Hasta aquí pude llegar. Después de insistir a las autoridades arqueológicas del Museo Topkapi que me mostraran el mapa original de Piri Reis, sólo pude contemplar una reproducción de 1933 de esa carta. (Foto: Ester Torres.)
Por la fecha en la que esta carta náutica fue dibujada, es evidente que se trata de uno de los primeros mapas de América, y el primero del siglo XVI que situaba Sudamérica y África en sus longitudes relativas correctas. Algo —por cierto— imposible de conseguir con los medios tecnológicos de aquel período. Y mucho menos tomando como punto de partida cartas de navegación tan dispares, y de épocas aparentemente tan diferentes, como las enunciadas por el almirante.
Este, sin embargo, era sólo su primer misterio.
Y es que, además de su irreprochable precisión geográfica, aquel pedazo de piel de gacela encerraba más sorpresas.
En 1956 un oficial de la marina turca regaló una copia facsímil del mapa de Piri Reis a la Oficina Naval Hidrográfica de Estados Unidos, consiguiendo llamar la atención del cartógrafo de la institución, M. I. Walters, sobre ciertas peculiaridades de la carta. Walters, a su vez, entregó una copia al capitán Arlington H. Mallery, que llevaba años destacándose por sus estudios sobre antiguos mapas vikingos, y que nunca ocultó su especial predilección por la búsqueda de cartas antiguas de América. Y ahí saltó el enigma: según Mallery, además de las costas de Centroamérica y Sudamérica, lo que representaba este mapa eran las tierras altas del continente antártico, y en concreto el perfil de una pequeña península conocida como Tierra de la Reina Maud.
Pero había algo que no encajaba. Tanto el perfil general del continente polar como la costa de la Reina Maud, aparecían desprovistos de su actual capa de hielo, por lo que forzosamente debió de cartografiarse antes de que el hielo se adueñara de esas regiones. Pero ¿cuándo?
El 6 de julio de 1960 el teniente coronel Harold Z. Ohlmeyer, del Escuadrón de Reconocimiento Técnico de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, adonde también llegó una copia del mapa, redactó sus propias conclusiones al respecto. Las elaboró en la base aérea de Westover, en Massachusetts, donde durante varios meses un equipo del servicio cartográfico de las Fuerzas Aéreas estudió el mapa y su compleja red de líneas y perfiles costeros. En ellas confirmaba que «se había trazado el mapa de la costa antes de que ésta quedara cubierta por la capa de hielo». Y añadía que, en nuestros días, «la capa de hielo en esta región presenta en la actualidad un espesor de aproximadamente 1,6 kilómetros».
[76]
Las precisiones del teniente coronel Ohlmeyer llamaron la atención de algunos científicos, aunque en especial la de Charles Hapgood, un profesor de Historia de la Ciencia del Keen College de New Hampshire, que llegó a poner el problema en manos del mismísimo Albert Einstein, que se fascinó por el asunto. Y con razón: los cálculos de Hapgood sobre la época en que la Antártida estuvo cubierta de hielo por última vez demostraban que para cartografiar la costa de la Reina Maud alguien debería haber visitado el continente blanco… hace seis mil años. ¡Seis mil años!
Hace sesenta siglos, siempre según la arqueología más ortodoxa, todavía no habían surgido los primeros destellos de civilización junto al Nilo. Y es que, si en el 4000 a.C. todavía no existía «oficialmente» ninguna civilización desarrollada sobre el planeta, ¿cómo pudo haber alguien que cartografiara esas regiones?
Por fortuna para nosotros, el almirante otomano lo dejó bien claro: él no «inventó» su mapa, sino que se limitó a copiar diversas cartas de navegación antiguas a las que había tenido acceso en la Biblioteca Imperial de Constantinopla. Según el profesor Hapgood, muchos de los mapas custodiados en el siglo XVI en ese recinto habían llegado hasta allí gracias a marineros fenicios. Sin embargo, su origen había que buscarlo en épocas anteriores, muy probablemente «en los geógrafos griegos de la Escuela de Alejandría»
[77]
, esto es, en Egipto. Tampoco hay que perder de vista que durante la tercera cruzada los venecianos asaltaron Alejandría, y muchos de los marineros de ese puerto italiano comenzaron a manejar mapas de cierta precisión a partir del año 1204. ¿Fue, pues, el saber acumulado en el antiguo Egipto el que copió Piri Reis en su mapa?
Un «pequeño detalle» aportado por el científico francés Maurice Chatelain en uno de sus libros
[78]
tiende a confirmar esta sospecha. Según su parecer, la deformación que presentan las líneas de costa en el mapa de Reis obedece a que esta carta «representaba una proyección plana de la superficie esférica de la Tierra tal y como podría ser vista hoy por un astronauta situado a una gran altura sobre Egipto». Y efectivamente, así es. Una foto de satélite tomada a 4.300 kilómetros sobre la vertical de El Cairo mostraría con bastante precisión esa misma «deformación» de los continentes, lo que ha permitido a científicos de la talla de Chatelain —que formó parte de los técnicos del proyecto Apolo de la NASA— suponer que este mapa es, en verdad, una copia de enésima generación de otro antiquísimo realizado desde la vertical de las pirámides de Giza.
La genial intuición de Chatelain tiene, no obstante, un sólido precedente. Me explicaré. Durante los trabajos de investigación del mapa llevados a cabo por las Fuerzas Aéreas norteamericanas, hubo un aspecto que llevó de cabeza a los expertos. Me refiero a la red de líneas horizontales y verticales que cruzaban la carta de forma aparentemente caótica. Antiguamente, líneas como ésas representaban rutas de navegación entre puertos —lo que dio el nombre de «portulanos» a los mapas que las contenían—, pero en el diseño de Reis ésa no parecía ser su función. En realidad, tal y como apuntó Hapgood en su monumental estudio
Maps of the Ancient Sea Kings
, «la única diferencia entre la especie de cuadrícula rectangular en el mapa de Piri Reis y las cuadrículas de los mapas modernos es que estos últimos incluyen registros con la latitud y la longitud, con paralelos y meridianos a intervalos regulares, generalmente de cinco o diez grados».
[79]
Las Fuerzas Aéreas, ignorando que las «rejillas» de los mapas eran algo inexistente en el siglo XVI, dedujeron que esas líneas debían de ser forzosamente indicaciones de longitud, y ese error les llevó a otro descubrimiento. Dedujeron que los cálculos trigonométricos empleados en la construcción del mapa —otro fallo, pues los portulanos nunca usaron la trigonometría— podrían conducirles a descubrir cuál era el punto central del que partía el mapa, y que, con certeza, se situaba fuera de éste, mucho más hacia oriente.
La búsqueda del centro del mapa se prolongó a lo largo de tres años, aunque el equipo de militares y matemáticos que lo revisó creyó desde el principio que debía de situarse en algún lugar de Egipto. Sus primeras sospechas se centraron en Alejandría, la ciudad más cosmopolita de la antigüedad, y de cuyo saber pudo haber bebido la Biblioteca Imperial de Constantinopla. Pero los datos demostraron lo erróneo de este supuesto al descubrirse que el centro debía de estar mucho más cercano al trópico de Cáncer.
Poco después surgió el nombre de Syene, cerca de la moderna Asuán. La estimación tenía también su razón de ser, pues fue allí donde Eratóstenes, hacia el siglo III a.C, calculó la circunferencia de la Tierra por la diferencia de las sombras proyectadas por sendos palos al atardecer entre esta ciudad y Alejandría. De confirmarse, el dato despejaría además otra cuestión: la de la edad aproximada de los mapas originales consultados por el almirante.
Pero tampoco esta vez se acertó. Las dudas sobre si el mapa estaba orientado al norte geográfico o al norte magnético arruinaron esa deducción, y terminó imponiéndose otra que situaba el centro entre los 30 grados de longitud este, cerca de Alejandría, y el Trópico. Una deducción que confirmaba la solución que después propondría Maurice Chatelain.
Para ser ecuánimes hay que aceptar que no toda la información contenida en este extraordinario mapa es correcta. El almirante deslizó algunos errores de bulto, como repetir dos veces el curso del río Amazonas o el de ignorar la existencia del Orinoco. Sobre el primero, el profesor Hapgood atribuye el «fallo» a que el almirante copió de mapas distintos dos veces el mismo río; y lo demuestra argumentando que si bien uno de esos Amazonas es dibujado con la isla de Marajó en su delta, el otro no lo hace porque está basado en una carta de hace ¡15.000 años!, cuando todavía Marajó estaba unida al continente…
No obstante, existe otra sutileza digna de mención: mientras que ninguno de los mapas del siglo XVI trazó un curso del río Amazonas remotamente parecido a la realidad, los dos cauces esbozados por Piri Reis son bastante precisos. ¿Otra casualidad?
En cuanto a la omisión del Orinoco, Hapgood disculpa a Reis con un argumento sorprendente: afirma que, en lugar de este curso fluvial, el almirante dibujó dos profundos entrantes en el continente, que debieron preceder al actual caudal del río en varios miles de años.
Es decir, si las apreciaciones del meticuloso Charles Hapgood son correctas, aquella casi olvidada piel de gacela contenía una información geológica recogida en un tiempo donde no existían todavía ninguna de las grandes civilizaciones de nuestro pasado, demostrando la existencia de unos conocimientos geográficos de origen desconocido.
Pero el mapa turco es sólo la primera pista de un nuevo sendero de investigación. De hecho, recientemente, una tesis muy parecida fue abanderada por el periodista e historiador Graham Hancock en su obra
Las huellas de los dioses
. En ella, este estudioso escocés pretendió demostrar que hace más de doce mil años habitó la Tierra una cultura muy desarrollada tanto científica como tecnológicamente. Su libro sugiere que otros mapas antiguos bebieron de las mismas misteriosas fuentes documentales que el navegante turco, ya que recogen las mismas «cartografías imposibles» subglaciales de la Antártida, así como costas todavía no descubiertas en las fechas en las que fueron trazadas.
El ejemplo más destacado es el mapa antártico de Oronce Finé, dibujado en 1531. Su descripción del continente helado se ajusta casi como un guante a las cartas de la Antártida desarrolladas a partir de su descubrimiento oficial en 1818. Y es que —permítaseme la licencia—, Finé hiló muy fino, pues no sólo incluyó detalles de las costas antárticas no descubiertos hasta fechas mucho más recientes, sino que ubicó correctamente el emplazamiento del polo sur. Y esto, otra vez según las apreciaciones de Hapgood, sólo pudo conseguirse gracias a mapas previos y datos geográficos obtenidos «cuando las costas debían estar libres de hielo».
[80]
Hapgood quedó fascinado con este mapa. Llevó copias del mismo al doctor Richard Strachan, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) para su análisis, y confirmó que Finé copió su carta de otras anteriores, y que las originales debían de mostrar el curso de los ríos antárticos con el aspecto que debieron de presentar hace seis milenios, antes de que los depósitos de sedimentos modificaran en parte su aspecto. «Oronce Finé —escribió Strachan a Hapgood en septiembre de 1962— no pudo haber localizado correctamente por sus propios medios el polo sur tan acertadamente como lo hizo. Seguramente lo fijó allí tal y como se mostraba en algún mapa anterior.»
[81]
Lo más sorprendente de todo este rompecabezas histórico es que Finé no fue tampoco el último en copiar datos geográficos de esos «mapas madre» perdidos. Un contemporáneo suyo apodado Mercator —y al que muchos identifican con el célebre cartógrafo Gerard Kremer— trazó un atlas en 1569 en el que ubicaba con precisión lugares que se descubrirían siglos más tarde, como el mar de Amudsen o el de Bellinghausen. Lo cierto es que Mercator mantuvo lazos muy estrechos con navegantes y cartógrafos egipcios, llegando incluso a visitar la Gran Pirámide en 1563.
No sería, por tanto, descabellado suponer que, fruto de esas conexiones egipcias, Mercator obtuvo los «mapas madre» (o copias de los mismos, perdidas hoy) que le sirvieron de documentación para su obra. Un trabajo, dicho sea de paso, que sirvió de guía doscientos años más tarde a Philippe Buache, otro cartógrafo ochocentista que también dibujó la Antártida desprovista de su casquete de hielo. Para más inri, su obra no pudo igualarse en precisión y detalle hasta que los científicos obtuvieron nuevos datos de este continente en 1958, con motivo del Año Geofísico Internacional.
¿No es la información contenida en estos mapas un indicio más que sólido de la existencia de un saber muy anterior al que admite la historia? ¿De una Edad de Oro hoy olvidada?
Ninguna prueba es suficiente —lo sé— para convencer a los más incrédulos de la existencia de una Edad de Oro muy anterior al surgimiento de las primeras civilizaciones.
Y probablemente la que me propongo narrar a continuación tampoco servirá. Sin embargo, tengo la certeza de que, al menos en este caso, el tiempo me dará la razón…
Iré directamente al grano.
En 1990 un singular geólogo italiano llamado Angelo Pitoni
[82]
era enviado al norte de Sierra Leona, casi en la frontera con Guinea Conakry, para acometer una tarea muy especial. Debía verificar si cierta región del país conocida como Kono era, en efecto, un yacimiento rico en diamantes que pudiera ser explotado por la compañía que le había contratado. Pitoni pretendía obtener la concesión del negocio a cambio de edificar una serie de viviendas para el gobierno.
Aquél era de esa clase de trabajos con los que Pitoni disfrutaba a fondo. No exento de riesgos, la zona de Kono estaba —y aún está— bajo el dominio de caciques que no entienden demasiado de política y que no quieren ver sus tierras en manos del depredador hombre blanco.
Tras superar las primeras dificultades, sucedió algo extraño. Conversando con uno de los jefes de tribu con los que se vio obligado a entenderse, éste refirió a Pitoni una extraña leyenda que, según los nativos, explicaba por qué aquella zona era tan rica en diamantes. El jefe/ulali —profundamente embebido en las enseñanzas del Corán— le refirió cómo en la noche de los tiempos Dios descubrió que entre sus ángeles se estaba fraguando una revuelta. Tras perseguir implacablemente a los instigadores de la sublevación los expulsó a la Tierra, donde se convirtieron en estatuas.