Elminster. La Forja de un Mago (2 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Elminster no era uno de ellos. Confiaba en que conocería a los elfos algún día, pero conocerlos lo que se dice de verdad: tocar la suave piel y las puntiagudas orejas, conversar con ellos. Hubo un tiempo en que estos bosques eran suyos, y todavía conocían los lugares secretos de cubiles de bestias y cosas por el estilo. Le gustaría conocer todo eso algún día, cuando fuera un hombre y pudiera ir a donde le placiera.

Suspiró y rebulló, buscando una postura más cómoda contra su roca favorita, y por la fuerza de la costumbre dirigió la mirada a la inclinada ladera de la pradera para asegurarse de que sus ovejas estaban sanas y salvas. Lo estaban.

No por primera vez, el huesudo muchacho de nariz aguileña oteó hacia el sur, con los ojos entrecerrados. Retiró el rebelde cabello, negro como el azabache, con una delgada mano que mantuvo levantada para resguardar los ojos, azulgrisáceos, e intentar en vano divisar los torreones del lejano y espléndido Athalgard, el corazón de Hastarl, junto al río. Como siempre, pudo distinguir la tenue neblina azulada que señalaba el meandro más próximo del Delimbiyr, pero nada más. Su padre le había dicho a menudo que el castillo se encontraba demasiado lejos para poder verlo desde aquí y, de vez en cuando, añadía que la considerable distancia que lo separaba de su aldea era una buena cosa.

Elminster hubiera querido saber qué quería decir con eso, pero éste era uno de los muchos temas de los que su padre no estaba dispuesto a hablar. Cuando le preguntaba, sus labios, de frecuente sonrisa, se apretaban en una línea dura, y sus grises ojos ecuánimes se encontraban con los de Elminster con una mirada más penetrante de lo normal, pero no decía una sola palabra. El muchacho detestaba los secretos; al menos, aquellos que él desconocía. Algún día, de algún modo, los sabría todos. Y también, algún día, vería el castillo que según los juglares era tan espléndido... Sí, acaso incluso caminaría por sus almenas.

Una suave brisa sopló a través de la pradera, haciendo que el pasto se inclinara levemente. Era el Año de los Bosques en Llamas, en el mes de Eleasias, a pocos días de Eleint. Las noches ya empezaban a ser muy frías. Tras seis años de cuidar del rebaño en los altos prados, El sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que las hojas se desprendieran, sacudidas por el viento, y que el Marchitamiento empezara de verdad.

El muchacho pastor suspiró y se arrebujó más en su ajada y remendada chaqueta de cuero. La prenda había pertenecido a un guardabosque con anterioridad. Debajo de un parche en la espalda tenía un agujero irregular y oscurecido por una mancha donde una flecha —una flecha elfa, según decían algunos— había acabado con la vida del hombre. Elminster llevaba la vieja zamarra —con las hebillas y correas, los desgarrones de las insignias de un señor arrancadas largo tiempo atrás, y los bordes ajados en pasadas aventuras— por la sensación que despertaba en él la historia de la prenda. A veces, sin embargo, habría querido que le sentara un poco mejor, que fuera más de su talla.

Una sombra cayó sobre el prado, y el muchacho alzó la vista. Por detrás de él resonó el fragor del viento más agudo y vibrante que jamás había oído. Giró veloz sobre sí mismo, con un hombro contra la roca, y se incorporó de un brinco para ver mejor. No tendría por qué haberse molestado. El cielo por encima de la pradera había quedado oculto por dos inmensas alas semejantes a las de un murciélago, y, entre ellas, un bulto escamoso más grande que una casa. Unas zarpas con garras enormes colgaban bajo el vientre, del que se alzaba un largo, largo cuello terminado en una cabeza que albergaba dos ojos crueles y unas inmensas fauces repletas de dientes aserrados, tan grandes como el propio Elminster. Por detrás, flameando como una larga estela por encima de la colina, una cola ondeaba y se agitaba...

¡Un dragón! Elminster se olvidó incluso de tragar saliva, limitándose a mirarlo fijamente.

Inmenso y terrible, se deslizó hacia él y se frenó laboriosamente con las alas extendidas para atrapar el aire, cernido contra el azul cielo septentrional. ¡Y llevaba un hombre montado en el lomo!

—Dragón en el portón —musitó Elminster el juramento sin pensarlo cuando la gigantesca cabeza se ladeó un poco y el muchacho se encontró mirando frente a frente los viejos, sabios y crueles ojos del gran wyrm.

Eran profundos y miraban fijamente, sin parpadear; unos estanques de oscura maldad en los que se sumergió, hundiéndose, hundiéndose...

Las garras del dragón se hincaron profundamente en el afloramiento rocoso con un chirrido de piedra hendida y una lluvia de chispas. Era el doble de alto que la torre más alta de la aldea, y aquellas inmensas alas se agitaron una vez. En medio del ensordecedor aleteo, Elminster salió lanzado hacia atrás sin poder evitarlo, y cayó cuesta abajo dando volteretas mientras las ovejas balaban aterradas y rodaban a su alrededor. Se frenó bruscamente, con un doloroso golpe en el hombro. Debería correr, debería...

—¡Espadas! —Escupió el juramento más fuerte que sabía cuando en mitad de la carrera se sintió frenado por algo invisible. Sintió algo ardiente, cosquilleante, corriéndole por las venas... ¡Magia! Esa fuerza mágica lo hizo girar lentamente, dándole media vuelta para ponerlo de cara al dragón. Elminster siempre había deseado ver la magia en acción de cerca; pero, en lugar de la desbocada excitación que había esperado, se encontró con que la sensación que le producía la magia no le gustaba en absoluto. La rabia y el miedo se despertaron en él cuando su cabeza se levantó a la fuerza. No, no le gustaba en absoluto.

El dragón había plegado las alas, y ahora estaba sentado en lo alto del afloramiento rocoso como un buitre... Un buitre tan alto como un torreón, con una cola larga que se enroscaba hasta casi la mitad de la ladera occidental de la pradera. Elminster tragó saliva con esfuerzo; de repente, tenía la boca muy seca. El hombre había desmontado y estaba de pie en una roca inclinada, junto al dragón, con una mano levantada en un gesto imperioso, señalando al muchacho.

Elminster sintió que su mirada era atraída a la fuerza —esa horrible sensación de indefensión en su cuerpo otra vez, el cruel control de la voluntad de otro moviendo sus miembros— para encontrarse con los ojos del hombre. Mirar los ojos del dragón había sido horrible pero, en cierto modo, espléndido. Esto otro era peor. Estos ojos eran fríos y prometían dolor y muerte... Tal vez más. Paladeó el sabor frío de un miedo que crecía por momentos.

En los almendrados ojos del hombre había una cruel diversión. El muchacho se obligó a apartar un poco la mirada hacia abajo y a un lado, y vio la oscura piel alrededor de aquellos mortíferos ojos, y rizos cobrizos, y un reluciente colgante sobre el torso lampiño del hombre. Bajo éste, la piel del hombre tenía marcas, medio ocultas por la túnica de color verde oscuro. También llevaba anillos de oro y de otro tipo de metal azul y brillante, y calzaba unas botas del más suave cuero que Elminster había visto jamás. El débil fulgor azulado de la magia —algo que según su padre sólo Elminster era capaz de ver, y de lo que nunca debía hablar— envolvía el colgante, los anillos, las ropas, y las marcas del pecho del hombre, así como lo que parecían las puntas de unos pinchos de madera pulida que sobresalían de unos cortes altos en la parte exterior de las botas del hombre. El extraño fulgor brillaba con más fuerza en torno al brazo extendido del hombre, pero Elminster no necesitaba ninguna otra indicación para saber que éste era un hechicero.

—¿Cuál es el nombre de la aldea que está ahí abajo? —La pregunta fue rápida, fría.

—Heldon. —El nombre salió de los labios de Elminster antes de que el muchacho tuviera tiempo de pensarlo. Sintió que la boca se le llenaba de saliva, con un leve regusto de sangre.

—¿Está el señor ahora allí?

Elminster luchó por guardar silencio, pero se encontró diciendo:

—S... sí.

—¿Cómo se llama? —El hechicero estrechó los ojos, levantó la mano y el fulgor azulado brilló con mayor intensidad.

El muchacho sintió la imperiosa necesidad de contarle a este descortés forastero todo;
todo
. El frío terror bulló en su interior.

—Elthryn, señor. —Notaba sus labios temblorosos.

—Descríbelo.

—Es alto, señor, y delgado. Sonríe a menudo, y siempre tiene una palabra amable para...

—¿De qué color es su cabello? —inquirió el hechicero bruscamente.

—C... castaño, señor, con canas en las sienes, y también en la barba. Es...

El hechicero hizo un gesto brusco, y Elminster sintió que sus miembros se movían por sí mismos. Gimió mientras intentaba resistirse, pero ya se daba media vuelta y echaba a correr. Trotó con fuerza entre la hierba, indefenso contra el poder mágico que lo impulsaba, tropezando en su precipitación, descendiendo por la herbosa ladera hacia donde la pradera terminaba... en el tajo vertical del barranco.

Mientras trotaba pisoteando el pasto y la hierba alta, Elminster se aferró a una pequeña victoria; al menos, no le había dicho al hechicero que Elthryn era su padre.

Parca victoria, desde luego. El borde del precipicio parecía abalanzarse hacia él; el aire levantado con su precipitada carrera sonaba en sus oídos; la ondulada campiña de Athalantar, allí abajo, tenía un bello aspecto envuelta en la neblina.

Elminster se precipitó de cabeza al vacío, y notó que la terrible fuerza compulsiva lo abandonaba. Mientras las rocas del fondo salían a su encuentro, se debatió contra la rabia y el miedo, en un intento de salvar la vida.

A veces, podía hacer que algunas cosas se movieran con la fuerza de su mente. A veces... ¡por favor, dioses, que fuera ahora!

El barranco era angosto, y las paredes estaban plagadas de rocas. El mes pasado un cordero había caído por él, y había muerto mucho antes de que su cuerpo destrozado, desmadejado, llegara al fondo. Elminster se mordió el labio, y entonces el blanco resplandor que buscaba surgió y lo cegó, borrando de su vista las rocas que se precipitaban hacia él. Se aferró al aire con dedos crispados e hizo un brusco giro lateral, como si le hubiesen crecido alas de repente.

A continuación se estrelló contra un arbusto espinoso, y la piel le ardió al abrirse en numerosos cortes. Chocó contra tierra y piedra, y entonces algo elástico —¿una enredadera?— cedió de golpe, se rompió, y empezó a caer otra vez.

—¡Aaaah!

Esta vez, chocó contra rocas, con fuerza. El mundo empezó a dar vueltas. Boqueó para coger aire, en vano, y la reluciente bruma blanca se alzó en torno a sus ojos.

Que los dioses y las diosas lo protegieran...

La bruma se alzó y luego se retiró; y entonces, desde arriba, llegó el horrendo sonido de un chasquido.

Algo oscuro y húmedo pasó rozándolo, hacia las rocas invisibles tras la tiniebla de abajo. Elminster sacudió la cabeza para despejar el aturdimiento y miró en derredor. Manchas de sangre fresca salpicaban las rocas cercanas. La luz del sol, allá arriba, perdió intensidad; Elminster se quedó muy quieto, con la cabeza ladeada, intentando dar la impresión de que estaba muerto. Los brazos, las costillas y una cadera le palpitaban de dolor, pero sabía que podría moverlos todos. ¿Bajarían el hechicero o el dragón para asegurarse de que estaba muerto?

El dragón viró sobre la pradera, con las patas de una oveja colgando entre sus fauces, y se perdió de vista. Cuando el siguiente giro lánguido lo situó de nuevo sobre el barranco, dos ovejas se retorcían en su boca. Los chasqueantes sonidos empezaron de nuevo al tiempo que pasaba de largo.

Elminster se estremeció, sintiéndose enfermo, con el estómago revuelto. Se agarró a la roca como si su solidez y dureza pudieran decirle qué hacer ahora. El estruendoso batir de las alas del dragón sonó de nuevo. El muchacho permaneció tumbado lo más inmóvil posible, con la cabeza todavía torcida en un ángulo extraño. Dejando la boca muy abierta, contempló fijamente el cielo despejado.

El hechicero lanzó una mirada penetrante al chico desplomado desde su alta silla cuando el dragón lo pasó sobrevolando, y luego se inclinó hacia adelante y gritó algo que Elminster no alcanzó a oír y que resonó y siseó en la boca del barranco. Las poderosas alas del dragón reaccionaron en respuesta, y se elevó ligeramente para, acto seguido, perderse de vista en un picado tan pronunciado que el ruido de sus alas semejó un penetrante chillido. Un picado en dirección a Heldon.

Elminster se incorporó tambaleante, con un gesto de dolor, y se dirigió dando traspiés hacia el extremo del barranco, gimiendo de dolor con cada movimiento que hacía. Había un sitio por el que había trepado en otra ocasión; los dedos le sangraron al rasparse en las afiladas rocas. Un miedo espantoso se iba apoderando de él, casi sofocándolo.

Por fin llegó al herboso borde de la pradera, se aupó y rodó sobre ella, jadeante, y miró abajo, hacia Heldon. En ese momento, Elminster descubrió que todavía le quedaba aliento para gritar.

Fuera, una mujer chilló. Un momento después, el incesante martilleo de la forja se detuvo de manera repentina. Con el entrecejo fruncido, Elthryn Aumar se incorporó con brusquedad dejando de lado las cuentas de la granja, esparciendo las piezas de arcilla. Suspiró ante su torpeza al tiempo que cogía la espada colgada en la pared y salía a la calle a grandes zancadas, desenvainando el acero a la par que caminaba. Cuentas que no cuadraban en toda la mañana, y ahora esto... ¿Qué pasaba?

La Espada del León, el tesoro más antiguo de Athalantar, emitió su orgulloso fulgor al quedar expuesta a la luz del sol. Una magia poderosa dormía en el interior de la vieja cuchilla, y, como siempre, transmitió una sensación de firmeza a la mano de Elthryn, un anhelo de sangre. Lanzó un destello mientras el hombre echaba un rápido vistazo a su alrededor. La gente gritaba y corría enloquecida calle abajo, hacia el sur, los semblantes demudados de puro terror. Elthryn tuvo que esquivar con presteza a una mujer tan gruesa —una de las costureras de Tesla— que lo sorprendió que pudiera correr así, y se volvió para mirar hacia el norte, hacia la oscura mancha del bosque Elevado. La calle estaba abarrotada de vecinos que corrían hacia el sur, calle abajo, pasando a su lado y dejándolo atrás. Algunos sollozaban. Una nube de humo flotaba en el aire, de donde la gente venía.

¿Bandoleros? ¿Orcos? ¿Alguna criatura del bosque?

Corrió calle arriba, con la espada encantada, que era su más preciada posesión, desnuda en su mano. El penetrante tufo a quemado llegó hasta él. Un miedo angustioso atenazaba ya su garganta cuando giró en la tienda del carnicero y encontró el fuego al otro lado.

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