar junto al tintero. Da por finalizado su trabajo. Fatigado, se levanta para ir a mirar por la ventana de la buhardilla. El invierno, y también el invierno de su vida, concluye tras el largo esfuerzo.

En esos momentos piensa en cierta frase de un escritor francés al que Erzsébet nunca pudo leer, pues murió justo cuando él nacía: «Hay héroes del mal lo mismo que del bien». Nada podía definir más acertadamente a aquella a quien dedicase tantas jornadas de escritura.

También pensó que justo el año en que la Condesa moría, varios médicos lograban extraer una criatura del interior de su madre abriéndole el vientre. A esa operación la llamaron «cesárea». La vida, pues, continuaba.

Pero una vez más se vuelve a hacer la pregunta de si no habrá sido en balde su pormenorizada especulación en torno a la génesis y esencia del mal, ya que en cuanto a sus efectos, sí cree haberlos explicado de manera fidedigna. El mal, ¿es ausencia de bien, simplemente eso? No. El mal, ese mal con el que János ha estado debatiéndose desde que era un niño e intentó evitarlo para sobrevivir, y luego, cuando fue joven y pretendió apartarlo de su memoria, y aún después, al decidirse por fin a escribir su historia, ese mal es algo superior a cualquier concepto que sobre el mismo puedan tener las personas. Se podrá perseguir y castigar, pero difícilmente se entenderá nunca. Porque ese mal es de carácter óseo y, a la vez, inexplicable. Como la tristeza o la alegría, como el odio o el amor, no se puede tocar ni ver, pese a que está. De ahí el temor al fracaso de no haber salido airoso tras su titánico esfuerzo de redacción. Ese mal sólo cabría definirlo como la tendencia oscura que lleva a algunos a sentirse ya no felices, sino realizados, con el dolor de otros que ningún daño les han hecho. Y hacerlo no como escarmiento, no para obtener más poder o riquezas, no por libidinosas inclinaciones o por motivos de venganza, no por creencias ideológicas o religiosas, sino por el propio placer de la contemplación de la desgracia ajena. Todo ello, ¿es posible explicarlo con palabras, se puede juzgar bajo el prisma de cualquier criterio moral? No. Por eso duda, sabiendo que tal incertidumbre habrá de acompañarlo de por vida.

Pero ha de reaccionar. Sin demora llama Pirgist a su ayudante en la parroquia, y le dice que ya ha acabado su relato.

—¿Está satisfecho con el resultado, reverendo? —pregunta con interés el joven.

—Estoy en paz conmigo mismo por haberlo escrito —responde él de forma evasiva.

Su interlocutor no parece contento con esa explicación. De modo que sigue insistiendo:

—Pero ¿lo ha contado… todo?

—Todo cuanto se podía contar… —contesta él, abstraído en lo que se ve a través de la ventana.

Constatando que su superior da muestras de un evidente cansancio, y que no parece en exceso dispuesto al diálogo, el joven clérigo agacha la vista y se dispone a retirarse. Cuando está ya en la puerta, oye la voz de Pirgist:

—Aguarde un instante, no se vaya aún…

—Sí, padre…

Pirgist se vuelve hacia él. Lo mira largamente y dice:

—¿Recuerda que, al dejarle el manuscrito días atrás, le hablé de un tercer favor, un tercer y último favor…?

—Lo recuerdo, claro que sí, y por supuesto estoy dispuesto a cumplirlo. —Tras vacilar unos momentos prosigue—: Aunque mentiría si no le dijese que ardo en deseos de saber cómo termina su historia. ¿Me dejará leer ese final, padre?

—Me parece justo —murmura János.

Ambos callan. Al fin el joven se decide a preguntar:

—¿Y el favor…?

El venerable hombre que tiene frente a sí parece no entender a qué se refiere cuando poco antes le comentó algo al respecto. Un gesto de su cara le hace notar que ya ha caído en la cuenta.

—Me gustaría pedirle algo importante. Algo muy importante para mí. Quizá más importante que haber escrito esa historia…

—Cuanto más importante sea, con más entusiasmo lo haré yo —responde el joven.

De nuevo se queda callado. Es como si le costara pronunciar las palabras que inevitablemente termina diciendo:

—Quiero ir allí.

El joven padre András parpadea sorprendido. No lo esperaba. Con cierta turbación dice:

—¿Allí es… allí, a ese sitio?

—A Csejthe —responde en tono rotundo Pirgist.

El joven titubea varios segundos, no porque dude de que en verdad desea hacerle ese favor, sino porque nunca hubiese creído que su superior pudiera pedírselo, y mucho menos desearlo.

—Debo enfrentarme a ello —dice Pirgist—. Ha sido más de medio siglo demorando ese momento, pero ya es inútil eludirlo.

—Perdone que me atreva a preguntárselo, padre, pero ¿qué espera hallar en ese lugar, que sólo le trae malos recuerdos?

János se siente preparado para responder a tan directa cuestión:

—Cerrar la historia, cerrarla de una vez.

—Pero ¿acaso no acaba de decirme que ya concluyó su relato? ¿Qué otra cosa quiere, pues?

Pirgist se sienta en su sillón. Frente al escritorio. Sin dejar de mirar a su ayudante, responde:

—Cerrar mi propia historia. Poder irme en paz de esta vida.

—¿Tanto desea regresar ahí?

—Nunca dejé de desearlo, nunca. Pero nunca me atreví a hacerlo.

El joven cura insiste:

—No obstante, y por lo que alcanzo a imaginar, del castillo poca cosa quedará…

—Pero sigue estando allí.

El otro no se da por vencido, pues en su fuero interno piensa que ese reencuentro con lugares de siniestra memoria en poco puede favorecer la salud de su superior. .

—¿No considera… perjudicial… enfrentarse a todos esos recuerdos, padre?

—Lo considero inevitable.

—Entonces, bien, ¿cuándo dispongo la partida?

—Mañana mismo. Nada ocurrirá aquí de urgencia que nos retenga por unos días. Yo mismo redactaré una carta a la archidiócesis explicando que durante unas jornadas no habrá misa diaria en la parroquia, esté tranquilo.

—De acuerdo. De inmediato cogeré lo necesario para el viaje. ¿Cuánto cree que nos llevará?

—Tres días de ida y tres de regreso. Calculemos una semana. Conozco sitios donde podremos pernoctar.

—Perfecto, padre. Si le parece, mañana salimos de madrugada…

Pirgist asiente con gravedad. Lleva demasiado tiempo queriendo hacer esto como para echarse atrás ahora. Invierten lo que queda de aquella jornada en preparar las pertinentes vituallas, coger ropa de abrigo y alquilarle dos burros a un campesino, que dispone de varios de estos animales en una cuadra contigua a la parroquia.

Aquella noche cenan un caldo de nastuerzos y cogollos de col. También algo de tocino. Pero lo hacen sin intercambiar palabra alguna, pues éstas sobran.

A la mañana siguiente, cuando aún no ha despuntado el sol, se ponen en camino. Deben ir hacia el norte, sin dejar el curso del Morava. Subirán hasta Malacky y luego girarán en dirección a Trnava. Una vez allí habrán de continuar por la ruta que lleva a Pistyán. Finalmente torcerán hacia el Vág, de tumultuosas aguas.

—No se me ha olvidado el puente desde el que, una vez superado, divisaremos las llanuras colindantes a Csejthe —afirma Pirgist.

Se ponen en camino pues, a lomos de sus jamelgos. Durante el viaje, en el que por fortuna no les cae ninguna nevada pese a que tienen que soportar los rigores del frío reinante, apenas se cruzan las frases de rigor. Es como si evitaran aludir a aquello que les aguarda en su destino.

Conforme van aproximándose a éste, el joven ayudante de Pirgist muestra un semblante preocupado. Algo le inquieta, y con toda certeza teme lo que pueda resultar de todo esto con su superior. János, por su parte y no sin sorpresa, se nota hundido en una extraña serenidad. Por momentos se siente hasta feliz. Está regresando a su infancia, y también ese período le trae recuerdos gratos, sobre todo cuando terminó la pesadilla.

A media mañana del tercer día de viaje ya han cruzado el Vág, y aún avanzan otro tramo, entre campiñas y trigales, hasta llegar a un otero desde cuya cima, si el tiempo les ayuda, podrán observar las llanuras que rodean Csejthe. Trepan por una senda llena de pedruscos, pero la niebla impide ver a lo lejos.

—En un día despejado incluso podría divisarse el castillo —afirma János con un suspiro.

Algo se ha encogido en su estómago. Su acompañante parece notarlo, pero nada dice. Vuelven al camino principal. Así transcurren hasta cuatro horas más. Dejan atrás campos en barbecho, parcialmente cubiertos por las recientes nieves. Ascienden un montículo y, al bajar por el otro lado, Pirgist detiene su mula.

—Mire… —silabea con emoción en la voz.

En la lejanía aparece como una sombra recortada sobre el cielo grisáceo la silueta del castillo. El joven cura da la sensación de haber enmudecido de repente.

—Venga, que ya falta poco… —le anima János.

Se sienten muy cansados, pero no es el momento de detenerse.

Al cabo de un rato divisan unas chabolas. Allí hay gente. Eso extraña a Pirgist, que siempre imaginó esta zona, en su recuerdo, totalmente desierta. Momentos después llegan a lo que fue el pueblo de Csejthe. En efecto, unas pocas familias han vuelto a llevar la vida allí. Varias gallinas y una oveja contemplan su paso, atentas sin duda a los animales que los transportan.

Su ayudante, quien en la noche previa a la partida acabó de leer el manuscrito de János, no puede evitar sentirse profundamente impresionado. Él, sin embargo, aún no ha tenido tiempo de reaccionar. De hecho, cabalga sin levantar en ningún momento la vista hacia el castillo, cuyo perfil, pese a que parece medio destruido, ya es distinguible.

Entonces, por vez primera, se atreve a mirar directamente el castillo, lo que queda de éste. Su corazón se contrae. Debe abrir la boca y respirar hondo para tranquilizarse, pues su serenidad se ha desvanecido del todo. Su propio aliento le impide ver con claridad esa mole que paulatinamente va estando más y más cerca.

Dejan a sus espaldas la aldea. Un par de mujeres, con sus retoños en brazos, les han mirado con actitud de sorpresa al ver el camino que se disponen a tomar. Empiezan a ascender por una empinada cuesta, pero de nuevo Pirgist opta por no mirar hacia arriba. Ha de posponer ese momento para cuando ya no sea posible dar marcha atrás y arrepentirse.

Si ella no se arrepintió nunca, tampoco él va a hacerlo ahora.

Junto a una fuente, cuyas aguas manan cristalinas por encima de las rocas, János le pide algo a su ayudante:

—Es preferible que me aguarde aquí. Subiré yo solo…

El joven cura muestra signos de alarma y, al mismo tiempo, de un alivio que apenas consigue disimular. Nada le tranquiliza en ese paisaje ni en esa situación. Pirgist se da cuenta y procura ponérselo fácil:

—Sí, esto es una cuestión a dirimir entre ellos y yo. No puede haber testigos.

—¿Ellos? —pregunta con ademán de perplejidad el joven.

—Mis recuerdos —sentencia János.

Inicia el tramo final de la subida, ya a pie y con andar cansino, procurando no resbalar con algunas de las piedras que se apelmazan en el lindero. La nieve dificulta aún más su marcha, ligeramente inclinado el cuerpo, jadeando pero sin decidirse todavía a mirar aquello que le aguarda, con las fauces abiertas, a unos pocos pasos de distancia. A su izquierda ve unos matorrales de celindas, a su derecha se acumula la broza y la bardoma. Todo es desolador.

Cruza lo que un día fue el puente levadizo. Los fosos que lo circundan están anegados de barro, que una capa enharinada oculta parcialmente. Hay ortigas y maleza por todas partes.

Es entonces, justo después de pasar bajo el portón central, cuando levanta los ojos y mira.

Allí está, igual que siempre. Amenazante, como de otro mundo. Deshabitado. En estado de ruina casi total. Distingue pájaros trazando círculos sobre las almenas. Los muros están ennegrecidos por el paso del tiempo. Se ven llenos de hierbajos y musgo. Él camina, ahora sí, observándolo todo con detenimiento, como si con cada mirada intentase recuperar un fragmento de su infancia, que se quedó entre esos muros mucho más destruidos de lo que creyó en un principio. No hay techos, pero aún distingue lo que fue el patio y sus pórticos en herradura. Evita mirar en dirección a los lavaderos. Sabe a dónde se dirige, aunque aún no encuentra la senda. Sigue trepando por caminos llenos de piedras, que antaño fueron pasadizos que iban a dar a los calabozos. Busca algo. Sabe lo que busca, aunque aún no se atreva a reconocerlo abiertamente. Por fin, tras encaramarse en varios puntos y subir por muros deshechos, llega a un lugar concreto y se detiene. Mira hacia lo alto.

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