Elminster. La Forja de un Mago (54 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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El cálido y dulce aroma de pan llegó hasta los soldados, que olisquearon apreciativamente y, abriendo de golpe la puerta de la panadería, se dirigieron directamente hacia Shandathe, que estaba inclinada sobre bandejas en donde se enfriaban las barras. Uno la agarró por el brazo; la mujer alzó la vista y gritó.

Su marido salió por la puerta que daba a la cocina, dio dos pasos rápidos y furiosos en dirección a su forcejeante mujer, pero dos hojas afiladas en su garganta lo hicieron frenarse en seco.

—¡Quédate donde estás, tú! —ordenó uno de los dos soldados que blandían esas armas.

—¿Qué estáis ha...?

—¡Silencio! ¡Atrás! —bramó otro soldado al tiempo que cogía bruscamente una barra de pan de la bandeja más próxima—. También nos llevaremos esto.

—¡Shandathe! —bramó el panadero al tiempo que las hirientes puntas de las dos espadas lo obligaban a retroceder un paso.

—¡No hagas nada, cariño! —sollozó ella mientras la arrastraban hacia la puerta rudamente—. ¡No intervengas o te matarán!

—¿Por qué hacéis esto? —gruñó Hannibur, perplejo.

—El rey ha visto a tu mujer y se ha encaprichado. Puedes sentirte honrado —dijo uno de los soldados con cruel humor.

Otro soldado atizó un revés al panadero por detrás, descargando el guantelete metálico con el que se cubría la mano contra la cabeza del hombre. Hannibur abrió la boca en un último bramido que se cortó cuando el panadero se fue de bruces al suelo...

—Acostúmbrate —dijo Farl con una mueca burlona—. Las alcantarillas son la única vía por debajo de los muros del castillo.

—¿No has oído hablar de los pasadizos secretos? —retumbó Helm, que miraba con asco las chorreantes paredes a su alrededor. La espuma pasaba flotando junto a su barbilla; el guerrero arrugó la nariz cuando uno de los otros caballeros, en la parte de atrás, empezó a vomitar.

—Sí —contestó Farl dulcemente—, pero me temo que los señores de la magia también están enterados. Los que intentan utilizarlos siempre acaban en la cámara de conjuros de algún hechicero como parte de uno u otro experimento mágico fatal. Así es como hemos perdido un montón de competidores.

—No me cabe duda, chico listo —replicó Helm ásperamente, intentando mantener seca su espada. La porquería pasaba flotando en remolinos a su lado a medida que avanzaba sumergido hasta el pecho en el agua, preguntándose por qué sería que los elfos, que podrían haber apartado las aguas, habían preferido esconderse en las inmediaciones y realizar su tarea de encubrimiento desde su escondite... que estaba en un sitio más seco.

—Aquí es —indicó Farl, señalando hacia arriba, a la oscuridad—. Hay asideros tallados en este pozo porque en la parte de arriba hay una cámara donde se juntan seis desagües de excusados y las aguas residuales se amontonan; se tiene que limpiar y desatascar todo cada primavera. Y ahora recuerda, Anauviir: se puede llegar a los aposentos del señor de la magia Briost desde los desagües de la izquierda, es decir, de
esta
mano, o...

—Gracias, ladrón —lo interrumpió Anauviir con un gruñido—, pero sé distinguir la izquierda de la derecha, ¿sabes?

—Bueno, sois caballeros —dijo Farl alegremente—, y si de algo tienen fama los nobles de Hastarl es...

—¿Adónde conducen los otros desagües? —lo interrumpió de nuevo Anauviir. Helm sonrió ante la expresión de su colega.

—A dos habitaciones utilizadas por aprendices —contestó Farl—, pero es por la mañana, y estarán preparando desayunos y baños para sus maestros. El último desagüe llega a una especie de sala de lectura, que debería estar vacía. Helm y yo iremos hasta el siguiente pozo, que conduce a los aposentos del señor de la magia Alarashan. El príncipe Elminster prometió hacer acto de presencia si se da la alarma en el castillo, a fin de atraer hacia él los ataques de los señores de la magia, en lugar de sufrirlos nosotros. ¿Alguna pregunta?

—Sí —dijo uno de los caballeros, que escupió en el agua—. ¿Cómo lográis robar algo en Hastarl los ladrones? ¿Es que sólo desvalijáis a los sordos?

Ortran, el aprendiz, soltó un corto grito. Alarashan frunció el ceño. Prefería mancebas bien dispuestas, pero Undarl le había metido a la fuerza a este jovenzuelo, sin duda un espía, que además era un completo inepto para la magia. Cuando no estaba rompiendo cosas, estaba muy ocupado ejecutando mal hechizos por doquier, y...

El señor de la magia miró hacia el retrete. Ortran estaba hundido en el asiento, con las calzas enrolladas en los tobillos, y...

Alarashan se puso rígido. Su aprendiz estaba siendo desplazado a un lado por algo —¡alguien!— desde abajo. Se dirigió hacia allí al tiempo que sacaba una varita del cinturón, y vio cómo el cuerpo de Ortran se desplomaba contra la pared y la cuchilla ensangrentada que lo había matado volvía a desaparecer por el agujero del excusado.

El hechicero apuntó con la varita y luego se paró. ¿Qué impediría que alguien le lanzara una estocada a la cara cuando se asomara por el agujero? No, sería mejor esperar a que salieran e ir matándolos conforme fueran apareciendo. Se agazapó, a la expectativa.

Y parte de la pared que tenía detrás se deslizó suavemente hacia un lado. Alarashan tuvo tiempo de girar velozmente sobre sí mismo y mirar, boquiabierto, el panel secreto cuya existencia desconocía, antes de que la porra se descargara sobre su hombro con fuerza demoledora y la varita resbalara de sus dedos insensibles.

Briost no perdió tiempo en sentirse impresionado cuando el hombre vestido con una sucia armadura salió bruscamente de su cuarto de servicio, con la espada enarbolada. Levantó una mano, disparó el anillo y se apartó ágilmente para que el hombre muerto tuviera hueco para caer.

El segundo atacante hizo que asomara una expresión de sorpresa al semblante del señor de la magia, pero el anillo centelleó por segunda vez. Algo brilló sobre el hombro del individuo que se desplomaba, sin embargo. ¡Dioses! La daga arrojada estuvo a punto de sacarle un ojo. Briost hizo una finta lateral y sintió un fuerte impacto en la mejilla. La daga siguió dando vueltas, y, mientras el hechicero se erguía para enfrentarse a los hombres que salían en tropel por el excusado, sintió humedad en la cara.

Había subido la mano para tocarse y la apartaba con los dedos teñidos de rojo con su propia sangre cuando comprendió que no tenía tiempo para tales lujos...

Pero para entonces, cuando las armas se descargaban sobre él por todas partes, ya era demasiado tarde.

El cristal visualizador centelleó. Ithboltar lo miró e hizo un gesto imperioso con el índice a la aterrorizada aprendiza, ordenándole sentarse. Nanatha obedeció con premura, en silencio, en tanto que el Anciano, en tiempos tutor de la mayoría de los señores de la magia, se levantaba y contemplaba fijamente su cristal. El artilugio centelleó otra vez.

—Una de dos... no... —Ithboltar gruñó y se inclinó hacia adelante para tocar algo que Nanatha no alcanzaba a ver, en la parte inferior del escritorio. Articuló una palabra y la habitación se sacudió con el repentino tañido de una gran campana.

»Nos están atacando —siseó el Anciano ferozmente mientras un coro de campanas repicaban y tañían por todo el castillo—. ¡Briost! ¡Briost, respóndeme!

Se inclinó sobre el cristal mascullando algo, y entonces sus ojos se desorbitaron ante lo que vio en sus profundidades. Metió una mano bajo la pechera de la túnica, que desgarró en su precipitación. Nanatha atisbó vello canoso en un pecho hundido al tiempo que Ithboltar daba con lo que estaba buscando —una especie de calavera adornada con piedras preciosas— y se lo ponía en la cabeza, el cabello sobresaliendo revuelto y de punta en todas direcciones. En cualquier otro momento la aprendiza se habría reído para sus adentros ante el aspecto ridículo del archimago, pero no ahora. Estaba demasiado asustada de lo que quiera que pudiera despertar tanto miedo en el Anciano, el señor de la magia más poderoso de todos.

Ithboltar realizó torpe y rápidamente los gestos de un conjuro que había confiado no tener que utilizar jamás, y la habitación empezó a girar en medio de los secos estallidos de cristales al romperse. Nanatha soltó un respingo.

La cámara de Ithboltar estaba de pronto abarrotada con cinco señores de la magia sobresaltados.

—¿Qué has...?

—¿Cómo nos tra...?

—¿Por qué...?

Ithboltar levantó una mano para imponerles silencio.

—Juntos, tenemos una oportunidad de salir con bien de esta amenaza. Solos, estamos condenados.

Las campanas sonaron otra vez, y los soldados se despertaron en medio de un coro de maldiciones.

—Esto no había ocurrido nunca —protestó Riol, que intentaba, sin éxito, ponerse las botas mientras corría hacia la escalera y resbalaba junto a la mesa.

—Bueno, pues ahora está pasando —bramó Sauvar, su capitán, justo detrás de él—. ¡Y puedes apostar que cualquier cosa que consiga asustar a una docena de señores de la magia o más, tiene que ser algo de lo que también deberíamos tener miedo nosotros!

Riol abrió la boca para contestar, pero alguien arremetió desde un oscuro pasaje lateral y le hincó una espada en ella. La hoja relució al salirle por la nuca; Sauvar chocó con ella antes de tener tiempo de frenarse, y reculó a la par que mascullaba un juramento.

—¿Quién infiernos...? —empezó a preguntar.

—Tharl Rejón de Sangre, caballero de Athalantar —llegó la cortante respuesta de un viejo de barba encrespada cuya armadura parecía estar hecha con piezas sueltas de desecho reunidas en una docena de campos de batalla, como así era en realidad—. Sir Tharl, para ti.

La reluciente espada en la mano del viejo caballero chirrió contra la de Sauvar y después la sobrepasó, y el infortunado capitán se reunió con sus compañeros de armas en el suelo del pasillo. El estruendo de botas remontando a toda prisa los peldaños se frenó y el viejo esbozó una sonrisa feroz hacia la penumbra del hueco de la escalera.

—Muy bien —gruñó—, ¿quién de vosotros, héroes, tiene más prisa por morir?

Jansibal Otharr, envuelto en su penetrante perfume, soltó un suspiro de exasperación.

—¿Por qué, en nombre de todos los dioses, tiene que pasar esto precisamente
ahora
?

Terminó en el orinal y se volvió —con la elaborada pieza protectora de la entrepierna desatada y colgando— para mirar ansiosamente a la mujer que esperaba en la cama; luego suspiró otra vez y se dispuso a abrocharse las calzas. Sabía el castigo que le aguardaba si alguno de los señores de la magia descubría que había hecho caso omiso de sus preciosas campanas de alarma por fornicar un rato.

—Quédate —ordenó—, pero no te pases demasiado con el vino, Chlasa. Volveré pronto.

Cogió su espada enjoyada y salió del cuarto. Al otro lado de la puerta, en la zona del castillo reservada para los visitantes nobles, el pasillo alumbrado con antorchas estaba desierto por lo general, salvo por la precipitada carrera de algún sirviente de vez en cuando. Ahora, sin embargo, estaba abarrotado con guardias personales de librea que corrían presurosos, un mensajero vestido con el tabardo athalante completo, y Thelorn Selemban, su odiado rival. Thelorn caminaba hacia él, con su afiligranada arma de fina hoja desenvainada.

El semblante de Jansibal se ensombreció mientras el currutaco se esforzaba por ceñirse su propia espada y tenerla desenfundada antes de que Selemban llegara ante él. En una situación caótica como la actual, no era nada extraño que tuvieran lugar «accidentes».

Los ojos de Thelorn tenían un brillo divertido mientras miraban fijamente a Jansibal.

—Buenas noches, cariñito mío —dijo con sorna, sabedor de que su alusión a aquel malentendido embarazoso en La Moza Besucona enrabietaría al único vástago de la noble casa de Otharr.

Jansibal gruñó como una alimaña y desenvainó el arma de un tirón, pero Thelorn ya lo había dejado atrás con una risotada burlona, y descendía presuroso un amplio tramo de escalera hacia el cuarto de guardia que había más abajo. Una sonrisa retorcida, maliciosa, asomó al semblante de Jansibal, y el perfumado currutaco corrió en pos de su rival. Sí, los accidentes podían pasar, especialmente si venían por detrás...

—¿Qué ocurre? —Nanue Torretrompeta dejó el vaso, con verdadera alarma en los ojos.

«Ah, qué florecilla tan delicada es esta chica», pensó Darrigo lleno de complacencia. «Desperdiciada con el joven Peeryst, pensándolo bien...»

—Vaya —bramó el viejo granjero mientras se ponía en pie, renqueante—, están sonando las campanas de alarma, llamando a la guardia. Iré a echar una...

—No, tío —lo interrumpió Peeryst al tiempo que sacaba su espada con una floritura—. Tengo mi arma conmigo... Yo iré a ver. ¡Guarda a Nanue hasta mi regreso!

Apartó a Darrigo de un codazo sin esperar respuesta, la mandíbula firme y los ojos brillantes. «Sí, aprovechando cualquier oportunidad para presumir delante de su esposa, como era de esperar», pensó Darrigo, que alargó la mano para evitar que la puerta, al abrirla Peeryst bruscamente, golpeara contra una mesa que tal vez los señores de la magia tuvieran en gran aprecio. Casi de inmediato, su sobrino lanzó un grito de sobresalto. Darrigo vio a un soldado, que venía a todo correr, chocar contra el joven, tambalearse y seguir corriendo. Peeryst no tuvo tanta suerte; se golpeó contra la pared, de narices, y gimió.

Darrigo gimió también.
Por supuesto
que la sangre goteaba de las delicadas napias del idiota cuando se levantó... Y, por supuesto, la pequeña Nanue tendría que levantarse y correr para ver qué le había sucedido a su tierno amorcito... Justo en el momento oportuno, Nanue pasó corriendo a su lado, las faldas susurrando, y lanzó un grito.

Darrigo se asomó a tiempo de ver cómo un noble bien vestido daba a Nanue un empellón con la espada a la par que gruñía:

—¡Apártate, mujerzuela! ¿Es que no oyes la alarma?

Nanue chocó contra el marco de la puerta, sollozando de miedo. El arma del hombre le había hecho un corte en el brazo y la sangre goteaba en sus faldas. Aquello era más de lo que Darrigo podía aguantar.

En dos zancadas se plantó junto a Peeryst. Con una mano le arrebató a su sobrino la pequeña y delicada espada; con la otra, empujó a la joven esperanza de los Torretrompeta hacia su mujer.

—Véndale la herida —bramó mientras salía en pos del apresurado noble, pasillo adelante.

—Pero ¿cómo? —le gritó Peeryst desesperadamente.

—¡Utiliza tu camisa, hombre! —rugió Darrigo.

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