Elminster. La Forja de un Mago (57 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Belaur, con una sonrisa salvaje, buscó los ojos de la mujer; cogió una copa y una licorera de la brillante hilera colocada sobre una mesa cercana, y expresó su aprobación con un largo y retumbante gruñido mientras se dirigía al lecho. Como un león ronroneante, se tumbó entre las dos y bebió vino perezosamente, a grandes tragos, preguntándose de qué placer disfrutar primero. ¿Degustaba la nueva joya, o empezaba con los deleites familiares?

Isparla emitió un quedo ronroneo propio, y apretó su cuerpo contra el de él. El rey echó una ojeada a Shandathe, que permanecía tumbada, nerviosa e inmovilizada por las cadenas, y luego sonrió y le dio la espalda. Puso una mano cruel sobre una sarta de joyas y tiró con brutalidad. Caderas de Sierpe gimió de dolor cuando las piedras preciosas se hincaron en su carne y fue arrastrada hacia él. Belaur cerró los labios sobre los de ella, con intención de mordérselos. Recordaba bien el gusto cálido y salado de su sangre, saboreado en ocasiones anteriores...

Se produjo un repentino fogonazo y un sonido zumbante, y Belaur alzó la vista, sobresaltado, para encontrarse con un gesto tan ceñudo como el suyo. El mago real de Athalantar estaba de pie junto al lecho. Belaur echó un fugaz vistazo a las puertas del cuarto, todavía atrancadas, y luego miró de nuevo al jefe de los señores de la magia.

—¿Se puede saber a qué demonios estás jugando, hechicero? —bramó.

—Nos están atacando —siseó Undarl, enseñando los dientes al rey—. ¡Vamos! ¡Levántate y sal de aquí si quieres seguir vivo!

—¿Quién osa...?

—Ya tendremos tiempo después de preguntar quiénes son, pero ahora muévete o te arrancaré la cabeza de cuajo. ¡Lo único que necesito coger es la corona!

Con el semblante crispado por la cólera, Belaur se levantó de la cama, haciendo rodar a las mujeres en ambas direcciones, y agarró de un manotazo la espada colgada en la pared. Por un instante, consideró la posibilidad de hundirla en la espalda del mago real, que cruzaba la habitación a grandes zancadas, en dirección a un cuadro que podía correrse hacia un lado y dejaba a la vista un pasaje ascendente que conducía a la zona antigua del castillo. Undarl giró sobre sí mismo con mayor rapidez que el más ágil espadachín de la guardia personal de Belaur, apartándose de la punta extendida de la espada.

—No lo intentes —dijo con voz fría, clara y amenazadora—. Que no se te pase siquiera por la cabeza. —Se acercó más a él y añadió con un susurro ronco—: Tu supervivencia diaria depende de mi magia.

La espada que el rey sostenía en la mano se transformó en una serpiente que se revolvió y le siseó, enroscando los anillos en torno a su muñeca.

Mientras la miraba petrificado por el terror, volvió a adoptar la forma de espada y lanzó un burlón destello. Belaur se estremeció y, de mala gana, dirigió la vista hacia los duros y fríos orbes que eran los ojos del señor de la magia, arreglándoselas para hacer un breve gesto de asentimiento con la cabeza. Después echó a andar obedientemente cuando Undarl señaló la puerta del pasaje.

—Sabes que tengo que hacer esto solo —dijo Elminster en voz queda.

Los dos estaban parados en un oscuro pasadizo. Myrjala le puso la mano en el brazo y sonrió.

—No estaré lejos. Llama si me necesitas.

Elminster hizo un ceremonioso saludo con el fragmento de la Espada del León y se alejó pasillo adelante a la par que cambiaba el trozo del arma de su padre por otra más servible.

Al último príncipe de Athalantar le quedaban muy pocos conjuros, y el cansancio lo hacía tambalearse mientras caminaba. Con su túnica y pantalones hechos jirones y la desnuda espada en la mano, no habría conseguido pasar por las grandes estancias y salones de Athalgard sin llamar la atención.

Los sirvientes con los que se cruzó en su camino, y fueron muchos, mantenían la vista agachada y se apartaban, diligentes, como si estuvieran muy acostumbrados a ceder el paso a guerreros fanfarrones. Los cortesanos tendían a mirarlo fijamente y luego apartaban la vista enseguida o giraban por otro pasillo o se apresuraban a cruzar una puerta y cerrarla a sus espaldas.

Aparte de las numerosas ojeadas por encima del hombro, Elminster parecía haber salido a dar un paseo. Los guardias se ponían tensos en sus puestos cuando se acercaba, pero el príncipe había realizado cierto conjuro antes de separarse de Myrjala, de manera que los soldados se disponían a combatir y después se quedaban paralizados, inmovilizados por su magia, mientras pasaba ante ellos.

Cuando se acercó a varios hombres de armas que estaban de espalda a unas altas puertas dobles arqueadas y que desenvainaron las espadas, musitó un encantamiento que los hizo quedarse dormidos bajo un mágico manto que apagaba cualquier sonido.

Las armas enarboladas contra él cayeron al suelo en medio de un silencio irreal, seguidas por sus dueños. Elminster pasó por encima de los guardias tranquilamente, entreabrió una de las puertas y se deslizó dentro.

En el alto techo de la estancia que había al otro lado había colgados estandartes, y una galería elevada recorría todo el perímetro: las paredes estaban cubiertas con ricos tapices. Las columnas flanqueaban una alfombra de un profundo tono verde que se extendía desde donde El se había parado hasta un alto trono solitario, en el extremo opuesto del salón.

El Trono del Ciervo. Por llegar hasta él era por lo que había luchado a brazo partido; no sólo por el solio, se recordó a sí mismo, sino para que el país que representaba quedara libre de señores de la magia. Hombres y un puñado de mujeres se arremolinaban justo al otro lado de las puertas, en torno al príncipe, charlando y arrastrando los pies con gran desánimo: cortesanos, mercaderes y enviados que aguardaban con nerviosismo el regreso del rey para una temprana audiencia.

Elminster hizo caso omiso de sus curiosas miradas, rodeó a algunos de los presentes que estaban en su camino, y avanzó con aire seguro por la alfombra verde.

Los peldaños que conducían al Trono del Ciervo estaban vigilados por un gigantón con una reluciente armadura que estaba plantado, pacientemente, con un mazo de guerra tan grande como él en las manos. No llevaba yelmo, y su calva cabeza relucía a la titilante luz de las antorchas mientras dirigía una fría mirada al intruso, su gris bigote encrespado.

—¿Quién eres tú, mozalbete? —preguntó en voz alta y dio un paso al frente al tiempo que se ponía el martillo apoyado en un hombro.

—El príncipe Elminster de Athalantar —fue la calmosa respuesta—. Hazte a un lado, por favor.

El guerrero resopló, desdeñoso. Elminster aflojó el paso y gesticuló con el arma que llevaba en la mano para que el hombretón se apartara. El guardia le dedicó una sonrisa incrédula, carente de regocijo, y se mantuvo firme, blandiendo el mazo con actitud amenazante.

Elminster le sonrió desganadamente y arremetió con su espada. El guerrero desvió la estocada con su mazo de guerra, girando las muñecas de manera que, en su barrido de vuelta, el pincho posterior de la poderosa arma le abriera la cabeza a este necio arrogante. Elminster retrocedió un paso con agilidad poniéndose fuera de su alcance y musitó algo al tiempo que levantaba la mano libre como si lanzara algo ligero y frágil.

Fuera lo que fuese, salió disparado de aquellos delicados dedos y el guardián del trono parpadeó, sacudió la cabeza como mostrando un violento desacuerdo con algo, y se desplomó en las pulidas baldosas de piedra, junto a la alfombra. El pasó a su lado tranquilamente, tomó asiento en el Trono del Ciervo, y cruzó la espada sobre las rodillas.

Entre la asamblea se alzó un murmullo atónito que a continuación se apagó dando paso a un atemorizado silencio cuando un repentino resplandor cobró vida en lo alto. En el centro de la palpitante radiación blanca púrpura, el mago real apareció en la galería, hasta entonces desierta, flanqueado por una docena o más de soldados que llevaban ballestas cargadas en las manos.

Undarl Jinete del Dragón bajó la mano bruscamente. En respuesta a su gesto, varias saetas salieron disparadas hacia el hombre sentado en el trono.

El joven intruso observó tranquilamente cómo aquellas saetas vibraban y se quebraban en el aire delante de él al chocar contra algo invisible y después caían al suelo.

Las manos del señor de la magia se movieron con los complejos gestos de un conjuro en tanto que el oficial ordenaba:

—¡Aprestad vuestras ballestas otra vez!

Elminster levantó las manos ejecutando rápidos movimientos, pero los que lo observaban vieron que el aire en torno al trono titilaba y vibraba con una luz repentina. Elminster comprendió que ninguna magia surtiría efecto donde estaba sentado ahora; no podía levantar ninguna barrera que detuviera proyectiles o espadas que buscaran su vida.

El mago real se echó a reír y ordenó a los soldados que todavía no habían disparado sus ballestas que lo hicieran ahora. Elminster se incorporó de un brinco.

Un gordo mercader que se encontraba junto a una columna se sacudió y se transformó en una mujer alta y delgada, de piel marfileña y grandes ojos negros. Una de sus manos estaba levantada en un gesto protector, y las saetas que se dirigían hacia el Trono del Ciervo se prendieron fuego de repente, en mitad del vuelo. Ardieron y se consumieron en un visto y no visto.

El oficial se volvió y señaló a Myrjala.

—¡Disparad contra ella! —ordenó, y dos ballesteros obedecieron como un solo hombre.

Agachándose tras el trono y decidiendo qué conjuro utilizar una vez que estuviera lo bastante lejos del campo anulador de la magia creado por Undarl, Elminster vio cómo los proyectiles silbaban a través del salón en dirección a la que en tiempos había sido su maestra. A su vista de mago relucían con un fuerte resplandor azul.

Contempló horrorizado la escena; los conjuros desprendieron un cegador destello a su alrededor. Undarl rió fríamente cuando un repentino estallido luminoso señaló la destrucción del escudo tejido en torno a la hechicera. Al cabo de un instante lo siguió un segundo estallido, cuando otro escudo interno falló... y Myrjala se tambaleó, aferrando el extremo de la saeta que sobresalía en su pecho; se giró hacia un lado, de modo que Elminster vio el segundo proyectil hincado en su costado, y se desplomó. La risa destemplada de Undarl resonó en el salón. Elminster bajó los escalones a todo correr, olvidando su propia seguridad. Todavía le faltaban tres pasos para llegar hasta el desplomado cuerpo de Myrjala cuando la mujer desapareció.

En la alfombra verde donde había estado tirada ahora no había nadie. Elminster se dio media vuelta, los ojos ardiendo en cólera, y pronunció un conjuro. Sólo le restaba una única palabra para concluir el encantamiento cuando los crueles ojos del mago real, prendidos en los suyos con expresión triunfante, se desvanecieron en el aire. El hechicero también había desaparecido.

El hechizo terminado de Elminster empezaba ya a surtir efecto. Una violenta llamarada recorrió la galería, y los aullidos de los soldados sonaron huecos dentro de sus armaduras mientras ellos se retorcían y se tambaleaban. Las ballestas cayeron por encima de la balaustrada, seguidas por uno de los guardias, cuya armadura estaba ennegrecida y abrasada, que perdió el equilibrio y fue a estrellarse sobre un mercader, al que aplastó contra las baldosas. Resonaron nuevos gritos de los cortesanos, que echaron a correr hacia las puertas.

Éstas se abrieron de golpe hacia adentro, tirando patas arriba a más de un apresurado mercader, y en el salón del trono hizo su entrada el rey Belaur, vestido únicamente con unos calzones. Su semblante estaba demudado por la ira, y una espada relucía desnuda en su mano.

La gente retrocedió al verlo, y después huyeron cuando vieron quién venía detrás del rey. El mago real sonreía fríamente al tiempo que caminaba y movía las manos realizando otro conjuro. Elminster se puso pálido y masculló una palabra. El aire estalló, y aquella punta del salón del trono se sacudió, pero no ocurrió nada... salvo que un poco de polvo cayó flotando desde arriba.

Undarl rió con fuerza y bajó las manos. Su escudo había resistido.

—¡Ahora estás en mi terreno, necio príncipe! —se refociló. Entonces su rostro cambió, lanzó una exclamación ahogada y cayó hacia adelante con un aullido de dolor.

Detrás de él, con un cuchillo enrojecido con sangre hasta la empuñadura, se encontraba cierto panadero, con las cejas fruncidas temblorosas de rabia. Hannibur había venido a Athalgard en busca de su esposa. Los cortesanos dieron un respingo. Hannibur se agachó para degollar al señor de la magia, pero la mano de Undarl se disparó hacia arriba haciendo un gesto.

El aire ondeó y vibró, y la daga levantada del panadero saltó hecha añicos. De los fragmentos saltaron rayos luminosos en todas direcciones: una jaula mágica de protección se había formado en torno al mago caído.

Elminster dirigió una mirada furibunda a Undarl y pronunció las palabras cortantes y precisas de un encantamiento. Una segunda jaula, con las relucientes barras más gruesas y más brillantes que las de Undarl, cercaron la primera. El mago real se incorporó sobre un codo con trabajo, el rostro contraído por el dolor, y su mano fue hacia el cinturón.

Hannibur miraba fijamente al señor de la magia y a las radiaciones que acababan de consumir su única arma; sacudió la cabeza con contenida cólera y se dio media vuelta. El cortesano que tenía más cerca estaba a dos pasos. Con un brusco tirón, desenvainó la espada del sobresaltado hombre de la enjoyada funda. Sosteniéndola como si fuera un juguete, el panadero se giró lentamente, recorriendo la estancia con la mirada, igual que un caballero atisbando por la visera del yelmo en busca de enemigos. Entonces, implacablemente, echó a andar por la alfombra verde, dirigiéndose hacia el rey.

Un cortesano vaciló un instante, pero luego fue en pos de él al tiempo que desenvainaba la daga que llevaba al cinto. Elminster musitó una suave palabra, y el hombre se quedó paralizado a mitad de un paso. Perdido el equilibrio, el hombre petrificado cayó de bruces al suelo. Otros dos cortesanos, que también habían echado mano a sus armas, retrocedieron, de repente perdido todo interés por defender a su rey.

Elminster tomó asiento de nuevo en el Trono del Ciervo para ver venir hacia él a su enfurecido tío. Parecía el lugar más apropiado para esperar.

El rey Belaur estaba que reventaba de rabia, pero no tanto como para ser imprudente y precipitarse contra la punta de la espada que el último príncipe de Athalantar sostenía con firmeza ante sí. Avanzó con deliberada y amenazadora lentitud, sosteniendo su propia arma en alto, presta para descargarse y apartar de un golpe el acero de Elminster.

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