En Edfú, una de las mejor conservadas «casas de la vida» egipcias, se cuenta la historia de un libro sagrado compilado por el dios Toth en el que se ubican ciertos «montículos sagrados» a lo largo del Nilo sobre los que se edificarán los templos clave de este pueblo. Y dice que esas ubicaciones fueron fijadas por «siete sabios» o «compañeros de Horus» en el «principio del mundo» o, lo que es lo mismo, en el Tiempo Primero.
—Si te fijas, la idea de los «siete sabios» es casi universal —susurra Bauval mientras seguimos el avance de Ra por encima de la Esfinge—. En la tradición babilónica se les llamaba
Apkallu
y se creía que vivieron antes del diluvio; los vedas hablan también de siete
Rishis
, o sabios, que sobrevivieron a la inundación y recibieron el encargo de transmitir la sabiduría del mundo antiguo a la humanidad.
Nada de esto, por supuesto, es científico. El propio Bauval lo reconoce
[65]
. Sin embargo, forma parte de una tradición que, aunque ahora se ignore, podría contener las claves para comprender la paradoja del origen avanzado de Egipto.
Ahí es nada.
Una tecnología ancestral
7Cualquier tecnología superior no podrá distinguirse nunca de la magia.
Arthur C. Clarke
Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado si dispusiéramos de una tarjeta de lector para la Biblioteca de Alejandría.
Carl Sagan
¿Y si los extraordinarios conocimientos astronómicos, cartográficos y arquitectónicos de nuestros antepasados obedecieran a su hoy olvidada capacidad de adelantarse a su tiempo? ¿No sería factible pensar en una estirpe de «supersacerdotes» capaces de proyectarse en las brumas del futuro y tomar de sus «visiones» datos efectivos sobre esos saberes que hoy tanto nos asombran? ¿Heredaron esa capacidad de algún «dios instructor» hoy mitificado?
Tan atrevidas elucubraciones me asaltaron durante algún tiempo, especialmente en el invierno de 1993, después de un sorprendente viaje de investigación a Italia.
No me resisto a narrar algunas de las cosas que entonces viví y que, a pesar del tiempo transcurrido, conservan aún intacta toda su frescura y su poder de provocación.
Aquella pequeña iglesia con aspecto de fortaleza logró sobrecogerme. Enclavada en el corazón de la próspera ciudad vinícola de Montalcino, a cuarenta kilómetros escasos de Siena, la iglesia de San Pedro alberga aún —expuesta a los ojos de quien quiera verla— una de las más desconcertantes pinturas que existen en el mundo. De hecho, no hay mucho más que ver allí. Una visita al lugar se reduce a pasear por los restos de su fortaleza de 1300, paladear su excelente vino local, el Brunnello, y admirar el cuadro que me atrajo hasta allí.
Ningún otro objeto, lienzo o legado documental de los que he examinado en mi particular búsqueda de pruebas que demuestren la existencia de alteraciones —a veces de siglos— en el
continuum
espacio-temporal, es tan claro como la tela que me proponía visitar aquel mes de febrero.
No daré más rodeos.
Diseñada originalmente en el año 1600 por el artista sienes Ventura Salimbeni (1567-1613), la composición pictórica de Montalcino recoge una escena singular: nueve personajes, ataviados con trajes eclesiásticos de la época, aparecen alrededor de una custodia rodeada por un aura amarillenta, casi sobrenatural. La hostia es, indiscutiblemente, el centro del lienzo. Sobre los prelados, y por encima de unas nubes grisáceas que dividen en dos la escena, se encuentra una representación clásica de la Trinidad, flanqueada por sendos querubines.
Esta obra no pasaría de ser una de tantas representaciones manieristas de los mundos celeste y terrestre, si no fuera por el insólito objeto que aparece en medio de los tres personajes divinos que copan el protagonismo de la obra.
A primera vista parece un simple objeto azulado que bien podría representar el globo terráqueo. Pero examinado con más detenimiento se aprecia que semejante interpretación es errónea. La existencia de al menos tres líneas longitudinales a lo largo de la curvatura de la extraña esfera y una banda central a modo de «cinturón» recuerdan poderosamente el aspecto de las junturas que presentaría una bola de metal.
No menos sorprendentes son, por cierto, las dos extremidades en forma de antenas, asidas por las divinas figuras de Dios Padre y Dios Hijo, y «enroscadas» —pues eso parece— en la parte superior del orbe. Su aspecto es idéntico al que presentan las antenas de comunicación de cualquiera de los primeros satélites de comunicaciones. Y más concretamente de un
Sputnik
soviético o de un
Vanguard
estadounidense. ¿Demasiada imaginación?
La conclusión, en cualquier caso, no es mía. Roberto Cappelli, un agradable profesor de enseñanza primaria de Montalcino del que tenía vagas referencias a través de antiguas revistas ufológicas
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, fue el responsable de haber hecho saltar a la fama esta obra de arte. Lleva casi treinta años estudiando y terciando en polémicas sobre el significado último de esta tela, y pese a su previsible cansancio, cuando me entrevisté con él hizo gala de un envidiable entusiasmo.
—Hace ahora más de dos décadas —me asegura en un recoleto restaurante cercano a «su» iglesia—, durante la celebración de una ceremonia religiosa en la parroquia de San Pedro, me fijé en el cuadro de Salimbeni y particularmente en su parte superior. Me llamó tanto la atención que decidí subir con una escalera hasta el objeto que aparece en el centro del cuadro. Se trata de una esfera similar a las que se encuentran en cuadros de la misma época, salvo que ésta presentaba un par de antenas que impedían que la interpretáramos como una imagen del mundo o una figuración de la Sagrada Forma. Además —acaba precisándome—, da la impresión de que las «antenas», vistas de cerca, están enroscadas a su «chasis».
Cappelli había observado bien. Después de nuestro frugal almuerzo, me acompañó hasta el lienzo para describirme minuciosamente todos los detalles.
Fue ahí cuando los años de contemplación del cuadro se dejaron notar. «Es una profecía en pintura», susurró al entrar en la fresca y vacía nave de la iglesia de San Pedro. Su convencimiento de que la misteriosa esfera del altar no puede ser sino uno de los primeros satélites geoestacionarios de manufactura terrestre, representado con tres siglos y medio de antelación, deja sin aliento a sus críticos más encarnizados. Que los tiene, claro.
Apenas podía creer lo que veían mis ojos. Si lo que decía el profesor Cappelli era cierto, la esfera que sujetaban Dios Padre y Dios Hijo era un Sputnik… ¡pintado en 1600!
Uno de ellos, otro profesor italiano llamado Alberto Piazzi
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, sostiene que el misterio de la esfera de Montalcino queda reducido a una simple representación pictórica de la Tierra, y que las dos antenas no son sino cetros estilizados que pretenden transmitir al observador el mensaje del dominio absoluto que la Trinidad ejerce sobre nuestro planeta.
Las similitudes entre el «satélite» pintado por Ventura Salimbeni en 1600 y el
Vanguard II
norteamericano, puesto en órbita más de tres siglos después, alcanzan incluso la «protuberancia esférica» que presentan ambos «modelos».
Curiosamente, el único punto en el que convergen ambos profesores en sus discusiones es en lo extraño de la pequeña protuberancia circular que aparece en la parte inferior izquierda de la bola. La lógica más elemental vuelve a dar la razón a Cappelli, a pesar de que pueda escandalizar a los que defienden la existencia de un tiempo que discurre sólo hacia delante. Y es que, para mi sorpresa, Cappelli tenía razón en uno de sus asertos: el satélite norteamericano
Vanguard
(especialmente el
Vanguard II
, lanzado por la NASA en febrero de 1959) poseía una protuberancia en forma de tubo idéntica a la dibujada por Salimbeni 559 años antes. Y situada justo en el mismo lugar de su caparazón metálico.
[68]
En el caso del
Vanguard
, se trataba del protector del objetivo de una cámara fotográfica de alta resolución. La coincidencia de la posición relativa de ambas protuberancias, y la existencia de las «antenas» tanto en la esfera de Salimbeni como en los
Vanguard
y
Sputnik
, no obedecían a la casualidad, según Cappelli.
No obstante, el profesor todavía guardaba un as en la manga.
Allí, debajo del lienzo, apoyados en el mantel blanco del altar que nos separaba del intrigante legado de Ventura Salimbeni, Cappelli se sinceró.
—Hay un detalle en este cuadro en el que muy pocos se fijan. Sus ojos brillaron con picardía, mientras me invitaba a repasar los trazos coloristas del cuadro. —¿Y de qué se trata?
—Observe si alguna de las figuras del lienzo se encuentra repetida. ¿Ve algo fuera de lo común?
Intrigado, eché un vistazo al cuadro tratando de resolver aquella especie de acertijo con cierta dosis de audacia, pero finalmente negué con la cabeza.
—Fíjese mejor —insistió Cappelli—. Si contempla la figura del papa que se encuentra a la izquierda, ¿no ve que la paloma del Espíritu Santo se abalanza sobre él, colocando su pico justo en su entrecejo?
El profesor tenía razón.
—Como verá, el Espíritu Santo es la única figura que se repite en todo el cuadro. Y es algo que me intriga, pues la obra parece destinada a ensalzar la Eucaristía y no a la Santa Paloma. Pero hay algo más: si trata de reconstruir la trayectoria desde la que el ave se lanza en picado sobre el papa, y busca el punto de origen de la misma, ¿no es cierto que parece haberse dejado caer desde la protuberancia del «satélite»?
No supe qué decir. Lo que el profesor trataba de decirme es que aquella paloma casi transparente que planeaba sobre el rostro de Clemente VIII —el papa contemporáneo a Salimbeni— era una suerte de «retransmisión» del pájaro que permanecía flotando majestuoso sobre el «satélite». Y que esa emisión se hacía a través de la «cámara» de la esfera.
El último detalle descubierto por el profesor Cappelli colmó mis expectativas. Según él, la paloma semitransparente que aparece sobre el papa Clemente VIII es la misma que se halla, majestuosa, entre las antenas del satélite. «Es como si la hubieran retransmitido», me dijo.
¿Otra vez demasiada imaginación?
—Por supuesto —aceptó Cappelli ante mi gesto de sorpresa— se trata de una interpretación subjetiva, pero no me negará que es una casualidad más a añadir a nuestra lista de semejanzas.
—¿Y adonde quiere llegar con esto?
—A la conclusión de que la esfera de Salimbeni no sólo parece un satélite, sino que se comporta como tal. Callé.
En la documentación que reuní en los días siguientes sobre el autor del lienzo y su obra, poca —más bien ninguna— luz hallé en los títulos que se le atribuyen. Paradójicamente, no existe un criterio formal ni único a la hora de clasificar este trabajo de Salimbeni. Para Marilena Bigi
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, del grupo cultural Los Argonautas de Montalcino, la obra recibió dos títulos casi desde su terminación: uno,
Disputa del Santísimo Sacramento
, es mucho más controvertido que el otro,
Glorificación de la Eucaristía
. Ambos, no obstante, dejan claro que la verdadera protagonista del lienzo no es la esfera sino la Custodia que se encuentra justo debajo. Y poco más.