Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—Cogimos a otros dos que venían de Daera anoche, a primera hora.
—Con eso, habrá que dejarlos en paz durante un tiempo —gruñó Sargeth mientras él y sus compañeros se quitaban guanteletes, cascos y las pieles más pesadas y los harapos de cuero que llevaban puestos—, o creerán que las mozas que alegran sus noches trabajan para nosotros y las quemarán o nos estarán esperando con un mago para hacernos caer en nuestra propia trampa.
La sonrisa de Javal se borró. Torció el gesto y asintió con un lento cabeceo.
—Como siempre, ves el camino correcto, Sar.
Sargeth se limitó a gruñir y acercó las manos al creciente calor de la lumbre. Los soldados del Cuerno de Heldreth, la fortaleza más exterior de Athalantar, habían salido a comprar los favores de las mozas de aldea desde que el alcázar existía. Unos doce veranos atrás, algunas muchachas habían convertido una vieja granja en una casa de placer y además vendían a sus clientes vino de flores silvestres; los proscritos habían matado a no pocos soldados cuando éstos regresaban a la fortaleza, borrachos y solos.
—Sí, será mejor que dejemos a esos perdularios en paz durante un tiempo, y volvamos a echarles el guante en primavera.
—¿Qué? ¿Y dejarlos que sigan matando y saqueando hasta la próxima primavera? ¿Cuántos guerreros más puedes permitirte el lujo de perder?
La voz del mago era fría; más fría que las gélidas almenas en las que se encontraban, oteando el panorama más allá de las aguas cubiertas con una capa de hielo de la corriente del Unicornio. El comandante de Sarn Torel extendió las fuertes y velludas manos en un gesto de impotencia.
—Ninguno, gran mago —respondió—. Ésa es la razón de que no envíe más patrullas. Cada hombre que sale de aquí cabalgando en dirección oeste, va hacia su muerte y lo sabe. Así de cerca han llegado en su abierto desafío. Además, también he de mantener el orden en las calles aquí. Si los mercaderes y buhoneros son lo bastante necios para viajar en caravanas de reino en reino mientras caen las grandes nevadas, que se las arreglen solos para cuidar de sus pellejos. Y que los bandidos se congelen en las colinas sin tener la diversión de nuestras espadas.
La mirada que le dirigió el mago fue incluso más fría de lo que había sido su voz.
El comandante se acobardó, y tuvo que agarrarse con firmeza al merlón de piedra que tenía delante para no retroceder y poner de manifiesto su temor. Bajó la vista al musgo helado que crecía entre las grietas e irregularidades de la piedra y deseó encontrarse en cualquier otra parte. En algún sitio más caliente, donde nunca se hubiera oído hablar de hechiceros.
—No recuerdo que el rey pidiera tu opinión respecto a tus obligaciones, aunque no me cabe ninguna duda que le interesaría mucho descubrir cuán... creativamente... difiere de la suya. —El mago hablaba ahora con una voz sedosa.
El comandante se obligó a mirar a los oscuros ojos, que chispeaban con un brillo malicioso.
—Entonces ¿
queréis
, señor mago —preguntó, poniendo en la palabra el suficiente énfasis para que el hechicero se diera cuenta de que el comandante consideraba al rey un guerrero mucho más experimentado que todos sus jactanciosos señores de la magia y que, por ende, no tendría el mismo punto de vista sobre la prudencia de su oficial—, que envíe más hombres a patrullar por el Cuerno?
El brujo vaciló, y luego, con la misma suavidad anterior, repuso:
—Dime lo que
desearías
hacer tú, comandante. Quizá podamos llegar a un acuerdo.
El oficial hizo una profunda inhalación y sostuvo con firmeza la mirada de aquellos mortíferos ojos.
—Enviar a las colinas del Cuerno un trineo lleno de magos, o incluso de aprendices, siempre y cuando los dirija un mago con experiencia. Veinte soldados, el número máximo de hombres que me arriesgaría a prescindir, cabalgarían con ellos hasta el Cuerno. Y, una vez allí, que hicieran con su magia lo necesario para dar caza y destruir a esos proscritos.
Se miraron fijamente unos largos y escalofriantes instantes, y después, lentamente, el señor de la magia Kadeln Estrella de Oloth sonrió... levemente, aunque el comandante se había preguntado si el brujo sabía cómo hacerlo.
—Un sólido plan, indudablemente, comandante.
Sabía
que podíamos llegar a algún acuerdo hoy. —Miró hacia el norte un momento, más allá de las granjas cubiertas de nieve que se extendían al otro lado del río, y luego añadió—: Confío en que podrá encontrarse un trineo adecuado enseguida, y no tengamos que esperar mucho a que aparezca o haya que construir uno y la primavera nos sorprenda haciendo todavía preparativos.
—¿Veis aquellos troncos, junto al molino? —El oficial señaló por encima de las almenas hacia abajo con la mano enfundada en guantelete—. Uno de los deslizadores que hay debajo podría quedar descargado para esta noche, y un par de los techados que utilizamos para cubrir los pozos podrían estar acoplados a él antes del amanecer.
El mago esbozó una débil sonrisa que lo hizo parecer una serpiente contemplando una presa que no puede escapar.
—Entonces, se pondrán en marcha mañana a primera hora. Tendrás doce magos a tu disposición, comandante. Uno de ellos será el señor de la magia Landorl Valadarm.
El guerrero asintió en silencio mientras se preguntaba para sus adentros si Landorl sería un idiota torpón o simplemente alguien que se había ganado la enemistad de Kadeln. Esperaba que fuera esto último. Así, al menos, el tal Landorl podría ser útil si los condenados proscritos atacaban el trineo.
Allí, en las almenas, los dos hombres esbozaron una sonrisa tirante y después se dieron la espalda deliberadamente para demostrar que se atrevían a hacerlo, y echaron a andar despacio, aparentando una despreocupada indiferencia. Cada uno de sus pasos parecía decirle al mundo que eran hombres fuertes, libres de temores.
Las almenas de Sarn Torel los vieron pasar y continuaron tranquilas y silenciosas, sin inmutarse, como lo seguirían estando cuando los dos hombres llevaran mucho tiempo en sus tumbas. Hacía falta mucho para impresionar a la muralla de un castillo.
Elminster soplaba alegremente los dedos abrasados, lamiendo los últimos residuos de carne de caballo que tenía pegados en ellos, cuando uno de los centinelas irrumpió en la caverna.
—¡Patrulla! —alertó entre jadeos—. Han encontrado la entrada, y han matado a Aghelyn y probablemente a otros. ¡Algunos de ellos han vuelto corriendo, para informar dónde nos escondemos!
Por toda la caverna sonaron juramentos, gritos y el jaleo de los hombres al incorporarse precipitadamente. Sargeth cortó el escándalo con voz tonante:
—Vamos, coged ballestas y espadas. A las armas todos, menos Mauri. Los chicos y los heridos, tomad posiciones en la caverna del resplandor. ¡Todos los demás, conmigo,
ahora
!
Corrieron en medio de la oscuridad, mascullando maldiciones y, en su precipitación, golpeando las armas contra los obstáculos de piedra que no veían.
—¡Brerest! ¡Eladar! —llamó Sargeth—. Intentad escabulliros de la lucha aquí e id tras los que se dirigen hacia los magos. De todos nosotros, sois los corredores más rápidos lo bastante mayores como para manejar bien una espada. Quiero a todos esos soldados muertos o, de lo contrario, pronto lo estaremos nosotros.
—De acuerdo —contestaron Brerest y Elminster entre jadeos, y cruzaron la boca de la Caverna del Viento rodando sobre sí mismos, hechos un ovillo. Una de las saetas que buscaban sus vidas pasó silbando a su lado y se estrelló contra la roca, no muy lejos de la cabeza de Sargeth. Una segunda pasó muy desviada, pero Elminster se detuvo detrás de un peñasco cubierto de nieve a tiempo de ver que el tercer proyectil se hincaba en el ojo de Sargeth, y éste salió lanzado hacia atrás como un saco de huesos y se deslizó por el muro de roca, en medio de violentas sacudidas.
Elminster soltó a un lado la daga que empuñaba, sobre la nieve; levantó la vieja ballesta recompuesta que había caído de las manos de Sargeth y empezó a tensar el muelle a todo correr. El resorte resonaba escandalosamente, pero ahora los proscritos pasaban corriendo y disparando sus propias ballestas, y los gritos ponían de manifiesto que sus saetas estaban dando en el blanco. Por fin la tuvo armada.
—Que Tempus afine mi puntería —musitó el joven mientras apretaba la yema del dedo contra la punta de la daga hasta hacer brotar la sangre para así sellar la súplica al dios de la guerra. Luego dejó la ballesta cargada en el suelo, se despojó del yelmo que llevaba y lo agitó levemente por un costado del peñasco.
Una saeta pasó silbando. Elminster recogió la ballesta y rodeó la peña en una fracción de segundo. Como había esperado, el soldado estaba de pie para ver morir a su víctima, así que Elminster disponía de un blanco perfecto en su cara, detrás de un puñado de aullantes proscritos que descargaban violentos tajos y soldados que mataban a sangre fría.
Elminster apuntó con cuidado, disparó... y falló. Maldiciendo, retrocedió de un salto, pero Brerest llegó a su lado, con su ballesta cargada, se situó y disparó.
El soldado había empezado a darse media vuelta para ponerse a cubierto. En su cara brotó una saeta, y la cabeza le giró bruscamente; retrocedió unos pasos tambaleándose y luego se desplomó.
Elminster arrojó a un lado la ballesta, recogió su daga y echó a correr a través de la nieve, esquivando desesperadamente hombres enzarzados en combate. Se encontraba todavía a varias zancadas de la primera piedra lo bastante grande como para refugiarse tras ella cuando un soldado asomó por detrás de la segunda roca, con la ballesta aprestada en la mano, para apuntar hacia la refriega sostenida ante la boca de la cueva. Al ver a Elminster giró el arma apresuradamente; era imposible que fallara el tiro.
El joven clavó los talones en un intento desesperado de frenar su carrera, luego cambió de dirección y se zambulló de cabeza en el banco de nieve más próximo. Aterrizó con violencia en medio de una rociada de nieve, se deslizó sobre suave roca que estaba oculta debajo y rodó sobre sí mismo, esperando sentir el golpe seco y mortal en cualquier momento.
No llegó. Elminster se limpió la cara de nieve y miró al frente.
Brerest o algún otro proscrito había tenido acierto. El soldado estaba hecho un ovillo encima de la roca, desarmado y gimiendo; de un hombro le sobresalía un astil.
—Gracias, Tempus —dijo el joven con fervor. Se dio impulso con dos rápidas zancadas y se arrojó por encima de la primera roca, con los pies por delante para estrellarlos contra quienquiera que estuviera allí.
El soldado estaba de rodillas, pugnando con el resorte atascado de la ballesta; el golpe de Elminster al aterrizar lo aplastó contra el suelo como un muñeco de trapo, y un segundo después la daga del joven lo degollaba.
—¡Por Elthryn, príncipe de Athalantar! —susurró Elminster, que se encontró parpadeando para contener unas repentinas e inesperadas lágrimas al evocar el semblante de su padre.
«
Ahora
no», se exhortó con desesperación, y echó a correr hacia el siguiente peñasco. El hombre herido lo vio venir e intentó apartarse mientras gemía. Elminster hundió su daga.
—¡Por Amrythale, su princesa! —gruñó.
Acto seguido se agachó, recogió la ballesta cargada del hombre de donde estaba caída, y alzó la vista justo a tiempo de disparar a otro soldado que acababa de salir de su escondrijo con una lanza en la mano. Un poco más adelante, la saeta de un proscrito se hincó en la mano de otro soldado, que gritó y se escabulló tras la roca donde estaba escondido, sollozando.
En la caverna, el choque metálico de armas había cesado. Elminster se arriesgó a echar una ojeada atrás y sólo vio hombres muertos. Yacían en sangrientos montones delante de la cueva, y sólo a unos cuantos pasos Brerest estaba tirado en el suelo, las dos manos aferradas para siempre a una saeta clavada en su pecho.
¡Dioses! Sargeth y Brerest, los dos... Y también todos los demás, si esos soldados conseguían volver para informar a los hechiceros. ¿Cuántos habría? Cuatro muertos, pensó el joven mientras corría agachado, además de todos los que estaban junto a la caverna. La lluvia de saetas silbando arriba y abajo del barranco había cesado. ¿Estaría muerto todo el mundo?
No. Quedaban el soldado que sollozaba y quizás otros dos más un poco más adelante, en alguna parte entre estas rocas. Aquí tenía que haber dos patrullas por los menos, y no habrían enviado más de tres hombres de cada una —quizá sólo tres en total— para informar a los hechiceros. Para que hubiera la menor esperanza de que pudiera alcanzarlos, tendría que encontrar los caballos en los que éstos habían venido, y... ¡Por supuesto! Algunos de los soldados que faltaban, dos como mínimo, estarían guardando los caballos, más abajo.
Elminster gateó alrededor del peñasco, manteniéndose agachado, y cogió cuatro dagas y una lanza de los dos hombres muertos. La saeta de un proscrito salió silbando de la caverna y a punto estuvo de alcanzarlo por detrás; el joven suspiró y se arrastró por la nieve.
Casi había llegado al soldado que sollozaba cuando otro salió de detrás de una roca para apuntar cuidadosamente a la boca de la caverna. Elminster alzó la lanza y la arrojó antes de que el hombre se fijara en él.
El soldado no tuvo tiempo de apuntar a otro blanco. La ballesta disparó una saeta que se perdió, inofensiva, barranco abajo al tiempo que la lanza se clavaba en su pecho, apartándolo de la roca e impulsándolo hacia atrás; cayó de espaldas en la nieve, con el cuerpo arqueado y retorciéndose de dolor.
Elminster saltó sobre el ensangrentado pecho del soldado y lo apuñaló con su daga.
—¡Por Elthryn, príncipe de Athalantar! —gruñó mientras le daba muerte, y en el rostro del guerrero que estaba bajo sus rodillas asomó una expresión perpleja antes de que la luz se apagara en sus ojos.
Acto seguido, Elminster rodó sobre sí mismo hacia un lado. Desde ambos lados del barranco, saetas y lanzas surcaron el aire por encima del guerrero muerto sobre el que estaba de rodillas un instante antes. Gateando con precipitación por la nieve, Elminster acabó con el hombre que seguía sujetándose la mano ensangrentada.
—¡Por mi madre, Amrythale!
Jadeante, cogió la ballesta del hombre y se agachó detrás de una roca para recuperar el aliento y aprestar el arma. Para entonces, sus botas estaban repletas de las dagas que había ido recogiendo, y la ballesta no tardó en estar preparada. Se situó agachado, sosteniendo el arma entre los brazos, y salió de detrás de la última roca con el dedo sobre el gatillo.