En busca de la edad de oro (29 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Un instinto, por cierto, al que le debemos también otras profecías como el uso bélico del átomo que prevé en
La caza del meteoro
, el auge del nazismo y la puesta en órbita de los primeros satélites artificiales que se adivinan tras
Los quinientos millones de la Begún
, la construcción de grandes sumergibles como el
Nautilus
de
Veinte mil leguas de viaje submarino
, o los cientos de pequeños vaticinios en los que se intuyen máquinas de guerra blindadas, alambradas eléctricas o el cine sonoro y su visionaria fe en el desarrollo de Estados Unidos como potencia mundial del futuro.

Sólo el que posea la clave entenderá

Don Julio dista mucho de habernos legado una biografía transparente que explique su capacidad de adelantarse al tiempo. Sus reiteradas negativas en vida a que nadie husmeara en sus archivos privados y el rechazo visceral a que se confeccionaran perfiles sobre él nos dicen ya bastante de su escurridiza personalidad. Aunque mantuvo férreamente custodiados todos los detalles de su vida privada, en alguna ocasión se definió a sí mismo como «el más desconocido de los hombres».

Un extraño incidente protagonizado por Verne en 1898, siete años antes de su muerte, ha sido para alguno de sus biógrafos el estímulo definitivo que les ha impulsado a bucear en los vericuetos de su vida, amistades y creencias. Ese año, inexplicablemente, Verne decide quemar sus archivos. Más de cuatro mil criptogramas, logogrifos y anagramas ordenados en hileras de fichas meticulosas tras los que se escondían las técnicas que usó para crear los nombres de sus personajes o los mensajes cifrados que aparecen en sus novelas, así como algunos textos inéditos y libros de cuentas, fueron reducidos a cenizas.

Tras ser enterrado, la familia Verne se replegó sobre sí misma y —como si obedeciera una última voluntad del escritor— obstaculizó el acceso de los investigadores a sus documentos privados. Unos papeles que, según confesó en 1973 Jean-Jules Verne, nieto de don Julio, en realidad desaparecieron con él.

Semejante enigma me tuvo en jaque desde que lo «descubrí». En Amiens nadie supo responderme a las razones íntimas que pudieron haber llevado a don Julio a tomar una decisión tan radical, así que, siguiendo las huellas del genio, terminé localizando en París a Michel Lamy un economista fascinado por la historia secreta de su país, que diez años antes se había formulado las mismas preguntas que ahora me atenazaban en un revelador ensayo.
[111]

La Sociedad de la Niebla

Según concluyó entonces Lamy, la razón de aquel comportamiento esquivo de Julio Verne había que buscarla en su pertenencia a algunas curiosas sociedades secretas de la época. De hecho, fue esa militancia la que le forzó a guardar discreción absoluta sobre sus actividades, y en especial las relacionadas con cierta Sociedad Angélica o de la Niebla en la que probablemente fue iniciado por Alejandro Dumas
[112]
, amigo personal y conocido masón de la época.

Muy pocos estudiosos se han preocupado por documentarse acerca de esta sociedad de ideología revolucionaria que, al parecer, fue fundada en el siglo XVI por un impresor de Lyon apodado Gryphe, y que contó entre sus miembros incluso con el mismísimo Miguel de Cervantes, Dante o Goethe.

—La Sociedad de la Niebla sí era, con propiedad, una verdadera sociedad secreta…

Michel Lamy me recibió en su despacho cercano a los Campos Elíseos de París. Nos encerramos en una sala de juntas vacía y allí dialogamos durante un par de horas.

—… Era una especie de Golden Dawn a la francesa. Mientras ésta influyó en las ideas de muchos autores ingleses, la Niebla convocó a literatos y pintores como Gastón Leroux, George Sand, Maurice Leblanc o Dumas bajo una ideología muy próxima a otras sociedades como los rosacruces.

—¿Y en qué se basa usted para deducir que Julio Verne estuvo unido a esta Sociedad de la Niebla?

—En que la influencia ideológica de esta sociedad y de los rosacruces se aprecia en bastantes de sus obras. En especial en
El dueño del mundo y Robur el conquistador
, donde las iniciales de este último, «R» y «C», coinciden con las siglas de la Rosa+Cruz. También es interesante su novela
La vuelta al mundo en ochenta días
, en la que su principal protagonista recibe el nombre de Phileas Fogg. Pues bien, la Sociedad de la Niebla tenía como texto básico un libro críptico titulado
El sueño de Polifilo
[113]
, escrito en el siglo XVII por un tal Francesco Colonna, y el vínculo surge cuando etimológicamente se descubre que Polifilo es el equivalente exacto de Phileas, y que Fogg en inglés significa niebla. Por no citar que el Reform Club al que pertenece el señor Fogg de Verne tiene, de nuevo, las mismas iniciales que la Rosa+Cruz.

Durante aquella larga conversación Lamy demostró haber estudiado a fondo las obras de Verne, descubriéndome, por ejemplo, sentencias típicamente rosacrucianas en boca de personajes como el famoso capitán Nemo o el protagonista de
Cinco semanas en globo
, Ardan (anagrama que encubre la personalidad de Nadar, gran amigo de Verne y conocido pionero en el vuelo de aeróstatos).

Pero hay más. Desde 1864 Verne colaboró muy estrechamente en la elaboración de la
Revista de Educación y Entretenimiento
de Hetzel, que dirigió un conocido masón de la época llamado Jean Mareé. En sus páginas don Julio publicó avances de sus novelas, alguna de las cuales, como la relación de su viaje a Inglaterra y Escocia, incluyó minuciosas descripciones de todos los templos masones escoceses de la época.

Pero la influencia masónica se dejará ver aún más claramente en su novela
Las indias negras
, una suerte de descenso a los infiernos ambientado en una mina escocesa en la que Michel Lamy encontró al menos veinticuatro puntos de coincidencias arguméntales con la famosa ópera masónica de Mozart
La flauta mágica.
[114]

En París tenía otro asunto pendiente. Unos años atrás había comprado una pequeña obra titulada
Le surprenant message de Jules Verne
[115]
, que abundaba en algunos de los detalles apuntados por Lamy en su ensayo posterior, y que vinculaban al genio con sociedades secretas anteriores a los rosacruces y con misterios franceses como el que rodea al villorrio de Rennes-le-Château, donde desde hace cuarenta años muchos buscan el tesoro de los templarios.

El autor de aquella obrita resultó ser Franck Marie, un polifacético investigador de enigmas con el que quedé a las afueras de la Ciudad de la Luz para conversar.

—El error de los investigadores ortodoxos —me explicó con vehemencia— radica en separar la obra de Julio Verne de otras obras y autores de su tiempo. Comparando libros de Gastón Leroux o de Maurice Leblanc con los de Julio Verne veremos que en épocas muy próximas todos ellos dedicaban sus escritos a temas casi idénticos.

Reconocí mi ignorancia, y me dejé asesorar. Según Marie, en efecto, al tiempo que Verne ultimaba su
Robur el conquistador
, Leroux publicaba
El rey Misterio
, cuyo argumento parte de unas extrañas pintadas aparecidas sobre los muros de una prisión, y en las que pueden leerse las iniciales «R» y «C» (de «Rey de las Catacumbas» en la novela, pero de la Rosa+Cruz en el lenguaje críptico de la Niebla). Más claro aún es el caso de Leblanc, famoso gracias a su personaje Arsenio Lupin. Pues bien, en su novela
Dorotea, bailarina volatinera
, da cuenta de un castillo llamado Roborey, donde los expertos en criptogramas no tardaron en encontrar un «Robur-rey» gemelo al
Robur el conquistador
de Verne, y en cuya obra la clave se encuentra en un gran árbol, un «roble rey» y
Chêne-Roi
en francés…

—… Es decir —me ataja Marie—, las iniciales «R» y «C» una vez más.

Michel Lamy parecía estar, pues, en lo cierto. Su hipótesis de que las coincidencias arguméntales entre Verne y otros contemporáneos iniciados de su época se disparan al entrar en contacto con esa especie de Golden Dawn francesa, parecía ya incuestionable.

La Golden Dawn fue una sociedad secreta de origen rosacruciano que se fundó en Londres en 1865 y a la que estuvieron vinculados escritores célebres del siglo XIX como E. Bulwer Lytton, W B. Yeats, Arthur Machen o Bram Stoker. Lamy ya me lo advirtió en París días antes:

—Fue justo a principios de 1890 cuando la conexión entre algunos escritores de la Golden Dawn y Verne se hace más evidente. Ese año, mientras Stoker ultima su célebre
Drácula
, Verne pone el punto final a
El castillo de los Cárpatos
, que «casualmente» ambienta no demasiado lejos de la mansión del célebre conde chupasangre. El argumento, más allá del relato vampírico, está centrado en una de las grandes obsesiones de Verne y de las sociedades con las que estuvo vinculado: la búsqueda de la inmortalidad.

Éste no es, en cualquier caso, el único paralelismo que existe entre Stoker y Verne. Cuando el primero terminó de redactar su nuevo libro sobre vampiros
La joya de las siete estrellas
, describió un extraño rayo de color verde que vinculará a ciertos ritos de resurrección de los antiguos egipcios, y que Verne hará internacionalmente famoso en su novela
El rayo verde
. En ella, cómo no, el francés concederá a ese haz lumínico ciertas dotes revitalizadoras…

Tanta coincidencia me abrumó.

Necesité varios días para ordenar mis ideas y no perder mi objetivo final en aquella búsqueda: saber cómo pudo Verne adelantarse con tanta precisión a su tiempo y describir logros humanos que no se conquistarían hasta décadas después de su muerte. Sin embargo, sin pretenderlo, había caído en una trama de sociedades secretas e informaciones reveladas que ignoraba si podrían explicar las dotes de videncia de don Julio.

Michel y Marie no supieron responderme. El último, no obstante, apostó por una explicación metafísica. ¿Y si Verne había logrado contactar con los superiores desconocidos a los que se refiere la Golden Dawn, una especie de entidades supraterrestres que creían controlaban los designios humanos desde tiempos inmemoriales? ¿No serían éstos los mismos que los
Shemsu-Hor
de los que hablaban las tradiciones egipcias?

Me encogí de hombros.

Mensajes, tesoros y una tumba

En París, aquellos dos expertos en el «otro lado» de Verne —uno que ni si quiera imaginé que pudiera existir— terminarían abriéndome los ojos acerca del posible propósito final de aquella trama. Y es que ambos habían desarrollado independientemente sus conclusiones a principios de los años ochenta, alcanzando un sorprendente paralelismo.

Para mi sorpresa, tanto Michel como Marie creyeron descubrir una clave importante para «descifrar» el enigma de Verne en una de sus obras menores,
Clovis Dardentor
, escrita tan sólo dos años antes de que don Julio decidiera quemar sus archivos.

—Lo primero que me llamó la atención de ese libro fue su título —me comentará finalmente Franck Marie frente a una cerveza ya caliente.

—¿Su título?

—Sí. Si usted se fija, en él está ya impreso el primer criptograma: Clovis
Dardentor
puede también leerse como
L'or ardent de Clovis
(«El oro ardiente de Clodoveo»). Y esto, unido a que uno de sus principales personajes, el capitán Bugarach, lleva el nombre de una montaña próxima a Rennes-le-Château, me hizo sospechar que Julio Verne conocía ese misterio y sus profundas implicaciones religiosas y políticas.

¡Rennes-le-Château!

La ironía del destino me desarmó. Desde 1991 ese pequeño pueblo del Aude francés, muy próximo a los Pirineos catalanes, es uno de mis destinos favoritos. La tranquilidad que se respira en aquellos valles rodeados de abruptas montañas y la sensación de misterio que se filtra a través de su atmósfera me atraen hacia aquellos pagos desde hace casi una década.

Ese velo de misterio comenzó a tejerse, en realidad, en tiempos de Julio Verne. En 1885 —cuando don Julio contaba ya cincuenta y siete años y estaba en la cumbre de su carrera— es nombrado cura de Rennes-le-Château un joven impetuoso llamado Bérenger Saunière. Pese a haber sido destinado a un pueblo al que sólo podía llegarse a través de un camino de cabras y que tenía su iglesia prácticamente en ruinas, se empeñó en rehabilitarla con sus escasos medios. Parece ser que durante estas tareas, Saunière encontró junto al altar mayor una pilastra hueca en la que alguien, en un pasado remoto, había escondido unos pergaminos camuflados en unos cilindros de madera.

Tras un primer vistazo, el cura comprobó que se trataba de fragmentos del Nuevo Testamento escritos en latín, aunque pronto descubrió que en ellos se encriptaba un mensaje secreto, tal vez un mapa, que le llevó a explorar toda la región limítrofe a su parroquia en busca de un tesoro. Y algo, a ciencia cierta, debió de encontrar siguiendo aquella pista, pues a partir de su hallazgo viajó a París, comenzó a disponer de dinero en grandes cantidades y gastó una fortuna en reconstruir la iglesia y edificarse junto a ella una mansión digna de un príncipe.

Poco después su historia se torna más rocambolesca si cabe. Raspó inscripciones en lápidas de su cementerio y se dedicó a alterar los alrededores de su iglesia, como si quisiera borrar las huellas de algo. Daba la impresión de que temiera que sus pergaminos cayeran en manos indeseables y alguien pudiera reproducir sus pasos tras… ¿qué? ¿Un tesoro? ¿Y quién podría haber escondido algo de valor en un pueblo miserable como Rennes?

Lo cierto es que existen razones más que sobradas para suponer que aquel cerro sobre el que se levanta la parroquia de Saunière fue, en otro tiempo, un lugar de importancia histórica fundamental. Sus muros se alzan sobre los de la antigua ciudad visigoda de Aereda o Rhedae, en la que llegaron a vivir más de treinta mil personas y que fue uno de sus últimos bastiones, al que bien pudieron ir a parar los tesoros que saquearon de Roma. En especial el llamado «Tesoro antiguo», formado por reliquias de inestimable valor.

Procopio de Cesárea, el historiador, narra en el libro V de sus
Historias de las guerras
que los visigodos se llevaron de la Ciudad Eterna «los tesoros de Salomón, rey de los hebreos, que ofrecían una visión indescriptible, al estar repletos de esmeraldas, y que en épocas pasadas habían sido sustraídos de Jerusalén por los romanos».
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