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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (32 page)

BOOK: Eminencia
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—Has tenido una mañana dura, Luca. —El secretario de Estado lo dijo más como una observación que como una pregunta.

—Podría decirse que sí, Turi. Esperaba que Isabel y yo tuviéramos algo de tiempo para estar juntos después del cónclave. Nos hemos dicho adiós. Tengo que pedirte un favor.

—Adelante.

—Sé que durante el cónclave se nos tiene incomunicados. Sé también que hay un canal de comunicación abierto entre la Sagrada Penitenciaría y el Vicario General de San Pedro. Me gustaría poder recibir noticias de Isabel. Su hija aceptó mantenerme informado. ¿Puedes conseguir un intermediario fiable para pasarme esos mensajes? El doctor Mottola me advirtió que el colapso final podría sobrevenir bastante pronto. Querría darle a Luisa las indicaciones de cómo hacerlo antes de que se marche, por la mañana.

—Déjalo en mis manos, Luca. Me ocuparé de ello y te llamaré esta noche.

—Eres un buen amigo. Turi.

—¿Es probable que sea una agonía dolorosa?

—Puede que lo sea, aunque le presten los mejores cuidados para aliviarla. Otra vez las viejas cuestiones, ¿no? ¿Cuándo el alivio se convierte en intervención positiva? ¿Cuándo el Todopoderoso pide la muerte por crucifixión?

—Todos nosotros tenemos un montón de cuestiones que resolver durante el cónclave, Luca. Por eso te he llamado. —Con la misma rapidez con que había mencionado el tema volvió a apartarse de él—. ¿Café o té? Finalmente he logrado enseñarles a los de la cocina a preparar bocadillos ingleses. Son muy buenos.

—Prefiero té, Turi. Pero nada de juegos. No estoy de humor.

El Secretario de Estado se concentró en el texto de su agenda.

—Ya has empezado a ver cómo se definen las facciones electorales, Luca. Durante el cónclave cambiarán y es posible que los cambios sean dramáticos, porque ninguno está obligado a rendir cuentas, excepto a Dios o a su propio interés personal, por ningún cambio de fidelidad durante los procesos de votación.

—Lo he notado. —Luca le dispensó una sonrisa malévola—. Nuestro amigo, Aquino, es un maestro en el arte del abordaje. Me recuerda a los carteristas de Sri Lanka: los llaman «dedos bailarines» porque giran a tu alrededor y te distraen haciéndote bailar los dedos por todo el cuerpo, siempre sin tocarte. Nunca sabes de dónde vienen hasta que tu cartera ha desaparecido, y ellos con ella.

—¡Es nuestra buena formación diplomática! —El secretario de Estado se echó a reír—. Al menos tú conoces el juego… Pero, para ser serios, esta elección puede ser (en mi opinión tiene que serlo) un nuevo comienzo para la Iglesia. Nuestro difunto Pontífice, Dios lo tenga en la gloria, ha tratado de colmar el Colegio y el Episcopado de hombres que, eso pensaba él, continuarían su propia política como fieles discípulos. Si ellos votan de esa manera, elegirán a un candidato interino: alguien con poca esperanza de vida pero con la experiencia suficiente para mantener el barco en un rumbo fijo. Personalmente creo que no podemos darnos el lujo de perder ese tiempo. Estamos perdiendo congregaciones demasiado rápido. Hay demasiados temas cerrados, demasiadas cuestiones no debatidas. Roma está perdiendo relevancia, porque no escucha a la gente. Anoche fui invitado a una pequeña cena en el colegio inglés. El orador fue un anciano benedictino. Su texto se basó en una cita de Milton, el poeta puritano inglés: «Las ovejas hambrientas miran al cielo y no son alimentadas». Su exégesis del texto fue sorprendentemente franca. «Están siendo alimentadas —dijo—, pero las estamos alimentando con papel y no con el pan de la vida.»

—Por eso me traes aquí, —dijo Rossini con ironía—, para alimentarme con té y bocadillos ingleses. Al grano, Turi.

—Se trata de lo siguiente: no conseguiremos el candidato adecuado mediante la riña y el disenso entre grupos partidarios. El disenso puede suscitarse, ha ocurrido en el pasado. Aunque el sistema actual ha sido concebido para evitar que el cónclave se prolongue, existe la posibilidad de llegar a un punto en que una mayoría simple de votantes sea la que decida la elección. Ése es el peligro: un colegio dividido, una Iglesia dividida, gobernada por un candidato de compromiso. ¿Estoy siendo claro, Luca?

—Admirablemente, amigo mío, y el té y los bocadillos son excelentes; pero dime qué esperas de mí.

—¡Por favor! ¡Ten paciencia, Luca! Como tú sabes, es habitual al comienzo del cónclave ofrecer a los electores un panorama general de la Iglesia en su conjunto: «Aquí es donde estamos parados, ¿quién es el mejor hombre para conducirnos?». El secretario de Estado acostumbra hacer una exposición sobre la situación política en cada país y sobre cómo afecta a la Iglesia. Luego viene el discurso de apertura, una meditación acerca de la Iglesia como la Ciudad de Dios, testigo del Verbo para el mundo. Se supone que eso prepara el ánimo de los electores y les recuerda su deber de encontrar al mejor Pontífice para conducir al Pueblo de Dios. El camarlengo seleccionó una lista de oradores y se la propuso a un comité del Sacro Colegio. El comité te ha elegido a ti.

—¡Esto es una broma, Turi!

—Al contrario, es una pesada responsabilidad: preparar el ánimo en un momento histórico, abrir las mentes de los electores a las sugerencias del Espíritu Santo.

—Turi, amigo mío, tú sabes que odio ser manipulado. Y sabes que en estos últimos días he tenido que soportar más de una dosis de eso. Así que, por favor, ninguna más.

—¡Cálmate! Te diré lo que nuestro amigo Baldassare me dijo. Tu petición para que monseñor Hallett te asista como confesor personal durante el cónclave no fue bien recibida. Ciertos miembros de la curia consideraron que huele a privilegio. En la Casa de Santa Marta el espacio está muy solicitado. Ya hay confesores nominados para esa tarea en el cónclave. Sin embargo, Baldassare pensó que podía conseguirlo si tú estabas dispuesto a predicar. Tú sabes cómo es la cosa, Luca. —El secretario de Estado saboreaba su seco humor—. A los ojos de Dios, somos todos iguales, pero algunos tienen que trabajar más para seguir siendo iguales.

—Me estás chantajeando, Turi.

—En diplomacia es un delicado equilibrio de intereses.

—No tengo nada que ofrecer, Turi. —Una súbita pasión se apoderó de Rossini—. Soy el hombre inadecuado, en el momento inadecuado. Estoy destrozado. Tú lo sabes. Estoy pasando por una crisis de fe, que sólo puedo describir como una travesía nocturna bajo una nube de tormenta en un mundo del que Dios se ha apartado. La mujer a la que he amado todos estos años me está siendo arrebatada, y ni siquiera puedo echarle la culpa a Dios, porque no está allí. Esta mañana ella me pidió que oyera su confesión y le diera la

absolución. No pude negarme; sin embargo, anduve por el escenario como un prestidigitador sabiendo que el público creería todo lo que viera, pero que no podía engañarme a mí mismo… Por eso quiero a Hallett conmigo. Él tiene sus propios problemas, que yo estoy tratando de ayudarle a resolver, pero también es un escéptico con quien puedo hablar sin tener que disimular, y tal vez, sólo tal vez, Turi, encontrarme otra vez a mí mismo a la luz del día. Y hay una cosa más, Turi. He sangrado por esta Iglesia. Ella me ha formado y me ha promovido más allá de mis merecimientos. No deseo dividirla con nada de lo que yo pueda decir o hacer. Hay muchas cosas que desapruebo en sus políticas y sus procedimientos. Si no puedo aceptar a conciencia vivir en la casa, me marcharé en silencio, sin escándalo, después del cónclave. Con toda la agitación de un nuevo pontificado, a nadie le interesará el retiro de Luca Rossini. Pero este sermón que me pides que haga es una cuestión distinta. No puedo decir trivialidades. No lo haré. Estoy dispuesto a quedarme callado, pero si me pides que hable, debes aceptar las consecuencias de lo que diga, así como yo debo aceptar las consecuencias de decirlo.

Hubo un largo silencio durante el cual el secretario de Estado se sirvió otra taza de café, le puso azúcar y la revolvió lentamente; luego inspeccionó con sumo cuidado el último bocadillo antes de morderlo. Rossini observaba y esperaba. La actuación de Pascarelli le resultaba familiar, pero estaba manejando tan magníficamente el tiempo que se sintió tentado de aplaudir. Uno de los jóvenes chistosos de la Secretaría lo había apodado Fabio Cunctator —Fabio el
Tardón
— por su talento para evitar las confrontaciones desagradables. Finalmente terminó su bocadillo, bebió un sorbo de café, se limpió los labios y dio su opinión.

—Aclaremos las cosas, Luca. No soy tu confesor. No deseo entrar en el foro de tu conciencia íntima. Rezo por ti en mi misa, para que te sea concedida la luz que necesitas. Por lo demás, dependes de la Secretaría. Por mi cargo, soy tu legítimo superior. Si quisiera, podría darte la orden de prestar este servicio. Prefiero tratar de persuadirte, para que tu discurso no sea tan divisionista como temes. Si suscita polémicas, tanto mejor. Una elección papal no es momento para matices y proclamas cuidadosamente preparadas. El crédito de que gozas entre tus pares es mucho más alto de lo que crees. Gozaste de la confianza del difunto Pontífice, pero nunca la traicionaste. Al contrario, luchaste por colegas que considerabas que habían sufrido injusticias y por causas que eran consideradas impopulares. Tu carácter es otra cuestión. Hay una gran mancha negra contra ti: tu adulterio con la señora de Ortega. Tu más firme defensor fue el difunto Santo Padre. Pero no tiene importancia quién esté a favor o en contra de ti. Tú hablas siempre con tu propia voz, Luca, que viene de un corazón comprensivo.

—Hablo desde las tinieblas de la desolación, Turi. Se me rompe el corazón, y aun así ni siquiera puedo llorar. ¿Qué esperas que les diga a mis hermanos en el cónclave?

—Precisamente eso, tal vez —dijo el secretario de Estado—. Precisamente eso: soy Luca, vuestro hermano. Os voy a hablar de la buena nueva que estamos encargados de transmitir… —Hizo un breve gesto desdeñoso y terminó con una sonrisa irónica—. ¿Lo ves?

Ya tienes escrita la mitad del sermón, Luca. Unos pocos toques de gracia aquí y allá lo vestirán, estoy seguro.

No era fácil conmover a Luca Rossini.

—Eres muy persuasivo, Turi. ¡Imagina lo que podrías hacer con un potro y unas empulgueras! Pero trata de ver un poco más allá. Yo hago esta elocuente apelación. Luego, un buen día, mientras estáis a la luz de una nueva era apostólica, ya no estoy entre vosotros. Me he revelado como un desertor y me he convertido, qué más da en lo que me haya convertido, y entonces tú, mi querido Turi, quedas atrapado en un nuevo escándalo que involucra al predicador hipócrita, el traidor en la cena de la hermandad. Me estás ofreciendo una copa envenenada, Turi. ¿Por qué me apuras a beber de ella con tanto empeño?

—Porque lo que llamas veneno, Luca, bien puede ser el remedio que te cure de la enfermedad que estás padeciendo. Cuando te pongas de pie para hablar, te enfrentarás a tus hermanos de todo el mundo. Te verás a ti mismo en sus rostros. Razonarás contigo mismo, mientras estás razonando con ellos.

—Turi, sigues sin entender. ¡Esto no es una crisis de la razón! Si lo fuera, podría discutir con Gottfried Gruber y todo su equipo de asesores e inquisidores hasta el agotamiento, y elevarme a mí mismo a la beatitud instantánea. Esto es algo más. Estoy preso en la oscuridad, la oscuridad de una casa vacía. Un día, Turi, Su Santidad me preguntó si no lamentaba mi exilio de mi patria. Le dije que no, que traía conmigo las brasas de mi hogar. Sólo tenía que soplarlas para que volvieran a encenderse. Él sabía que le estaba contando sólo la mitad de la verdad. Sonrió y me preguntó qué sucedería cuando finalmente las brasas se consumieran y se convirtieran en cenizas. No pude contestarle. Ahora puedo. La casa se pone muy, muy fría.

—De modo que tienes que preparar un nuevo fuego. Y rezas por la chispa que lo haga encenderse otra vez… Pero yo tengo que saberlo ahora: ¿Hablarás ante el cónclave?

Ahora le tocaba a Rossini jugar el juego de la dilación. Había en la situación algo más que la presentación de una homilía para abrir los corazones y las mentes de cien o más electores, todos ellos hombres encumbrados, arraigados en sus opiniones y celosos, cada uno de ellos, de su propio principado. Sabía que lo estaban presentando como a un profeta de una nueva era, que tanto podría llegar a ser despedido con desprecio como bienvenido con respeto. De cualquier manera, una u otra de las facciones de electores quedaría satisfecha; o bien todas quedarían satisfechas al unirse en una condena unánime a un advenedizo. Así pues, hizo una pregunta aparentemente impertinente.

—Cuando invocamos al Espíritu Santo en el cónclave, ¿nos dota automáticamente del don de lenguas? .

—Lamentablemente no, Luca. Y un montón de nuestros prelados han perdido sus conocimientos de latín. Sea cual fuere el idioma que uses, habrá una parte del cónclave a la que no llegarás. Es bastante parecido a una ópera. Compartirán la melodía, y lucharán con las palabras.

—¿Entonces.cuál es el sentido del ejercicio?

—El sentido lo aportaremos nosotros con un texto políglota. Ésa es una de las cosas que hacemos bien aquí, como sabes. De ese modo, tienen la música y las palabras. Tienes seis días, Luca, y tres de ellos los necesito para traducirlo e imprimirlo.

—¿Lo que me deja tres días para preparar mi texto?

—Dos y medio. Necesito una mañana para leer y discutir el borrador contigo.

Fue en ese momento cuando la luz de la revelación se hizo visible. El titiritero ya estaba maniobrando los hilos que movían a las marionetas. Rossini se echó atrás en la silla, riendo.

—Turi, eres realmente desvergonzado. No habrá borradores, ni discusiones. No habrá interpolaciones ni matices ni comentarios marginales. He aceptado hablar. Éste bien podría ser el último testimonio que ofrezco en la asamblea de nuestra hermandad, e insisto en que sea de mi propia cosecha. ¡Si lo aceptan, bien! Si lo rechazan, ponlo en la trituradora. Simple. En cualquier caso, nunca lo sabrá nadie fuera del cónclave. Estamos todos bajo juramento de secreto, ¿o no?

—Lo estamos —dijo el secretario de Estado—, lo que a uno le hace preguntarse cómo es posible que se filtre tanto material a los medios informativos. Concedido. Das tu propio sermón.

—Y tengo a Piers Hallett y mi conexión con Nueva York.

—¡Ahora creo que eres tú el que me estás chantajeando a mí!

—Creo que hemos llegado a un equilibrio de intereses.

—Me sentiría mejor, Luca, si comentaras tu texto conmigo. Así no me sentiré tan estúpido cuando el techo se desplome.

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