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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (8 page)

BOOK: Eminencia
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En cada caso, las disposiciones de la ley canónica eran diferentes. El Papa todavía estaba vivo, y por lo tanto sus deseos e intenciones seguían teniendo preeminencia, en la medida en que fuesen conocidos o se los pudiese adivinar. Se le estaba prestando atención médica en su casa, en un marco de privacidad y dignidad, pero ya se había avisado a los embalsamadores que debían acudir sin demora en cuanto muriera. Los tres ataúdes, de ciprés, plomo y roble, ya estaban disponibles. El maestro de ceremonias estaba disponiendo el orden de los acontecimientos que se sucederían durante el velatorio, en la misa del funeral y en su internamiento en la cripta de la basílica de San Pedro.

El Consejo de Estado de la Ciudad del Vaticano ya estaba preparando la nueva moneda y los nuevos sellos postales que se usarían durante la vacante de la Sede. La fuerza de seguridad se estaba preparando para una gran afluencia de dignatarios seculares y del clero que asistirían a las exequias.

La burocracia vaticana se movía a menudo lenta y pesadamente haciendo chirriar todos sus engranajes, pero en asuntos de vida, muerte e imagen pública, se deslizaba con una maravillosa suavidad. Su actuación era particularmente espectacular en las ceremonias, las mismas que con el paso del tiempo contribuyeron al envejecimiento y la muerte del más vigoroso de los Pontífices.

Pero ahora, el camarlengo no se encontraba ocupándose de ninguna ceremonia, sino dialogando con monseñor Victor Kovacs, secretario privado de Su Santidad.

—¿Tienes claro, Victor, todo lo que hay que hacer cuando Su Santidad muera?

—Más o menos, eminencia. Tiene que constatar el hecho, firmar el certificado de defunción con el médico, llamar a los embalsamadores y poner el cuerpo en sus manos.

—Todo eso y un poco más. Tengo que destruir sus sellos personales y tomar posesión de todo lo que hay en sus habitaciones, incluso su ropa interior. Lo que necesito de ti ahora es una visita guiada. Tengo que saber dónde está cada cosa: su testamento, su correspondencia, la personal y la oficial, su diario. Después de que el cuerpo sea sacado de aquí, las habitaciones se cerrarán con llave y se sellarán. Me ayudarías muchísimo si pudieras preparar un inventario lo más rápido posible.

—Ya he comenzado, eminencia. Hagamos un recorrido juntos, así usted podrá ver cómo he ordenado todo. Porque creo que usted lo sabe, Su Santidad no era… perdón, no es el hombre más metódico de este mundo. He tenido que rogarle que no ande hurgando en los archivos sino que me pida a mí que busque lo que quiera y me permita luego volver a ponerlo en su lugar. Solía decirme que yo era más quisquilloso que una vieja. Aun así, confieso que lo echaré de menos… Veamos primero los cajones del escritorio y luego los archivadores.

—¿Su Santidad tiene algún repositorio privado?

—Hay una caja de seguridad empotrada en la pared, detrás de ese cuadro.

—¿Quién tiene la combinación?

—Sólo Su Santidad y yo.

—Deberías dármela también a mí.

—Por supuesto.

—Si no te molesta, por favor, muéstrame cómo se abre y se cierra la caja.

Monseñor Kovacs escribió la combinación en un papel y se lo extendió al camarlengo. Luego le mostró cómo estaba asegurado a la pared el boceto sepia enmarcado de Rafael. Cuando lo retiró, quedó a la vista la caja. El secretario la abrió, la cerró, y le pidió al camarlengo que repitiera la operación. Cuando lo hubo conseguido, el secretario volvió a colocar el cuadro en su sitio. Ninguno de los hombres había intentado sacar nada de la caja. Era una cuestión de protocolo. El Pontífice todavía estaba vivo. Su mandato aún estaba vigente. El camarlengo y el secretario completaron su recorrido. El camarlengo preguntó:

—¿Hay algo de importancia en su dormitorio?

—No que yo sepa. Tiene un breviario y una Biblia en una mesita, al lado de la cama, y en otra los otros libros que está leyendo. En las distintas ocasiones en que ha estado enfermo me ha pedido que le trajera los documentos que necesitaba. Siempre me ocupé de que Fígaro, ¡perdón otra vez!, Claudio Stagni, me los devolviera a la oficina. Él, por supuesto, debería saber qué más hay en el dormitorio.

El camarlengo soltó una risita.

—Claudio Stagni lo sabe todo, pero nunca cuenta ni la mitad de lo que sabe. De todos modos, es un sujeto divertido. Hablaré con él ahora.

—Es extraño, eminencia.

—¿Qué es extraño, Victor?

—Su Santidad siempre fue muy celoso de su privacidad. Stagni era el único que la compartía con él. Ahora yace ahí, y todo el tiempo hay gente entrando y saliendo. Si lo supiera, le habría disgustado mucho. Es tan absolutamente dependiente como un recién nacido, salvo por el hecho de que no tiene ni una pizca de vida por delante. ¿Puedo hacerle una pregunta, eminencia?

—Por supuesto, Victor. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Esta mañana, muy temprano, cuando dije misa, se la ofrecía a Dios como una petición para que liberara al Santo Padre de esta vida, que para él ya no es vida. Cuando recitaba el credo, una frase me golpeó como un mazazo:
descendit ad inferos
. Él descendió a las regiones más bajas. Me pregunté si no era más que una expresión arcaica que describía ese tiempo misterioso que transcurrió entre la muerte de Nuestro Señor y su Resurrección, o si también podría ser una descripción de lo que le ha pasado al Pontífice. ¿Está acaso en alguna otra región o estado? ¿Está todavía realmente con nosotros? Hasta usted y yo estamos actuando como si se hubiera ido hace mucho tiempo.

La consternación del hombre era tan auténtica que el camarlengo se sintió conmovido por una rara dulzura.

—Sinceramente, Victor, no lo sé. Pregúntale a mi colega Gruber, y estoy seguro de que te dará una excelente conferencia metafísica sobre el tema. Para mí, el acto de fe es un acto de aceptación de que vivimos y morimos en el misterio. La esperanza es la confianza en que un día el misterio nos será revelado en la forma en que Dios lo disponga. Y la caridad es el don de amar y regocijarse en el amor. Sé que estás triste, pero puedes estar seguro de que serviste bien a Su Santidad. Él lo reconoció muchas veces ante mí y ante otros miembros de la curia. Podía ser una persona difícil, lo sé, pero te tenía mucho cariño.

—Eso es bueno de oír. Gracias.

—Ahora iré a hablar con nuestro amigo Fígaro. Inspeccionaré el dormitorio y rezaré una oración por nuestro paciente. Tú tienes trabajo que hacer. No te molestaré más.

Ante el Pontífice agonizante y el inquisitivo camarlengo, Claudio Stagni dio una espléndida y discreta función. Se arrodilló junto a la cama con el cardenal y las hermanas y recitó con profunda emoción los versículos del
De Profundis
: «Desde las profundidades he gritado, oh, Señor, para que te llegara la expresión de mi súplica…». Después del rezo, le había mostrado al cardenal cada rincón de la habitación, abriendo todos los armarios y cajones, exhibiendo los artículos que contenían, y señalando, como ya lo había hecho el secretario privado, que el Pontífice, especialmente en sus últimos años, había sido un hombre cuyo orden era difícil de mantener. Hurgaba, desordenaba algunas cosas, otras las sacaba de su lugar y luego olvidaba dónde las había dejado.

—Su Santidad necesitaba un ayuda de cámara más que cualquier otra persona de este mundo. Monseñor Kovacs y yo logramos crear un cierto orden. No debía haber documentos tirados por la habitación. Su Santidad sabía que lo controlábamos. A veces refunfuñaba, pero en realidad le alegraba que así fuera. ¿Repositorios secretos? Me extraña que pregunte eso, eminencia. Mire, déjeme mostrarle algo. Este cajón del escritorio tiene un compartimiento secreto. Como ve, está abierto y vacío. Hay una llave en su interior, pero en todos mis años de servicio, Su Santidad nunca lo usó, que yo sepa.

—¿Eso es todo lo que puede mostrarme?

—Todo, eminencia. Pero tengo que hacerle una pequeña confesión.

—¿Sobre qué?

—Anoche, en un impulso, le di a cada una de las hermanas que lo velan un pañuelo de los que yo había comprado hace unos pocos días para Su Santidad. Se conmovieron tanto que sentí alegría por haberlo hecho. Pero después me puse a pensar…

Al camarlengo esto no le gustó nada. Su reprobación fue cortante y airada.

—Fue una acción tonta e imprudente, Claudio. Mi tarea consiste en evitar precisamente ese tipo de cosas: cualquier tráfico no autorizado de reliquias y souvenirs después de que el Pontífice muera. Usted ha estado aquí el tiempo suficiente para saberlo mejor que nadie.

—Me di cuenta después, eminencia. Fue solamente un impulso. Si usted quiere, les pediré a las hermanas que devuelvan los pañuelos.

—¡No, no! Eso no haría más que agravar el error. ¡Pero, entiéndalo bien, esto no debe volver a ocurrir! Podría convertirse fácilmente en un escándalo, o, peor aún, en un disparate. ¡Gente vendiendo la ropa interior pontificia en el mercado de Porta Portese! ¡Use la cabeza, hombre!

—Lo siento de verdad, eminencia.

—No se hable más del asunto, entonces. Ya no tengo nada más que hacer aquí. Puede irse.

—Gracias, eminencia.

Se marchó con la cabeza gacha y arrepentido como un escolar. Apenas estuvo fuera del apartamento papal, se alejó dando saltitos al ritmo de su cancioncilla,
Figaro qua, Figaro la, Figaro su, Figaro giú…

Steffi Guillermin solía levantarse tarde. Le gustaba quedarse en la cama con Lucetta, bebiendo café, mientras leía los diarios de la mañana y recorría los distintos canales de Eurovisión para estar al tanto de los titulares. Esta mañana, el comunicado del Vaticano le arrancó una exclamación de sorpresa y un renuente homenaje a Ángel Novalis.

—Ese sí que se merece un primer premio. Es inteligente y guapo como Lucifer. Ha desactivado casi todas las minas a punto de explotar en la polémica sobre la eutanasia y ha puesto en cortocircuito a sus propios teólogos de derechas del Opus Dei. No discute con ellos y ellos no pueden polemizar con él, pero de todos modos produce una impresión muy profunda con la pregunta que deja implícita: «¿Qué haría usted si su propio padre estuviera padeciendo así?…».

—Una inteligente demostración de relaciones públicas. ¿Qué más significa?

—Posiblemente nada más. Pero piensa en esto. Su Santidad ha estado ocupando los cargos de la jerarquía, y el mismísimo Sacro Colegio, con hombres que son, de acuerdo con sus principios, conservadores fiables. Dicho de otro modo, ha tratado de asegurarse, en la medida de sus posibilidades, de que sus políticas para la Iglesia sigan siendo aplicadas después de su muerte. Siempre ha sido centralista e intervencionista, pero ambas políticas ya han comenzado a hacer agua. De modo que existe un grupo de intereses que quiere mantener vivo al viejo tanto como sea posible.

—Pero ¿por qué?

—Cuanto más tiempo pueda posponerse la elección, más probabilidades tienen de consolidar su bloque para la votación. No es ningún secreto que últimamente muchos miembros del Sacro Colegio han estado de viaje visitando a colegas de todo el mundo. Algo que en los viejos tiempos no era posible. Ahora es fácil, y mucho más seguro que la correspondencia.

—Pero ahora, como está siendo atendido en su casa, los conservadores podrían ver frustrados sus planes por un fallecimiento antes de tiempo.

—Eso es lo que yo pienso, pero siempre he creído que era demasiado listo como para ser derrotado, incluso por la muerte. Mi idea es que debe de haber tomado notas, hecho dossiers y apuntado observaciones a favor y en contra de los futuros candidatos a la sucesión.

—Si esas notas existen —Lucetta tenía sus dudas—, ¿dónde están ahora?

—Probablemente en el Vaticano no.

—¿Por qué dices eso?

—Sentido común. Su Santidad sabe que cuando él muera, todas sus cosas pasarán a manos del cardenal camarlengo. Supongo que para evitarlo habrá puesto los documentos en manos seguras.

—¿Las de quién, por ejemplo?

—No sé. —Steffi reflexionó un momento, y luego exclamó—. ¡Dios mío, soy una tonta por no haberlo pensado antes!

—¿Pensado qué?

—Hace tres días, mi gente de París me dijo que un agente de Nueva York se había puesto en contacto con ellos y les había comentado que después de la muerte del Pontífice aparecería en el mercado un documento escrito por él. Les preguntaron si estaban interesados en comprar los derechos para la traducción al francés.

—¿Y estaban interesados?

—¡Cómo no iban a estarlo!

—¿Con quién más se pusieron en contacto?

—En Alemania tiene que ser
Der Spiegel
, lo que podría explicar por qué Fritz Ulrich estuvo tan odioso conmigo ayer. Quizá también por eso Frank Colson me apoyó tanto. Normalmente el
Daily Telegraph
no sería el primer cliente para un negocio como ése… El grupo del
Sunday Times
probablemente estaría más interesado.

—Entonces ¿cuál es tu próxima jugada?

—Husmear por ahí. Ver si puedo olfatear dinero o rumores. Una vez que los documentos aparezcan, mi gente espera que yo verifique su procedencia y autenticidad antes de invertir dinero. Pero para entonces la historia ya no será exclusiva.

—¿Por dónde piensas empezar? No puedes andar dando vueltas por Ciudad del Vaticano interrogando a un prelado tras otro acerca de unos documentos de contrabando.

—Dudo de que Roma sea un buen lugar para empezar, de todos modos. Quienquiera que sea el que esté ofreciendo esta mercancía, preferirá convertirla en dinero bien lejos de Italia, y mantenerse alejado.

—Lo cual indica que la fuente de origen de los documentos sería vaticana. Alguien cercano al Pontífice y con un libre acceso a él.

—En otras palabras, un civil. Tienen más facilidades para salir de allí que los hombres del clero.

—Pero ¿cómo podrías probarlo?

—¿Por qué tendríamos que probar nada? Lo único que necesitamos saber es si los documentos que nos estén ofreciendo son genuinos. Cualquier otra cosa sería un fastidio.

—¿Por qué sería un fastidio?

—Porque nuestro principal interés está en la historia. En la medida en que la procedencia sea irrebatible, a nadie le va a importar cómo llegó a mis manos. Son otros los que tienen que preocuparse por eso.

El cardenal Luca Rossini había sido invitado a almorzar con el secretario de Estado en su apartamento privado del palacio apostólico. Sabía que sería un ágape espartano: sopa, pasta, queso, una botellita de vino blanco suave y café negrísimo para desvanecer cualquier tentación de aprovechar la hora de la siesta romana para dormir.

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