Elminster. La Forja de un Mago

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Antes de la fundación de Myth Drannor, las Tierras Centrales estaban habitadas por bárbaros, y perversos dragones surcaban los cielos. En aquellos tiempos remotos, Elminster no era más que un chiquillo, un pastor que soñaba con aventuras y gestas heroicas. Sin embargo, cuando un señor de la magia, montado a lomos de un draǵon, destruyó su pueblo y su familia, el muchacho se vio forzado, de repente, a vivir en un mundo de crudas realidades, corruptos gobernantes y malignos hechiceros. Con paciencia y valor, Elminster emprendió la tarea de cambiar todo aquello y el resultado de sus esfuerzos fue un mundo renacido y su propia forja como mago.

Ed Greenwood

Elminster

La Forja de un mago

ePUB v1.0

Garland
05.06.11

Para Jenny

Por su amor y comprensión

y por estar ahí... como siempre

Sólo hay dos cosas valiosas en el mundo: La primera es el amor; la segunda, muy por detrás, es la inteligencia.

Gaston Berger.

La vida no tiene más sentido que el que le damos. Quisiera que unos cuantos más de vosotros le diera un poco.

Elminster de Valle de las Sombras

Verba volant, scripta manent

Preludio

—Desde luego, lord Mourngrym —contestó Lhaeo mientras señalaba escaleras arriba con un cucharón que goteaba salsa—. Está en el estudio. Ya conocéis el camino.

Mourngrym dio las gracias al escriba de Elminster con un cabeceo y subió los polvorientos escalones de dos en dos, dirigiéndose presuroso hacia la penumbra de la parte alta. Las instrucciones del Viejo Mago habían sido muy...

Se frenó bruscamente, con el polvo arremolinándose burlonamente a su alrededor. En el pequeño y acogedor cuarto estaban los consabidos estantes abarrotados, la desgastada alfombra y la cómoda silla... Y la pipa de Elminster, preparada, flotaba sobre la mesita auxiliar, pero ni rastro del Viejo Mago.

Mourngrym se encogió de hombros y subió el siguiente tramo de peldaños a toda prisa, hacia la cámara de conjuros. Allí, en el suelo, un círculo emitía un brillo palpitante, frío y blanco. Aparte de esto, la pequeña habitación circular se encontraba vacía.

El señor de Valle de las Sombras vaciló un instante y después subió el último tramo de la escalera. Nunca se había atrevido a molestar al Viejo Mago en su dormitorio, pero...

La puerta estaba entreabierta, y Mourngrym se asomó con cautela mientras su mano iba hacia la empuñadura de la espada por la fuerza de la costumbre. Las estrellas parpadeaban silenciosa e interminablemente en el oscuro techo abovedado, sobre la cama circular que llenaba la habitación; pero aquí no se había dormido hacía tiempo, a juzgar por el polvo que había posado. El cuarto estaba tan desierto como los otros. A menos que se hubiera vuelto invisible o que hubiese adoptado la forma de un libro o algo por el estilo, Elminster no se encontraba en la torre.

Mourngrym miró en derredor con recelo, sintiendo que el vello se le erizaba en el dorso de las manos. El Viejo Mago podía estar en cualquier parte, en mundos y planos que sólo los dioses y él conocían. Mourngrym frunció el ceño y luego se encogió de hombros. Después de todo, ¿quién en los Reinos, aparte, quizá, de las Siete Hermanas, sabía realmente algo sobre los planes de Elminster o de su pasado?

—Me pregunto —caviló el señor de Valle de las Sombras en voz alta mientras iniciaba el largo descenso a donde se encontraba Lhaeo— de dónde procede Elminster. ¿Habrá sido
alguna vez
un muchacho? ¿Dónde...? ¿Cómo sería el mundo entonces?

Debía de haber sido muy divertido hacerse mayor siendo un poderoso hechicero...

Prólogo

Era la hora de Correr el Manto, cuando la diosa Shar extendía su vasto ropaje de oscuridad purpúrea y relucientes estrellas a través del cielo. El día había sido fresco, y la noche prometía ser clara y fría. Las postreras ascuas sonrosadas del día se reflejaban en el largo cabello de la solitaria amazona procedente del oeste, y las sombras, cada vez más alargadas, la precedían.

La mujer miró cómo se iba haciendo de noche a su alrededor mientras cabalgaba. Sus negros ojos eran grandes y estaban enmarcados por arqueadas cejas: poder severo y aguzado ingenio en igualdad con una belleza sobria. Ya fuera por el poder o por la belleza, la mayoría de los hombres no pasaba por alto los rizos de cabello castaño dorado que enmarcaban su despierto y pálido rostro, e incluso reinas codiciaban su belleza; una al menos, con seguridad, sí. Sin embargo, mientras cabalgaba, en sus grandes ojos no había orgullo, sólo tristeza. En primavera, incendios incontrolados habían hecho estragos por estas tierras, dejando a su paso legiones de troncos carbonizados en lugar del exuberante verdor que recordaba. Esos bellos recuerdos era cuanto quedaba ahora del bosque de Halangorn.

Cuando la noche cayó sobre la polvorienta calzada, un lobo aulló en alguna parte, hacia el norte. La respuesta a la llamada sonó muy cerca, pero la solitaria amazona no mostró temor alguno. Su aplomo habría hecho levantar las cejas a los avezados caballeros que sólo se atrevían a cabalgar por esta calzada en patrullas numerosas y bien armadas; pero su sorpresa no habría terminado ahí. La dama cabalgaba con seguridad, y la larga capa que ondeaba a su alrededor se enrollaba de vez en cuando en sus caderas y trababa su brazo diestro. Sólo un necio habría hecho algo así, pero esta dama alta y esbelta recorría la peligrosa calzada sin siquiera llevar una espada. Una patrulla de caballeros la habría tomado por una demente o una hechicera y, en consecuencia, habrían echado mano a sus armas. No se habrían equivocado.

Era Myrjala
Ojos Negros
, como proclamaba el símbolo plateado de su capa. Myrjala era temida tanto por sus modos salvajes como por el poder de su magia; pero, aunque toda la gente la temía, muchos granjeros y aldeanos la querían. No así los orgullosos señores de castillos; se sabía que Myrjala había caído sobre crueles barones y caballeros saqueadores como un remolino vengador, y había dejado cuerpos abrasados como una sombría advertencia para otros. En algunos sitios no era en absoluto bien recibida.

Cuando la oscuridad total de la noche cayó sobre la calzada, Myrjala frenó un poco la velocidad de su caballo, se giró sobre la silla y se quitó la capa. Pronunció una única palabra, suavemente, y la prenda se retorció entre sus manos, cambiando su habitual tono verde oscuro por otro rojizo. El plateado símbolo de maga osciló y se retorció como una serpiente enfurecida y se convirtió en un par de doradas trompetas entrelazadas.

La transformación no acabó con la capa. El largo y rizoso cabello de Myrjala se oscureció y se acortó hasta los hombros, unos hombros que cobraron vida de repente y se ensancharon con abultamientos musculares. Las manos que pusieron la capa de nuevo se habían vuelto velludas, con dedos cortos y gruesos; sacaron un arma enfundada del petate colocado detrás de la silla de montar y abrocharon el correspondiente cinturón. Así armado, el hombre montado en la silla se arregló la capa de manera que el nuevo distintivo de heraldo se viera con claridad; volvió a escuchar el aullido del lobo —más cerca ahora— e instó a su montura, con calma, a iniciar un trote con el que remontó una última colina. Al frente se encontraba un castillo donde un espía cenaba esta noche, un espía de los perversos hechiceros dispuestos a apoderarse del Trono del Ciervo de Athalantar. Dicho reino se encontraba cerca, en el este. El hombre montado atusó su elegante barba y azuzó a su caballo para que continuara. Allí donde la hechicera más temida en estas tierras podía ser recibida con flechas y espadas prestas, un señor heraldo era siempre bien recibido. No obstante, la magia era la mejor arma contra un espía de hechiceros.

Los guardias estaban encendiendo las lámparas encima del portón cuando los cascos del caballo del heraldo trapalearon sobre el puente levadizo de madera. El distintivo en la capa y el tabardo fueron identificados, y el hombre fue recibido con callada cortesía por los guardias del portón. Dentro, sonó un único toque de campana, y el caballero del portón se apresuró a pedirle que se uniera al banquete nocturno.

—Sed bienvenido al castillo de Morlin, si venís en son de paz.

El heraldo inclinó la cabeza en respuesta silenciosa.

—Hay un largo camino desde Tavaray, señor heraldo. Debéis estar hambriento —añadió el caballero con menos ceremonia mientras lo ayudaba a bajar del caballo.

El heraldo dio unos cuantos pasos con lentitud, entorpecido por el agarrotamiento de la larga cabalgada, y esbozó una débil sonrisa. Unos ojos sorprendentes se alzaron para encontrarse con los del caballero.

—Oh, vengo de mucho más lejos que eso —dijo el heraldo suavemente, que se despidió con un movimiento de cabeza y echó a andar hacia el castillo. Caminaba como un hombre que conoce bien su camino y lo acepta de buen grado.

El caballero lo siguió con la mirada, en su rostro plasmado el desconcierto. Un hombre de armas que estaba por allí se acercó a él.

—No lleva espuelas —susurró—. Y no lo acompañan escuderos ni hombres armados. ¿Qué clase de heraldo es éste?

El caballero del portón se encogió de hombros.

—Si perdió a su escolta en la calzada o hay alguna otra historia de interés, pronto lo sabremos. Ocúpate del caballo.

Se volvió y recibió una nueva sorpresa. El caballo del heraldo se había acercado y lo miraba como si, por increíble que pareciera, estuviera escuchando su conversación. Subió y bajó la cabeza y dio un paso para dejar las riendas suavemente en las manos del guardia. Los hombres intercambiaron una mirada recelosa antes de que el guardia echara a andar conduciendo al animal por la rienda.

Tras observarlos un instante, el caballero se encogió de hombros y volvió a grandes zancadas hacia la boca del portón. Habría mucho de que hablar durante la guardia, más tarde, aconteciera lo que aconteciera. Fuera, en la noche, un lobo volvió a aullar, muy cerca. Uno de los caballos resopló y pateó con nerviosismo.

Entonces, una ventana del castillo, en lo alto, titiló con una repentina luz, la luz
mágica
de un conjuro de lucha, y se trabó la batalla. Hubo una terrible conmoción en el interior: mesas volcadas y platos caídos, gritos de las sirvientas y crepitar de fuego. Acto seguido, los gritos de los caballeros que estaban en el patio se sumaron al estruendo.

El hombre no era un heraldo, y, a juzgar por el ruido y el olor, otros que estaban en el castillo tampoco eran lo que parecían. El caballero apretó los dientes y aferró su espada con fuerza mientras se dirigía hacia el alcázar. Si Morlin caía en poder de estos malvados lanzadores de conjuros, ¿no sería el Rey Ciervo el siguiente en caer? Y, si toda Athalantar caía, vendrían años y más años de tiranía hechicera. Sí, habría ruina y desolación... ¿Y quién se levantaría contra estos señores de la magia?

Primera Parte
Forajido
1
Fuego de dragón y muerte

¿Dragones? Espléndidas criaturas, muchacho, siempre y cuando las contemples en tapices o en las máscaras que se llevan en carnavales o desde tres reinos de distancia...

Astragarl Cuerno de Madera, mago de Elembar

De la conversación con un aprendiz

Año del Colmillo

El sol caía a plomo, luminoso y ardiente, sobre el afloramiento rocoso que coronaba el alto pastizal. Lejos, allá abajo, la aldea, al amparo de los árboles, permanecía bajo una neblina azul verdosa; una neblina mágica, decían algunos, conjurada por los magos de la niebla de la Buena Gente, cuya magia ejecutaba tanto el bien como el mal. De las cosas malas se hablaba más a menudo, por supuesto, ya que muchos habitantes de Heldon no sentían simpatía por los elfos.

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