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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (28 page)

BOOK: Eminencia
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Y otra cosa: por favor, no me recomiende a nadie.

—¿De qué está hablando? .

—De otra reunión, con una delegación de colegas. Citaron sus palabras: «Rossini viaja mucho. Sabe por dónde van los tiros. Si yo fuera Pontífice me aseguraría de tenerlo cerca de mí».

—Fue un cumplido.

—Me fue transmitido como un estímulo.

—¡Y usted, como corresponde, se sintió insultado!

—Sí, así me sentí.

—Entonces le sugiero que se serene antes de que terminemos nuestro asunto.

—Podemos terminarlo esta tarde, si lo desea. Rosalía Lodano todavía está aquí. La señorita Guillermin estará aquí a las cinco y media. Tengo todo el material del dossier que necesito para poder participar en la discusión con inteligencia.

—¿Con qué fin?

—Darle la oportunidad de exponer su caso abiertamente a la prensa, con una mujer con quien usted obviamente se sintió cómodo. Dar a las Madres de Plaza de Mayo una oportunidad de ser oídas en un foro abierto. Darme a mí la oportunidad de hacer lo que usted me pidió en un principio: mediar para lograr una situación de riesgo mínimo para usted y para la Iglesia.

—¿Y si me niego?

—Entonces, llevaré la cuestión como mejor pueda.

—No puedo decidir algo así de un momento para otro. Necesito tiempo...

—No lo tiene. —Recitó irónicamente: «Ahora es el momento. Hoy es el día de la salvación».

—¿Puede al menos limitar el alcance de...?

—Creo que puedo limitar el daño y dejarle todavía algún vestigio de reputación. Ahora dígame, eminencia, ¿sí, o no?

—¿Le ha contado esto al secretario de Estado?

—Le recuerdo que fue él quien concertó nuestro primer encuentro, a petición suya. Lo cito textualmente: «Incluso puedes encontrar algún fondo de compasión que tal vez le aliente a hacer frente a sus acusadores. Acaso puedas llegar al hombre real que se esconde debajo de la corteza».

Hubo un prolongado silencio en la línea. Finalmente Aquino preguntó:

—¿Cómo organizará esto?

—Rosalía Lodano está aquí. Usted debería hablar primero con ella. Luego todos deberíamos reunirnos con la señorita Guillermin.

—¿Quién más estará?

—La señora de Ortega. Fue ella quien me puso en contacto con Rosalía Lodano.

—¿Cuál es su posición?

—Bastante parecida a la mía. Será como tener un amigo en la corte. Bien, ¿qué me dice?

—Estaré allí lo antes posible.

—Creo que ésa es una sabia decisión —dijo Luca Rossini—. Muy sabia.

Cuando regresó con las mujeres para informarles de la conversación, se encontró con que la actitud de Rosalía Lodano era decididamente hostil.

—Cuanto más lo pienso, menos me gusta: una conversación privada, en una habitación privada. Después cada uno tiene una versión diferente. Es lo que siempre ocurre, aquí y en nuestro país: palabras conciliadoras, frases cuidadosas, la promesa de estudiar a fondo el asunto, y luego, nada.

—Grabaremos la conversación —dijo Rossini con calma—. Podrá llevarse la cinta original. Mucho más importante, sin embargo, es lo que obtendrá de la reunión.

—¡Tenemos que llevarlo ante la justicia!

—¡No, señora! —Rossini fue cortante— Nunca podrán hacerlo. Yo he visto sus documentos. Les provocará una sangría, de dinero y de vida, pero no tienen un caso para presentarse en un juzgado.

—¿Cómo puede decir eso?

—Porque es un hecho que surge claramente de sus propios archivos. Desde el punto de vista legal, Aquino no es un criminal, y, según lo que he leído en el dossier, nunca conseguirán un proceso contra él, ni en Italia ni en La Haya.

—¿Entonces para qué estoy aquí, perdiendo el tiempo?

—Porque esta tarde usted tiene la oportunidad de ofrecer la historia una vez más a la atención del mundo entero, de instalarla más profundamente en la memoria del mundo, para que la sombra de la culpa siga cerniéndose siempre sobre los responsables. En cuanto a Aquino, su silencio previo todavía puede convertirse en un testigo valiosísimo para la causa que ustedes defienden. Si pueden conseguir que admita culpas morales, habrán logrado una gran victoria.

—¿Puede garantizarnos que admitirá algo?

—Creo que se le puede inducir a ello, sí. El hecho de que haya aceptado la reunión de esta tarde lo pone a mitad de camino.

—¿Y el resto del viaje?

—Creo que con paciencia puedo empujarlo a llegar al final.

Las dos mujeres lo miraron con asombro. Isabel apuntó una advertencia.

—Has concertado la reunión, Luca. Eso ya es mucho. ¿Te parece prudente dirigir tú mismo la discusión?

—No estoy seguro. En todo caso, es algo que debe decidir la señora Lodano. No obstante, el hecho es que yo puedo usar palabras y argumentos que a ella tal vez podría resultarle amargo pronunciar. Y puedo juzgar el impacto de esas palabras en Aquino. En su propio contexto, es posible que adquieran más fuerza que cualquier reproche que se le haga en nombre de los ausentes. De todos modos, también estoy dispuesto a quedarme callado y dejarla que ella misma lleve su propio diálogo.

La anciana permaneció en silencio unos instantes; luego dijo bruscamente:

—¿Por qué piensa que puede defender nuestra posición mejor que nosotras?

—No puedo defenderla mejor. Puedo procurarle un resultado más rápido, y tal vez mejor, que el que ustedes podrían lograr.

—Convénzame de eso, eminencia. ¡Convénzame de que deberíamos confiar en usted hasta ese punto!

Capítulo 10

Un súbito frío invernal acompañó a Aquino cuando entró en la habitación. Rossini presentó a las dos mujeres. Aquino las saludó con una reverencia y, por temor a ser rechazado, se abstuvo de ofrecer la mano. Rossini lo hizo sentarse del lado opuesto de su escritorio. Ocupó su propia silla y depositó la carpeta de documentos ante Aquino. Las mujeres estaban sentadas juntas, a un paso del escritorio. Junto a ellas, había una tercera silla para Steffi Guillermin, quien debía llegar en menos de una hora.

Rossini actuó con cuidada formalidad.

—Propongo que grabemos nuestra conversación para que no se susciten dudas sobre lo que aquí se diga. Si alguna de las partes quiere decir algo
off the record
, interrumpiré momentáneamente la grabación. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron. Rossini puso en marcha la grabadora y dictó la fecha, la hora, el lugar y los nombres de los presentes en la reunión. Luego comenzó:

—Esta reunión se realiza con la esperanza de resolver ciertos problemas pendientes entre las Madres de la Plaza de Mayo y su eminencia el cardenal Aquino, ex nuncio apostólico en Argentina. Permítanme aclarar que hace unos días el cardenal Aquino me pidió que mediara en esta discusión. El secretario de Estado aprobó la idea. La señora Lodano, líder de una delegación de las Madres de la Plaza de Mayo actualmente en Roma, había estado tratando de concertar una reunión desde hace algún tiempo. No obstante, todas las discusiones se llevarán a cabo sin detrimento de la postura de cualquiera de las partes, y no tienen carácter formal. Yo actuaré solamente como mediador. No he sido convocado para emitir juicio alguno, sino simplemente para facilitar las discusiones. Mi papel no excluye la posibilidad de asumir en alguna medida la defensa de cualquiera de las partes, siempre y cuando esa defensa ayude a alcanzar una solución. Desgraciadamente, hay algunas soluciones que no están a nuestro alcance. No podemos recuperar a los muertos. No podemos decir, al menos por el momento, dónde o cómo los desaparecidos encontraron su fin. La justicia para ellos o el resarcimiento para sus afligidos familiares no están a nuestro alcance.

»Permítanme decir también que no es posible dispensar plena justicia al cardenal Aquino, quien como representante diplomático del Vaticano ejerció su misión en Argentina durante un período terrible de la historia del país. Los documentos que él envió directamente a Su difunta Santidad, se encuentran ahora en el Archivo Secreto. Otros, que están en poder de la Secretaría de Estado, no pueden ser puestos a disposición del público hasta que resulte electo un nuevo Pontífice. Se han hecho afirmaciones conflictivas acerca de las acciones de su eminencia en el contexto del período. No es mi función abrir juicio sobre esas afirmaciones, sino simplemente elucidar aquellos hechos sobre los cuales ambas partes puedan acordar en este momento. Eminencia, ¿está usted dispuesto a reconocer que durante el desempeño de sus funciones como nuncio apostólico en Argentina hubo una campaña de terror estatal a gran escala contra ciertas clases de ciudadanos, y que esta campaña incluyó el arresto, la tortura y la muerte de miles de personas y la desaparición permanente de muchas otras cuyo destino todavía se desconoce?

—Sí. No dispongo de una cifra exacta de las víctimas, pero puedo afirmar que fueron miles. El propio gobierno admitió que eran diez mil, creo.

—Ahora veamos si podemos llegar a una descripción exacta, aunque no exhaustiva, de sus funciones como nuncio apostólico. Sea lo más claro que pueda, por favor. Esto es muy importante para la señora Lodano y las colegas que ella representa en esta ocasión.

—Se trata de una doble función. Un nuncio es un delegado de la Santa Sede, un agente diplomático permanente del Papa, que es el soberano de la Ciudad Estado del Vaticano. Su rango es el de embajador. Su segundo deber, bien diferenciado del primero, es velar por el bienestar de la Iglesia en el país en que cumple su misión.

—¿Y cuál es su rango en la Iglesia local?

—Está por encima de todo el clero local, con la única excepción de los cardenales arzobispos. Es responsable sólo ante la Santa Sede.

—¿Puede dar directivas al clero local?

—A petición de la Santa Sede, sí.

—Pero además informa y asesora a Roma sobre el estado de la Iglesia local, y, aun cuando no los ejerza, tiene amplios poderes de intervención.

—Sí, pero se espera que utilice esos poderes con prudencia y discreción.

Rossini se volvió hacia las dos mujeres.

—¿Alguna pregunta?

—Sólo una —dijo Rosalía Lodano—. Al parecer tenemos un perro guardián con dos cabezas. ¿Cuál de ellas se supone que debía ladrar cuando nuestra gente estaba siendo arrestada, torturada y asesinada?

—¿Le importaría responder a eso, eminencia? —preguntó Rossini.

—Admito que ninguna de las dos hizo el ruido suficiente. —Aquino se mostró sorprendentemente manso—. Un embajador sólo puede trabajar en el marco de ciertos protocolos. Normalmente sus relaciones con los gobiernos, el suyo propio y aquel ante el que está acreditado, se llevan a cabo en secreto. Gran parte de su influencia depende de un manejo discreto de las situaciones difíciles.

—Eso es comprensible. —Rosalía Lodano se mostró ominosamente fría—. Uno se pregunta cuán discreto se puede ser ante el caso de una mujer joven, una estudiante, detenida en la calle, encarcelada, torturada, violada y finalmente asesinada. Es lo que le ocurrió a mi hija. ¿Mi hijo? No sabemos qué le ocurrió después de su arresto. ¿Cómo justifica eso?

—Oí muchas historias como ésa durante mi período como nuncio. No me fue posible determinar si se trataba de hechos o de rumores.

—Pero usted tenía un contacto muy estrecho con los generales. Nadie estaba en mejor posición para preguntar por los hechos.

—Me parece que no entiendo, señora.

—Creo que está hablando de esto.

Rossini hojeó el dossier y extrajo de allí tres vistosas fotografías de un Aquino mucho más joven, con un grupo de oficiales; todos vestían ropas de tenis. Aquino les echó una mirada; luego las apartó con un ademán, quitándoles importancia.

—Eso, visto con la perspectiva que da el tiempo, fue una indiscreción. Por otra parte, yo era un diplomático. Uno no hace diplomacia desde el sillón de su despacho. Trata de ganar amigos, de cultivar amistades. Yo lo hice, y en varias ocasiones importantes eso me dio la posibilidad de negociar la liberación de prisioneros que de otro modo podrían haber desaparecido.

—Tenemos registrada al menos una de esas negociaciones. —Rossini volvió a hojear la documentación—. ¿Le ofrecieron, cómo fue, cuarenta detenidos que acababan de ser enviados a Buenos Aires desde otras zonas? Al comandante local no le interesaban. Alguien le dijo a usted que si podía encontrar la forma de sacarlas del país estas personas se ahorrarían algunas experiencias muy desagradables que terminarían con la muerte o la desaparición. Usted lo consiguió. Se las arregló para persuadir al gobierno venezolano de que las recibiera. Estos documentos lo confirman.

—Sí, lo hice. No fue suficiente, pero fue algo.

—Usted hizo algo especial por mí, también. Me dio un salvoconducto para salir del país después de mi propia experiencia.

—Una vez más, era cuestión de hacer lo que se podía en momentos difíciles.

—Pero hay una anomalía en esto, ¿no es cierto?

—¿Qué tipo de anomalía?

—Antes y después de estos acontecimientos, en entrevistas públicas con la prensa, usted declaró que no tenía conocimiento de lo que se estaba haciendo bajo el sistema del terror de Estado.

—Cuando uno camina por la cuerda floja, a veces resbala. Fue, lo confieso, una mentira diplomática.

—Lo que suscita inevitablemente la pregunta: ¿usted sabía y permaneció callado?

—Ya se lo he explicado: como diplomático, tenía que obrar en silencio.

—¿Nunca se le ocurrió, eminencia? —Rosalía Lodano fue implacable—. ¿Nunca se preguntó qué podría haber pasado si usted hubiera gritado la verdad ante el mundo, aunque sólo hubiese sido una vez?

—Me hice esa pregunta muchas veces.

—¿Pidió consejo a sus supervisores en Roma?

—Lo hice. La respuesta fue siempre la misma. Yo era el hombre que estaba en el teatro de los acontecimientos. Tenían que fiarse de mi evaluación de la situación, y de la evaluación de la Iglesia local.

—Otra vez. —Rosalía Lodano lo desafió con aspereza—. ¡Otra vez las dos cabezas del perro, pero ninguna de ellas ladra!

—¡No, señora! —Rossini giró prestamente hacia ella—. No es cierto. Hubo muchos otros que ladraron, y gritaron, y lucharon también. Muchos buenos pastores fueron asesinados. Hubo monjas y monjes entre los desaparecidos.

—¡Pero sus superiores se quedaron callados! Y todavía callan. Juegan con las palabras, tratan de elaborar documentos que digan sí y no al mismo tiempo.

—Le repito, señora: no es así, de ninguna manera. —Volvió a hojear el dossier y se detuvo en un párrafo que leyó pausadamente en voz alta—. «Nosotros, los miembros de la Iglesia argentina, tenemos muchas razones para confesar nuestros pecados y pedir perdón por nuestras insensibilidades, nuestra cobardía, nuestras omisiones, nuestras complicidades…». —Interrumpió la lectura y se volvió hacia Aquino—. ¿Conoce usted al hombre que escribió esto, eminencia?

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