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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (3 page)

BOOK: Eminencia
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—¿Y eso qué significa? El favorito de la corte siempre es tratado con indulgencia ¿Qué sienten los colegas por él? ¿Usted, por ejemp1o?

—Lo encuentro distante, pero siempre leal. Mira a los ojos y dice lo que piensa.

—¿Todo?

El camarlengo estaba empezando a enfadarse.

—¿Cómo puedo responder eso? Usted lo oyó hace un momento. Dijo cosas que ni usted ni yo tuvimos el coraje de poner en palabras.

El médico se puso instantáneamente a la defensiva.

—Yo no tengo ninguna autoridad aquí, eminencia. Soy médico, pero sólo puedo aconsejar, no prescribir, ni siquiera a mi distinguido paciente.

—Usted ya ha decidido el tratamiento. —El camarlengo lo corrigió rápidamente—. Pero Luca Rossini no es su paciente. No debería arriesgar una opinión sobre su situación médica ni emitir juicios acerca de lo que pudiera ver u oír desde un lugar privilegiado como el que usted ocupa.

El médico enrojeció de vergüenza e inclinó la cabeza.

—Merezco una reprimenda, eminencia. Perdóneme.

—No hay nada que perdonar. Estamos bajo presión. Luca Rossini está luchando con sus propios ángeles negros.

Estaba sentado junto la cama, con una mano apoyada sobre la del Pontífice que, inconsciente, tenía la piel fría, seca y rugosa. Tenía tubos en los orificios nasales, y unos electrodos lo conectaban a los monitores. Luca Rossini le hablaba al oído, con frases ásperas y entrecortadas, como si lo desafiara a salir de su silencio.

—¡Me oye! ¡Lo sé! ¡Esta vez tendrá que escucharme! Se equivocó conmigo. Creyó lo que le contaron: que yo era un héroe, el joven pastor abierto de brazos v piernas sobre una rueda de carro en una pequeña ciudad y azotado públicamente para aterrorizar a su gente y enseñarles que no había poder que no viniera de Dios, y que los militares eran la voz de Dios en la tierra… Usted ordenó que me trajeran aquí para avergonzar a los obispos cobardes de mi país. Me ayudó. Me hizo avanzar y ascender. Me convirtió en un hombre importante. No podía creer que yo fuese un hombre defectuoso, un cántaro resquebrajado y dañado… Acepté todo lo que me dio. Me sentía tan culpable, tan avergonzado que pensé que estabaoyendo la voz de Dios… ¿Me está escuchando? Nunca había estado tan cerca como ahora de una confesión plena y abierta, y usted ni siquiera puede alzar la mano para darme la absolución en la que no creo… Pero al menos esta vez déjeme decirle que lo amé, no porque fuera mi patrón, sino porque me hizo pagar por cada responsabilidad que me asignó… Por eso no quiero que quede expuesto a la vergüenza. Preferiría matarlo con mis propias manos antes que verlo pudrirse como un trozo de fruta… Pero usted mismo puede hacer1o. Sólo tiene que so1tarse y dejarse ir. ¡Por favor, por favor, hágalo!

Se inclinó y besó la frente del hombre enmudecido. Se apartó de la cama. Había lágrimas en sus mejillas. Las enjugó, y luego volvió a convertir sus facciones una vez más en una máscara hostil e imperiosa.

Esa noche, poco antes de las ocho, la Sala Stampa, la Oficina de Prensa oficial de la Santa Sede, emitió un comunicado.

«A las 14.30 horas de hoy Su Santidad sufrió una importante hemorragia cerebral cuyas consecuencias fueron parálisis y un estado de coma profundo. Una serie de episodios isquémicos menores durante las vacaciones de verano en Castelgandolfo habían alertado tanto al Pontífice como a sus consejeros médicos acerca de la posibilidad de un accidente grave.

El Pontífice y sus consejeros médicos habían discutido posibles intervenciones. Todas ellas comportaban alto riesgo. Su Santidad había renunciado categóricamente a lo que llamaba una pro1ongación oficiosa de su ya larga vida por medios quirúrgicos o por mantenimiento mecánico. Dijo que partiría cuando Dios lo dispusiera, y que preferiría partir desde su propia casa antes que desde una cama de hospital.

En respuesta a estos inequívocos deseos le están siendo administrados en los propios aposentos papales los cuidados necesarios y el correspondiente control neurológico y vascular. El médico del Pontífice, doctor Angelo Mottola, es asistido por dos distinguidos colegas: el doctor Ernesto Cattaldo, neurólogo, y el doctor Pietro Gheddo, especialista en enfermedades cardiovasculares.

Ninguno de los tres está en condiciones de predecir con certeza cuánto tiempo más podrá sobrevivir el Pontífice, aunque coinciden en que la lesión cerebral es grave y el pronóstico es negativo. El cardenal camarlengo ruega a todos los fieles que recen para que Dios quiera llamar a su buen y leal servidor a su lado.

Esta oficina emitirá diariamente nuevos comunicados a las 12.00 y 18.00 horas. El Servicio de Informaciones del Vaticano (SIV) dispone de material complementario en inglés, español y francés. El servicio de teletipo del SIV funcionará como de costumbre.»

—Me pregunto quién habrá cocinado esta sopa.

Stephanie Guillermin, de Le Monde, golpeteaba con una uña escarlata la pizarra de las últimas noticias y desafiaba a su público, una media docena de bebedores tardíos, en el bar del Club de la Prensa Extranjera, en Roma.

—¿A quién le importa? —Fritz Ulrich, de Der Spiegel, descalificó la pregunta con un gesto. Iba por su tercer whisky y estaba listo para una discusión—. El hombre se ha estado matando desde hace años. Finalmente le ha reventado una arteria. ¿Qué esperan que diga la Sala Stampa sobre el tema? Están ahorrando la elocuencia para su necro1ógica.

—Me estás dando la razón, Fritz. —No era fácil desairar a Stephanie Guillermin—. Este texto es completamente atípico. Le falta el toque personal de Ángel Novalis. Lo que pienso es que fue preparado en un conciliábulo y entregado a la Oficina de Prensa para su publicación.

—Pero ¿quiénes estaban en el conciliábulo, Steffi, y por qué intervendrían? —Frank Co1son, del Telegraph, conocía lo suficiente a la mujer como para tomarla en serio.

Tenía todo el aspecto de una Georges Sand joven, y escribía en una prosa clásica y limpia, con un ligero toque de maldad. Vivía a lo grande con una acaudalada viuda de un banquero italiano, de manera que todas sus fuentes de información eran exóticas pero muy fiables. Su particular modo de interpretar a las personas y los acontecimientos era lo suficientemente sutil como para haberle granjeado el apodo de la Dechiffreuse, la Descifradora. Se sintió halagada por la deferencia de Colson. Sonrió, y se estiró para darle una palmada en la mejilla.

—¿EI conciliábulo? Imagínatelo tú mismo, Frank. Tuvo que ser como mínimo un grupo de tres: el camarlengo, el secretario de Estado, el médico, y tal vez algún otro cardenal de la curia. Tal vez Jansen, o quizá Rossini, ese misterio errante. El documento tenía que salir a toda prisa y representar al menos un consenso simbólico de la curia.

—Pero ¿por qué querrían ellos intervenir en la redacción de un simple documento?

—Porque la cosa no es nada sencilla, Frank.

Ahora todos le prestaron atención. El trago de Fritz Ulrich quedó suspendido en el aire. Enzo, el camarero, dejó a un lado su servilleta y se inclinó sobre la barra para escuchar. Colson la invitó a romper su momentáneo silencio.

—Adelante, Steffi…

—¿Qué tenemos aqui? Media página de una prosa trivial y chata; no es para nada el estilo habitual de la Sala Stampa. Sin embargo, está muy cuidadosamente ideada.

—¿Con qué fin? —Fritz Ulrich volvió al ataque.

—Para responder a ciertas preguntas incómodas antes de que gente como nosotros empiece a plantearlas. Hablan de una hemorragia cerebral importante, una lesión grave. ¿Por qué no lo llevaron de inmediato al hospital? Todos sabemos que el equipo de monitores de la cámara papal es más bien sencillo. Y desde luego no tienen equipos para las TAC. De modo que, a pesar de esos tres respetables nombres que firman el comunicado médico, el viejo dispone apenas de un diagnóstico básico, un control elemental y cuidados caseros.

—¿De qué más dispondría en la clínica Gemelli?

—Pregunta equivocada, Fritz. —Guillermin tenía los reflejos de un esgrimista—. ¿Alguna vez en tu vida has leído un documento del Vaticano que ofrezca una explicación de una acción cualquiera? Y mucho menos una excusa.

—¡Jamás, que yo recuerde! —Ulrich vació su vaso y lo deslizó a través de la barra para que se lo volvieran a llenar—. Entonces lo que dices es que…

—Fue astutamente elaborado para justificar una situación muy rara. Le atribuye a la víctima de un ataque órdenes y disposiciones que no pudo haber dado después del hecho, y que antes de él sólo parece haber planteado en términos sumamente generales.

—Todavía no te has explicado —dijo Fritz Ulrich.

—Quieren que muera —afirmó Steffi Guillermin con énfasis—. Necesitan que muera tan rápida y silenciosamente como sea posible. Incluso le están rogando a la Iglesia entera que rece para que el acontecimiento tenga la bendición divina. ¿Por qué? Porque si él no muere, tienen que vérselas con un Pontífice gravemente impedido a quien deben pasar a retiro formalmente y reemplazarlo para que la vida de la Iglesia pueda seguir su curso.

—Así que lo matan… —susurro Frank Colson—. Lo matan mediante una conspiración de negligencia benigna.

—Ésa es una lectura. Los diarios seguramente lo titularían así. Pero la alternativa está clara en el comunicado. Su Santidad está ejerciendo un derecho moral fundamental: renunciar a una prolongación de su vida mediante una intervención oficiosa y excesiva.

—Siempre que… —Fritz Ulrich la apuntó, agitando un dedo admonitorio—. ¡Siempre que el texto que tenemos sea una interpretación auténtica de los deseos del Pontífice! Observad que hay otro cambio con respecto a lo acostumbrado. No hay ninguna cita de una autoridad relevante: ni una carta, ni un testamento, ni siquiera una cita de su encíclica sobre la eutanasia.

—Fritz tiene razón ——dijo Frank Colson—. Eso es algo que tenemos todo el derecho del mundo a preguntarle a la Oficina de Prensa.

—Diez dólares a que no aportarán una sola línea. —El desafío vino de la mujer de UPI que acababa de pescar la última parte de la conversación—. ¿Quién se atreve?

Todos sonrieron y rechazaron la apuesta. La mujer de UPI aprovechó entonces para decir su punto de vista.

—Si no nos dan una cita, entonces nos conceden libertad para especular, ¿o no? Tenemos historias contradictorias: un gabinete de prelados afligidos que prestan cuidados a su Pontífice enfermo mientras le llega un tranquilo final, o bien, según la versión de Frank Colson, que conspiran para matarlo mediante una negligencia benigna.

—En cualquier caso ——dijo Steffi Guillermin—, no es más que la primera parte de una gran historia.

—¿Y cuál es, si se puede saber, la segunda parte? —El tono de Fritz Ulrich seguía siendo provocativo.

Steffi Guillermin la Descifradora, le dio una respuesta críptica.

—Empieza con mi primera pregunta, Fritz. ¿Quién está cocinando esta sopa?

—Y tú tienes la respuesta, por supuesto.

—Todavía no; pero, como siempre, la leerás primero en Le Monde. Luego puedes comprársela a nuestro Departamento de Distribución. Ahora, con vuestro permiso, me voy a casa.

—Recuerdos a tu Lucetta. —Fritz Ulrich se echó a reír—. Ésa sí que es una mujer bonita.

—¡Y tú un cerdo, Fritz!

Después de que Steffi Guillermin hubo dejado atrás la puerta, él, desorientado, todavía buscaba una réplica.

La hostilidad fue más sorda en la reunión de medianoche de los cardenales, citados por el secretario de Estado. No se trató de un encuentro formal sino de una precipitada convocatoria a aquellos prelados curiales que residían en Roma y a quienes se podía 1ocalizar sin demora.

Todos ellos eran altos dignatarios, firmemente anclados a la roca de la autoridad de la colina vaticana. Que todos ellos estuvieran tan sólidamente anclados a la virtud, eso era una cuestión más discutible; pero sin duda comprendían lo poderoso que era el protocolo, los delicados equilibrios entre interés e influencia, las formidables reservas de poder de que estaba investido el cargo de Pedro. Sabían cómo podía ser usado ese poder para honrar a un hombre, o para colgarlo, como a Haman, del más fino hilo de la definición. Al menos por el momento, el poder estaba representado por el cardenal secretario de Estado, quien no tardó en plantear el tema de la reunión.

—Comprendo que algunos de ustedes no estén satisfechos con el comunicado sobre la salud del Santo Padre que esta noche ha emitido la Oficina de Prensa. Conforme a la Constitución Apostólica del 28 de junio de 1988, la Oficina de Prensa depende de la Secretaría de Estado. Por lo tanto, debo hacerme plenamente responsable de sus acciones. El texto del comunicado fue elaborado en conjunto por el cardenal camarlengo, el médico papal y yo. Los miembros de la Oficina de Prensa no participaron en su redacción. Se limitaron a distribuir1o por los canales habituales.

—Entonces, con el mayor respeto, y en la intimidad que nos da el estar entre colegas, permítame dejar sentada una objeción. Es un documento apresurado y poco meditado que, en mi opinión, tendrá consecuencias seriamente negativas.

El que acababa de hablar era el cardenal Gottfried Gruber, prefecto de la Congregación por la Doctrina de la Fe, cancerbero de la ortodoxia de la Iglesia. Un corto silencio siguió a su protesta; luego el secretario de Estado respondió con estudiada compostura.

—El documento se preparó deprisa porque las circunstancias así lo requerían, para cubrir el inesperado acontecimiento de la enfermedad del Pontífice.

—Yo no lo llamaría precisamente inesperado, si pensamos en el estado de salud del Santo Padre en los últimos tiempos. Aceptaría que no estábamos preparados para el acontecimiento. Sostengo que podríamos haber sido advertidos.

—Fuimos advertidos, Gottfried, como lo fue el propio Santo Padre. Sin embargo, él tenía su postura acerca de la cuestión. No pudimos hacerlo cambiar.

—¿Alguien lo intentó seriamente?

—Yo lo intenté. —Luca Rossini se veía frío y tranquilo—. Lo intenté muchas veces en conversaciones privadas. Se mantuvo en sus trece. Insistía en que se iría cuando Dios lo llamase. Quería morir en su propia cama.

—¿Nunca le sugirió que dejara algún documento en el que expresara sus deseos?

—Se lo sugerí varias veces; pero usted sabe mejor que yo, Gottfried, cuán difícil era hacerle firmar algo hasta que no estaba plenamente convencido de hacerlo.

Un discreto susurro de complacencia recorrió la asamblea, y la tensión se aflojó un poco. Gruber, de mala gana, asintió con la cabeza, pero insistió con su queja.

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