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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (5 page)

BOOK: Eminencia
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Dejó pasar un buen rato antes de decidirse a transmitir el mensaje. Sabía que ésta era la confesión más descarnada que jamás había hecho, y que si alguna vez se hacía pública equivaldría a una catástrofe. Sin embargo, la necesidad de ponerla en palabras era irresistible. De modo que, ganado por la embriaguez y la temeridad que le infundían las toxinas de la fatiga y la tensión, tecleó el código de transmisión y le dio vía libre.

En el dormitorio papal, el Pontífice yacía todavía pálido e inmóvil. En la nariz tenía tubos que le enviaban oxígeno y en el brazo suero intravenoso. Tenía los ojos en blanco, inexpresivos. Dos hermanas de la caridad acababan de empezar la guardia nocturna, y el doctor Mottola les estaba dando las últimas instrucciones.

—… ustedes ya tienen experiencia, de modo que no necesitan que les enseñe cómo actuar. En este momento parece estabilizado, aunque en realidad está empeorando. Como ven, lo único que hacemos es administrarle oxígeno e hidratarlo con el suero. No espero ningún cambio importante antes de la mañana. Por supuesto, habrá una acumulación continua de mucosidad en los pulmones porque no puede eliminarla tosiendo. También habrá un exceso de dióxido de carbono que le producirá una típica apnea y la respiración que llamamos de Cheyne—Stoke. Si eso ocurre, llámenme. Estaré aquí en menos de diez minutos. Tranquilas… No verán nada que no hayan visto antes. La muerte no da tregua, ni siquiera a un Papa.

La mayor de las monjas preguntó:

—¿Qué pasa si hay un derrame?

El médico le dedicó una rápida mirada aprobatoria.

—Usted sí que conoce su trabajo, hermana. Si sobreviene un derrame, no tardará en entrar en estado visiblemente terminal porque la presión de la hemorragia en el cráneo comprimirá el cerebro y desalojará el tejido cerebral de la cavidad craneana. No obstante, no hay indicios significativos de que haya un riesgo inminente de derrame. Mi expectativa es que van a pasar una noche tranquila. Limítense a venir a verlo cada media hora más o menos, y no dejen de registrar su informe cada vez. No ayudará mucho al paciente, pero dejará a salvo nuestra reputación profesional. Recen por él, y por mí.

—Lo haremos, doctor. Buenas noches.

Cuando se hubo retirado, las dos mujeres se instalaron en la antecámara, desde la que podían ver claramente al paciente. Tal como había observado Mottola, eran enfermeras responsables y experimentadas, y habían atendido muchas veces a muchos pacientes moribundos. Aun así eran religiosas, y este acontecimiento que teñiría el resto de sus vidas tenía algo de sobrenatural. El hombre que iba muriendo poco a poco ante sus ojos estaba investido de una imponente serie de títulos: Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Supremo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano de la Ciudad—Estado del Vaticano.

Los títulos estaban abultados por siglos de mitología, refundidos con historias imperiales, fortalecidos por tradicionales legalizaciones romanas, santificados por perdurables recuerdos de martirios, respaldados por enormes edificios sobre cuyos dinteles había sido grabada en piedra la leyenda: «
Tu es Petrus
… Tú eres la roca sobre la que se construirá el Reino de Dios…». Todo lo cual quedaba reducido a una simple, funesta ironía: un anciano que agonizaba en un pequeño dormitorio, asistido por dos mujeres que susurraban quedamente en la antecámara.

Tras una discreta llamada a la puerta, Claudio Stagni, ayuda de cámara del Pontífice, entró con una bandeja en la que les traía café y una cena ligera. Era un hombre bajo, rubicundo y jovial, el único, según la leyenda de la corte, capaz de hacer reír al Pontífice, de rescatarlo de sus rabietas y disipar su mal humor. En el pequeño círculo familiar lo llamaban Fígaro, porque mientras trotaba de una tarea a otra, se parodiaba a sí mismo entonando la melodía de Rossini: «
Figaro qua, Figaro la, Figaro su, Figaro giú
!». Cuando las mujeres le agradecieron la atención y se disculparon por tenerlo levantado hasta tan tarde, se encogió de hombros y sonrió.

—En este trabajo hay que ser una criatura nocturna. Su Santidad trabaja a menudo hasta la madrugada. Necesita café y bocadillos, y de vez en cuando un poco de conversación. Le gusta poner a prueba sus ideas conmigo porque dice que ni siquiera un papa puede ser un héroe para su ayuda de cámara, pero que tiene una probabilidad razonable de hacerse entender por el resto de la Iglesia si logra que yo lo comprenda.

La monja más joven le preguntó:

—¿Cómo es realmente en su intimidad?

Claudio hizo un elocuente gesto de desaprobación.

—¿Cómo es?¿Cómo se convierte una epopeya en un soneto? Ha sido un gran hombre en su tiempo, y además lo ha sido por mucho tiempo. Algunos dirían que demasiado. Pero, para apreciarlo, no puede usted guiarse por lo que ve ahí, en la cama.

—¿Diría usted que fue un santo? —Esta vez fue la mayor de las monjas la que preguntó.

—¿Un santo? —El ayuda de cámara consideró la pregunta con un aire teatral—. Mi querida hermana, no estoy seguro de saber lo que es un santo. En muchas cosas, él es tan humano como usted y como yo. Tiene un temperamento vivo, que no se ha dulcificado estos últimos años. No le gusta que la gente lo contradiga, pero admira al que está dispuesto a enfrentarse a él en una pelea a muerte. Le gusta el cotilleo, y por esa razón le gusta que yo lo ande rondando; pero está demasiado predispuesto a escuchar a quienes hacen que se sienta bien, porque está muy solo aquí en las alturas, como ustedes mismas han podido comprobar. Cualquier error que cometa está destinado a ser un gran error, con enormes consecuencias. A pesar de todo eso, es un hombre generoso. Frente a un conflicto cualquiera, escucha a todas las partes, siempre, por supuesto, que la curia le permita oírlas, lo que no siempre ocurre. ¿Un santo? Yo diría que uno tiene que tener algo de santo para sobrellevar una vida como la que él ha vivido. Recorre el mundo a toda prisa como un tenor en gira, repartiendo sonrisas y bendiciones con las que la gente se regodea, y leyendo discursos escritos por las jerarquías locales que hacen bostezar a la gente. También reza mucho. Solía decir que no habría sobrevivido si Dios no lo hubiese apoyado. Y Dios es muy real para él…

Se interrumpió, y les dedicó a las mujeres una sonrisa conspirativa.

—Otra cosa, hermanas. ¿Por qué no terminan el café mientras yo le doy las buenas noches? Me gustaría hacerlo. Y creo que debería aprovechar para ordenar su armario y separar una muda de ropa de dormir por si ustedes quieren refrescarlo antes de la mañana. Además, eso me hará sentir útil. No es mucho más lo que puedo hacer por él.

Dicho lo cual, se retiró. Cuando desapareció tras la puerta del dormitorio en dirección al armario empotrado del Pontífice, lo perdieron de vista. Pero un momento después alcanzaron a ver cómo hacía un lío con algunas prendas sucias y ponía una pequeña pila de ropas de dormir limpias al pie de la cama. Luego hizo algo curioso y emotivo. Tomó dos pañuelos blancos de la pila de ropa limpia y tocó con ellos la frente del enmudecido Pontífice. Después los llevó hasta donde estaban las monjas y, con una sonrisa compungida, le dio uno a cada una.

—Tengan. Todos sabemos que nunca más va a volver a necesitarlos. Estoy seguro de que le gustaría darles las gracias por lo que están haciendo por él. Si algún día lo hacen santo, éstas serán reliquias importantes, ¿no es cierto? Y no se sientan mal por aceptarlas. Soy su ayuda de cámara. Yo mismo se los compré. No creerán que un Papa anda por la via Condotti comprando batista fina, ¿no?

Las dos mujeres estaban profundamente conmovidas. Todavía murmuraban su agradecimiento cuando él les dio las buenas noches y salió silenciosamente de la habitación con el lío de ropa sucia en las manos. No sabían —no podían saberlo— que Claudio Stagni acababa de procurarse una pensión de por vida: tres delgados tomos del diario más privado del Pontífice, que éste tenía por costumbre escribir al final de cada día y mantenía guardados en un cajón, en su vestidor.

Nadie sabía de su existencia a excepción de su fiel ayuda de cámara, confidente y bufón de la corte, quien a menudo había sido el único público a quien llegaban los ásperos comentarios de un hombre cansado a medida que los consignaba sobre el papel. Cuando muriera, estos escritos quedarían inmediatamente bajo la custodia del cardenal camarlengo, quien bien podría decidir enterrarlos por uno o dos siglos en el Archivo Secreto. Mejor, mucho mejor, que Fígaro, el hombre irónico y feliz, el sufrido asistente personal, se los ofreciese al mundo, les agregara el contexto y procedencia, y, a su debido tiempo, escribiese su propia biografía del Pontífice. Ya había suculentas ofertas de contratos de varios medios para cualquier material que él decidiera aportar sobre su vida como asistente personal del Papa, pero, con estos textos en su poder, Fígaro estaba seguro de poder duplicarlas y reduplicarlas, y duplicarlas una vez más, y vivir rico y feliz para siempre.

La pesadilla del cardenal Luca Rossini era siempre igual. Era como si un rollo de un viejo filme mudo se hubiera deslizado en su cráneo y comenzara a proyectarse en las horas más frías y más oscuras de la madrugada. La acción siempre se iniciaba en el mismo escenario: una minúscula ciudad de la precordillera andina, al noroeste de San Miguel de Tucumán.

Había una iglesia, con la casa de los curas, y frente a ella una pequeña plaza con un mercado enmarcado por columnatas donde se intercambiaban cereales, ganado, piezas de alfarería y tejidos por mercancías importadas de Buenos Aires. La población local era un típico cóctel argentino de mediados de los setenta: criollos, inmigrantes legales e ilegales de Chile y Uruguay, mestizos, y lo que quedaba de las tribus incaicas locales, fragmentadas por las políticas de la antigua España imperial.

Los carros de los que allí comerciaban, vehículos grandes y pesados, se alineaban en torno de la plaza, de modo que los que vivían encima de las columnatas tenían una perspectiva como la de quien está en un teatro, y podían ver los pequeños dramas que se representaban en el empedrado de allí abajo. Éste era también el punto de vista desde el que Rossini asistía a la película que se proyectaba en su cabeza. Se veía a sí mismo personificándose en una pantalla muda.

La acción comenzaba con un camión militar entrando en la plaza. Al verlo, los lugareños se quedaron paralizados. Un grupo de soldados saltó del camión y formó en una línea, de cara a la entrada de la iglesia. Los comandaba un sargento, un sujeto corpulento que parecía el forzudo de un circo. Bajó de la cabina del camión y se quedó un buen rato inspeccionando la escena, como un gigante ominoso, golpeando rítmicamente sus pantalones de montar con una fusta.

Luego comenzó un lento recorrido por la plaza mientras el pequeño grupo de hombres, mujeres y niños se apiñaban, enmudecidos, en torno de los carros. Cuando hubo completado el circuito, hizo una seña con la fusta a las tropas, que aguardaban en formación.

Cuatro hombres se adelantaron, dos en cada extremo de la plaza, y comenzaron a desplazarse entre los vendedores, exigiéndoles, siempre con muda ostentación, sus documentos de identidad. Si se demoraban un poco o vacilaban, sus mercancías eran aplastadas o arrojadas al suelo y pisoteadas. Si alguno protestaba, era inmediatamente derribado de un puñetazo o un culatazo. Los niños eran apartados a bofetadas o puntapiés.

En medio de esta intimidación sistemática, Luca Rossini salió de la iglesia a la carrera y se dirigió hacia ellos. Vestía camisa, pantalones y sandalias. El único símbolo de su condición sacerdotal era un pequeño crucifijo de plata que pendía de su cuello. Aun como testigo del sueño, le impresionaba ver cuán joven era. Lo aterrador era que no podía oír las palabras que gritaba, ni dominar sus fieros ademanes de protesta.

Advertía sin embargo que sus silenciosos gritos provocaban algún efecto. Los soldados se pararon en seco y miraron al sargento, esperando órdenes. El sargento alzó su mano para marcar una pausa, y luego caminó lentamente hacia Rossini, que todavía protestaba con ademanes y movía los labios sin que se le oyera. El sargento sonrió con benevolencia y le cruzó la cara dos veces con la fusta.

Hizo una nueva seña a las tropas y Rossini fue rodeado por una avalancha de hombres armados.

Le rasgaron la parte de atrás de la camisa y le bajaron los pantalones hasta los tobillos de modo que su espalda y sus nalgas quedaron al desnudo. Le hicieron abrirse de brazos y piernas contra la enorme rueda de madera de uno de los carros y le ataron las muñecas y los tobillos a la llanta y los rayos. Ahora no podía ver nada, excepto algunos adoquines entre los rayos, y unos montones de grano desperdigado y la cara asustada de un niño escondido bajo el carro.

Luego, midiendo y saboreando cada golpe, el sargento comenzó a azotarlo con la fusta. Al principio trató de aguantar en silencio, mordiéndose los labios, pero finalmente aquellos azotes le arrancaron los primeros gritos sordos, y los gritos se convirtieron en gemidos y gruñidos a medida que los golpes seguían castigando su espalda y sus nalgas. En la plaza, la multitud permanecía en silencio. Los que miraban desde las ventanas estaban mudos de miedo y horror. A un cuarto de siglo de distancia, en otra dimensión del tiempo y el espacio, Luca, cardenal Rossini, observaba la despiadada degradación del joven que había sido. Finalmente la paliza terminó. El sargento enjugó la sangre y los restos de piel de su fusta, y luego dio un paso atrás, para apreciar su faena. Aprobó con un movimiento de cabeza, sonrió, y se volvió para dirigirse a las tropas.

Esta vez las palabras fueron audibles. Fueron dichas en lunfardo, el argot de los bajos fondos de Buenos Aires, que Rossini había aprendido en su infancia.

—¡Ahí tienen! Lo ablandé para ustedes. Está mojadito y caliente. ¿Quién quiere cogerse un cura?

La pantalla fundió a negro y Luca, cardenal Rossini, emergió dificultosamente de la pesadilla para enfrentarse a un gris amanecer romano.

Esa mañana, en Ciudad del Vaticano, había otros que se habían levantado temprano. Los miembros del equipo de la Sala Stampa habían estado levantados toda la noche, escuchando los medios de comunicación de Europa, las Américas y el sureste asiático. Su director, monseñor Domingo Ángel Novalis, estaba en su escritorio a las cinco, resumiendo la información para el secretario de Estado.

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