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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (30 page)

BOOK: Eminencia
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—Lo recuerdo muy bien.

—Esas fotografías eran los fragmentos que faltaban. Yo no podía admitir el horror de la violación. Isabel sabía que, a la larga, tendría que hacerle frente.

—¿Puede hacerle frente ahora?

—Sí, siento que estoy íntegro. Pero, por favor, no me sacuda demasiado antes de que el pegamento se seque.

—Tengo algo que confesarle.

—¿Qué?

—Cuando lo traje desde Buenos Aires a Roma, presenté un informe al Santo Padre. Le dije que pensaba que estaba usted en una condición muy frágil y que había elementos de escándalo en su situación. Antes de que regresara a Argentina, volvió a citarme. Me dijo que había pensado mucho en ese joven que le había traído. Y se despachó con un discurso sobre la epístola de san Pablo a Timoteo: «… en una casa grande, no solamente hay vasijas de oro y de plata, sino también de madera y de barro». Yo no sabía muy bien adónde me estaba llevando hasta que dijo: «Nuestro hijo, Luca, es una vasija rota, pero un día será una vasija de honor, para uso del amo». Me tomó mucho tiempo comprender lo que quería decir. —Se interrumpió bruscamente y luego le preguntó a Rossini—. ¿Tiene planes para esta noche? ¿Consideraría la posibilidad de cenar conmigo? El rector del Angelicum agasaja a un pequeño grupo de electores con una cena. Estoy seguro de que le encantaría recibirlo. Se habla mucho de usted, pero se le conoce poco. Dentro de pocos días vamos a estar todos encerrados en la Casa de Santa Marta. No le haría daño prepararse un poco. Después lo dejaré en su casa.

Tenía la negativa en la punta de la lengua, pero la reprimió. La perspectiva de una noche solitaria era demasiado desalentadora. Vaciló apenas un segundo y luego dijo:

—Es una idea agradable. Me gustaría ir.

—Estupendo. Llamaré al rector y avisaré a mi chófer. Luego nos pondremos cómodos durante un rato… Este brandy es excelente. Y más tarde, si me presta una navaja, me pondré presentable para nuestros colegas.

La cena le sentó bien. Le arrancó de su aislamiento y le obligó a asumir la función colegial implícita en su cargo. Más aún, le exigió enfrentarse con un grupo de prelados estrechamente unidos, la mayoría de ellos graduados de la institución que los estaba agasajando.

No era solamente el lenguaje y la tradición escolástica lo que los unía. Ahora, en el Colegio Electoral, los italianos eran una minoría sitiada. Controlaban solamente el diecisiete por ciento de los votos. En la curia, algunas de las posiciones clave habían sido ocupadas por no italianos, de modo que ahora su poder dependía de una pequeña y curiosa oligarquía de hombres eminentemente políticos a quienes se conocía como «los grandes electores», y a veces como los pescadores nocturnos.

Sus redes se desplegaban en toda su amplitud aun en las aguas menos prometedoras. Pescaban pacientemente siguiendo pautas complicadas, ignorando a los pequeños peces de las corrientes más superficiales, esperando al pez grande que, tarde o temprano, nadaría hacia sus carnadas.

En los viejos tiempos, no hacía tanto de eso, un candidato necesitaba los dos tercios más uno de los votos para ser elegido Papa. Básicamente eso significaba que incluso un candidato popular podía fracasar si un tercio de los votantes lo rechazaba. Sin embargo, desde 1996, estaba en vigencia una nueva disposición. Si después de treinta rondas de votación no se llegaba a un resultado, entonces una mayoría simple bastaba para decidir la elección. Esto significaba que si las rondas se prolongaban lo suficiente, un candidato podía arañar el triunfo con una escasa mayoría de uno. Esta disposición no fue tema de discusión en la cena del rector. Como muchas otras cosas en Roma, se la daba por supuesta, y había quedado archivada hasta que llegara el momento de invocarla. Sin embargo, se desprendía como una suerte de subtexto de la invitación de Aquino. En términos de nacionalidad, Luca Rossini era un extranjero, un híbrido cultural. En términos del acontecimiento que se avecinaba, era un votante colegiado y un candidato en condiciones muy poco favorables para el cargo. Para los «grandes electores» él era una pieza descartable aunque potencialmente útil en la partida de ajedrez que comenzaría dentro de unos pocos días.

De modo que lo cortejaron con pequeñas muestras de respeto y cierta curiosidad lisonjera por sus misiones. También lo pusieron a prueba con alusiones sutiles a cuestiones con las que un nuevo Pontífice debería enfrentarse: si se autorizara a los curas a casarse, ¿cómo habría que dirigirse a ellos?; ¿cómo sería recibida esa iniciativa en tal o cual país? ¿cómo se los podría financiar, llegado el caso? los poderes de los dicasterios ¿deberían limitarse o ampliarse?; un tercer Concilio Vaticano, ¿debería completar la obra del Vaticano II, o no debería celebrarse bajo ningún concepto?

No esperaban una respuesta de manual a todas las preguntas. Lo juzgaban por su habilidad para contestar satisfactoriamente las preguntas, por el buen humor que mostraba cuando advertía las trampas que le habían tendido. Querían saber cómo reaccionaría ante una crisis: ¿Podría ser presionado, seducido o chantajeado para obligarlo a someterse a un grupo poderoso como el de los «grandes electores»? Hubo una pregunta que, al parecer, adquirió un énfasis peculiar en sí misma. Fue formulada como un acertijo.

—Usted viaja mucho, Luca. ¿Cómo ve a la Iglesia? ¿Es una o es muchas? ¿En qué nos convertiremos en el nuevo milenio?

Rossini, que estaba menos prevenido de lo habitual por el cansancio, la camaradería y el Frascati del rector, mordió el anzuelo.

—De todos los presentes aquí, soy el que menos elementos tiene para responder a esa pregunta… He viajado lo suficiente para conocer la diversidad del mundo. He vivido en Roma lo suficiente para comprender tanto la verdad como la falacia de la afirmación según la cual donde está Pedro está la Iglesia. Pienso que ésa es una de las nociones históricas que aceptamos sin examinarlas. Hay una afirmación mucho más antigua que hizo el propio Jesús: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estoy yo, en medio de ellos». En ese sentido, podemos decir que hay muchas Iglesias que son una en la fe, sí. La pregunta de la que todo depende es: ¿De quién es la inscripción que está en el dintel de la puerta? «Los hombres sabrán que vosotros sois mis discípulos si os amáis los unos a los otros.» Pero ¿qué estoy diciendo? Ustedes no me invitaron aquí para debatir la primacía de Pedro. —Alzó la copa para ofrecer un brindis—. ¡Por la hermandad que compartimos, por el futuro que esperamos moldear juntos!

Bebieron. Lo aplaudieron largamente. A algunos les hizo gracia la palabra que eligió,
fratellanza
, para referirse a la hermandad, porque aquélla era una palabra teñida de muchas connotaciones, tanto buenas como malas. Claro que, después de todo, Rossini era un extraño y se suponía que no tenía por qué conocer todos los matices de la lengua materna.

Mientras iban en el coche hacia el apartamento de Rossini, Aquino le dijo:

—Ha producido usted muy buena impresión esta noche, Luca. Lo han asado más que de costumbre, pero usted lo ha soportado sonriendo como san Lorenzo en su parrilla. Esa breve homilía última también ha tenido buena acogida, porque era lo último que esperaban.

—Espero haber pasado la prueba.

—¡Ya lo creo, y con altas calificaciones! Todo ayudará.

—¿Ayudará a qué?

El chófer estaba acercándose a la casa de Rossini cuando Aquino respondió:

—Me temo que puedan asarlo otra vez en el artículo de Guillermin. No le va a perdonar tan fácilmente el haber mantenido la mejor parte de la historia
off the record
. No digo que ella no lo toreará limpiamente, pero le clavará algunas picas en el pellejo.

—Se estaría arriesgando a recibir una cornada mortal. —Rossini estaba agotado——. Yo no sentiría nada. Gracias por la cena y la compañía.

—Le deseo felices sueños —dijo Aquino—. Buenas noches.

A las cinco de la mañana, el timbre del teléfono lo despertó de un sueño profundo. Tanteó en la oscuridad en busca del interruptor de la luz y del aparato. Era Luisa, obviamente angustiada.

—Sé que es una hora abominable, Luca, pero mamá se encuentra mal. He querido llamar al médico del hotel, pero se ha negado. Me ha pedido que espere hasta la mañana para llamarte. Dice que tú podrías recomendarle un buen médico.

—¿Cómo está ahora?

—Ha dejado de vomitar. La fiebre todavía no le ha bajado. Sólo duerme a ratos.

—¿Esto ha sucedido ya otras veces?

—Sí, pero los intervalos son cada vez más cortos. A pesar de que toma la medicación, éste es el peor ataque que le he visto.

—¿Desde dónde me llamas?

—Estoy en el salón de su suite.

—Me dijo que traía con ella una copia de su historia clínica.

—La tiene en su maletín.

—Estaré con vosotras lo antes posible. Entretanto conseguiré un médico y le pediré que se encuentre conmigo en el hotel.

—Estoy preocupada. Lo que pasó ayer la dejó muy tensa. Estuvo bien durante la cena, pero cuando regresamos al hotel se derrumbó.

—¿Pero la medicación la alivió?

—Sí. Siempre es así. Una cosa más, Luca. Me opongo con todas mis fuerzas a que vaya a Suiza. Sé que es una buena causa, pero ella no tiene demasiada energía. ¿Podrías hablarle?

—Lo haré. Ahora pide un desayuno para ti y un té para tu madre. Tengo que ponerme en movimiento. Estaré con vosotras lo antes posible.

Cortó la comunicación y se dirigió a su estudio para buscar el número particular del doctor Angelo Mottola, el médico del difunto Pontífice. Al buen hombre no le causó precisamente alegría que lo despertasen, pero por otro lado tenía un considerable respeto por aquel extranjero excéntrico y perentorio que parecía acostumbrado a dar órdenes no sólo a los espíritus de los lugares más encumbrados, sino también a sus propios demonios personales.

Escuchó con atención a medida que Rossini describía lo que Isabel le había contado de su enfermedad. Luego dijo:

—La examinaré, por supuesto. El hecho de que tenga su historia clínica es una ayuda. Como usted sabe, no soy oncólogo. Puedo conseguir un especialista por supuesto, pero incluso sin verla, yo recomendaría un regreso inmediato a Nueva York: ellos disponen de recursos mucho mejores que los que tenemos nosotros. Si permaneciera aquí, le recomendaría que se tratara en Milán más que en Roma. ¿Tiene algún pariente cercano aquí?

—Una hija. El marido está en Nueva York, pero es fácil localizarlo.

—¿Le parece bien a las ocho de la mañana en el hotel?

—Gracias, doctor. Le estoy muy agradecido.

—¿Puedo preguntar cuál es el vínculo de su eminencia con la señora de Ortega?

—Es una distinguida compatriota —dijo Rossini—. Hace un cuarto de siglo me salvó la vida.

—Eso la convierte en una paciente muy especial. —El doctor Mottola era un cortesano muy experimentado—. Gracias por recomendarme. Hasta luego, eminencia.

Capítulo 11

El doctor Angelo Mottola había estado y se había ido. Había leído la historia clínica. Había examinado con sumo detenimiento a la paciente. Su consejo, que había costado doscientos dólares, fue sencillo:

—No puedo hacer nada por usted, mi querida señora, más allá de lo que su propio médico le ha prescrito. Su estado general seguirá empeorando. Las remisiones serán más breves. Debería regresar de inmediato a su casa y ponerse bajo los cuidados clínicos apropiados, los de su médico personal.

Según Luisa, había una sola respuesta sensata: remunerar al hombre y regresar a toda prisa a Nueva York. Isabel protestó. Luisa se negó a escuchar.

—¡Ya he hecho todos los trámites, mamá!

—¿Qué trámites?

—He llamado a la señora Lodano y le he contado que no puedes ir a Suiza. Lamenta mucho que estés enferma. Te da las gracias por la ayuda que le prestaste ayer. Y desea que Dios te acompañe en tu regreso a Nueva York. He reprogramado nuestro viaje. Partimos mañana a mediodía en un vuelo Delta que llega al aeropuerto Kennedy. El conserje ha encargado los pasajes. Yo me ocuparé de tu equipaje. He llamado a papá. Irá al JFK a recogernos.

Isabel estaba furiosa.

—Juré que nunca permitiría que esto pasara. Me niego a rendirme y perder el control de mi propia vida. ¡Tú sabes de qué estoy hablando, Luca! ¡Díselo!

Rossini le apoyó una mano en la muñeca con suavidad. Ella dio un respingo. Él razonó con ella serenamente.

—Mi amor, tu propio cuerpo te está diciendo que es hora de rendirse. Y tú lo sabes. El doctor Mottola nos ha explicado a Luisa y a mí que, aunque te quedaras, tendrías que seguir tratamiento en Milán, y que no sería de ninguna manera comparable con el que recibirías en Nueva York. ¡Créeme, por favor!

—Contaba con hacer tantas cosas con Luisa… tantos planes…

—Mamá, yo organizaré todo para que estés bien en casa.

Isabel golpeó el cobertor con los puños cerrados.

—¡Tú no puedes organizar nada! ¡Es mi vida! ¡Dejad que la viva como yo quiera!

—Escucha, por favor, amor mío. —Rossini se mostró persuasivo pero firme—. ¿Recuerdas lo que solías decir cuando me estabas cuidando, en la estancia? «Cuídate de la ira. Vive de la fuerza que los otros te prestan. Lucha desde un territorio amistoso.» Quedarte aquí sólo servirá para agotar tus fuerzas. Aunque esté entre la gente más amable, el viajero siempre es un extraño. Si pudiera estar contigo, todo sería más fácil, pero no tengo nada para ofrecerte. Estoy encadenado. Aunque rompiera las cadenas, algo que bien puedo hacer, ¿qué soy? Un hombre en sus cincuenta años, sin la menor perspectiva por delante. ¿Qué puedo ofrecerte?

Isabel cerró los ojos y se recostó, exhausta, sobre la almohada. Luisa la arropó con la manta, la besó, y se fue hacia la puerta de la habitación. Rossini la siguió, cerrando la puerta tras de sí.

—Ha sido la cosa más triste que he oído —dijo Luisa.

—He tenido que decirlo.

—Lo sé. ¿Puedes quedarte un rato más?

—Por supuesto. Hablaré con mi oficina desde aquí. Deberías tratar de dormir un poco. Cuelga en la puerta el cartel de «No molestar».

—Promete que me despertarás antes de marcharte. Nosotros también tenemos que hablar. Es nuestra última oportunidad.

—Lo prometo.

Cuando Luisa se hubo ido, Rossini llamó a su oficina: el único mensaje urgente era del secretario de Estado. Cuando le telefoneó, el secretario de Estado preguntó:

—¿Dónde estás ahora?

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