En busca de la edad de oro (33 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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La creencia de que tal precisión se obtuvo empleando algún tipo de sustancia que reblandecía la roca ha acompañado desde hace siglos las tradiciones orales del «imperio del Sol». Sin embargo, sólo en junio de 1967 comenzaron a obtener resonancia mundial después del anuncio que un sacerdote de Lima hizo a varios medios de comunicación.

El sacerdote en cuestión, el padre Jorge Lira, aseguró haber descubierto la fórmula inca para ablandar las piedras al obtener una solución acuosa a partir de una planta que nunca desveló. Macerando en esa solución pequeñas piedras, el padre Lira fue capaz de modelar algunas de ellas a voluntad.

Para mi sorpresa, muy pocos prestaron atención a las declaraciones de este sacerdote, y entre ellos hubo quienes —como el escritor francés Robert Charroux, uno de los padres de la corriente del realismo fantástico— sugirieron que la misteriosa planta del padre Lira debía de ser la verdolaga.

Pero ahí quedó todo.

Las explosivas declaraciones de Lira no eran, en modo alguno, algo nuevo. Antes que él, a principios del siglo XX, el explorador británico Percy Harrison Fawcett había afirmado algo similar. Este hombre, a quien debemos la exploración y delimitación de las difíciles fronteras selváticas entre Perú, Ecuador, Bolivia y Brasil, desapareció en 1925 en el corazón del Mato Grosso en una de sus expediciones, dejándonos un interesante fajo de papeles, a modo de cuaderno de campo, en los que consignó muchos de sus descubrimientos. En estos diarios
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refiere cómo en las sierras que separan Perú y Bolivia escuchó de boca de un indígena la curiosa historia de un pájaro parecido al martín pescador, que excava sus nidos en la roca viva, tallando agujeros mucho más perfectos que los que pudieran realizarse en los años veinte con ayuda de taladros.

Nadie como el coronel Fawcett estuvo nunca tan cerca de resolver el misterio de las piedras ablandadas. Sin embargo, desapareció en las selvas del Mato Grosso en 1925 sin dejar rastro.

—Los agujeros los practican los mismos pájaros —le dijo al coronel Fawcett este indígena—. Yo los he visto hacerlos. Se reúnen muchos a la vez y, con no sé qué clase de hojas en el pico, atacan el muro y aplican las hojas sobre la piedra con un movimiento circular. Se alejan, traen más hojas, y reanudan la tarea. Después de repetir tres o cuatro veces la misma operación sueltan las hojas y comienzan a golpear la piedra con sus agudos picos. Y aquí viene lo maravilloso: no tardan en practicar orificios redondos en el acantilado. Vuelven en busca de más hojas, y las aplican de nuevo a la piedra varias veces antes de continuar picoteando. Tardan varios días, pero al fin obtienen aberturas lo suficientemente profundas para contener sus nidos.

El mismo indígena añadió a Fawcett:

—He trepado para examinar esas grutas en miniatura, y créame que ni los hombres con sus taladros podrían abrir orificios tan matemáticamente exactos.

Fawcett interrogó en profundidad a varios indígenas que le expresaron la misma certeza: que aquellos pájaros sintetizaban en sus picos un zumo que alteraba la dureza de la piedra momentáneamente, y que aprovechaban ese instante de debilidad para tallar sus nidos. Ahora bien, ¿de qué planta se obtenía esa especie de ácido milagroso? El propio Fawcett, en sus cuadernos de campo, cita otro par de historias extrañas que pueden clarificar este misterio.

La primera se refiere a un inglés que, atravesando la comarca peruana de Chuncho, junto al río Pyrene, se vio forzado a abandonar su caballo y continuar a pie, a través de una zona boscosa, para llegar a un poblado cercano. Al parecer, y siempre según el relato de Fawcett, cuando este hombre alcanzó su objetivo descubrió que sus espuelas metálicas se habían desgastado tanto que ahora parecían unas pequeñas tiras de metal negras de no más de tres centímetros de largo. El prodigio se debió —según le refirieron en el poblado— a que atravesó un campo de unas plantas de apenas treinta centímetros de alto, de color rojizo oscuro, que provocan esta disolución de metales y otros materiales duros. Curiosamente, cuando el inglés quiso retroceder sobre sus pasos y recuperar alguna de estas plantas, no le fue posible dar con aquella «plantación»… Cosas de la selva.

La segunda historia de Fawcett es, si cabe, más interesante aún: tuvo lugar en el Cerro de Pasco, a 4.200 metros de altura, en los Andes peruanos, y lo vivieron algunos huaqueros —o saqueadores de tumbas— norteamericanos. Tras explorar lo que suponían podía ser una tumba inca intacta, al abrirla descubrieron una tinaja de arcilla medio llena de un líquido desconocido. Como quiera que no sabían si se trataba de algún producto tóxico o no, pretendieron hacérsela ingerir a uno de los cholos u obreros locales como si fuera pisco… pero éste se asustó. Aquello no le pareció pisco, sino algo mucho más peligroso.

Por fortuna para el cholo, durante el forcejeo la tinaja cayó al suelo formando un charco sobre la roca. Minutos después, ésta se había derretido, dando lugar a una especie de masa pastosa y moldeable que sorprendió a todos. ¿De qué se trataba? ¿Del mismo líquido del que años después presumiría el padre Lira? Y en ese caso, ¿quién conservó durante ese tiempo el secreto de su fórmula?

Lo dijo un pajarito…

Muchos años después de publicarse estos relatos y de que historias como las del pájaro, las plantas rojizas o la tinaja circularan por toda América, un profesor de Geografía e Historia alemán llamado Helmut Zettl aportó en 1988 una nueva vía de solución a este misterio inca. Según publicó en un boletín norteamericano especializado en misterios de la antigüedad,
Ancient Skies
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, la clave la tenía un pájaro andino llamado Lit Lik. Cada año este ave excava un nuevo nido dentro de rocas de andesita, perforando sin mayores problemas las duras piedras cristalinas.

Pues bien, algunos zoólogos que investigaron los hábitos de este animal descubrieron que el Lit Lik se valía de una extraña hierba para modificar la textura de la roca. Al parecer disolvía en su pico una o varias clases de plantas, formando una especie de ácido que ablandaba momentáneamente la superficie que deseaba horadar.

¿Descubrieron los incas el curioso hábito de este pájaro y lo aplicaron a sus construcciones en cantidades industriales? Según el profesor Zettl, la mejor prueba del uso de una fórmula ablandadora de piedras en los Andes se encuentra en el Museo de Cochabamba, en Bolivia. Según su testimonio, y el de otros investigadores que le precedieron, allí pueden contemplarse las siluetas perfectas de huellas de pies y manos grabadas sobre rocas, como si éstas hubieran sido obtenidas presionando cemento fresco. Lamentablemente, cuando visité Bolivia en 1994 me fue imposible llegar hasta Cochabamba y confirmar este extremo.

Siguiendo a los ablandadores

Las pistas sobre la existencia de un saber que permitió a los antiguos pobladores del Cono Sur americano ablandar las piedras se extienden hasta Centroamérica. En abril de 1996 visité Costa Rica y, como era natural, me interesé por uno de sus más conocidos misterios: el de las enigmáticas esferas gigantes de piedra. Se trata de masas pétreas perfectamente esféricas, de todos los tamaños y texturas, que se han encontrado en diversos puntos del país y que hasta fechas muy recientes apenas han llamado la atención de la comunidad académica. A fin de cuentas, los historiadores costarricenses siguen mostrando su perplejidad sobre la desconocida cultura que las talló y transportó hasta el corazón de las selvas del país, e ignoran que sin duda debieron de servir a algún propósito sobre el que se han vertido numerosas especulaciones, todas ellas huérfanas de pruebas.

Pues bien, en San José, después de visitar su museo nacional, donde se conservan algunas de las esferas más interesantes, me puse al corriente de una interesante tradición vinculada a los ablandadores.

Decenas de esferas de piedra como ésta, halladas en las selvas de Costa Rica y dejadas allí por una cultura desconocida, pudieron ser obtenidas gracias a una técnica de ablandamiento similar a la aplicada por los incas en Perú.

Ésta había sido recogida años antes por un aventurero y explorador de Texas llamado Richard Ray entre los pocos indios que aún viven en las selvas de este rico país. Ray les preguntó sobre la identidad de los constructores de las esferas y los métodos empleados en su tallado, y obtuvo respuestas ciertamente interesantes: «Fueron los antiguos —respondieron a Ray— y las moldearon con una fórmula que les permitía derretir la piedra».

Al parecer, según Ray, el fundido de la piedra se obtenía con algún método frío que derretía la roca y que permitía depositarla en el interior de moldes de madera. Desgraciadamente, nunca se han hallado semejantes patrones… ¡y menos aún esféricos!

Huellas de una cultura planetaria

Lo más sorprendente de este asunto es que, si atendemos a otras tradiciones antiguas, también pueblos distantes en el tiempo y en el espacio de los incas o de los constructores de esferas costarricenses utilizaron técnicas de ablandamiento parecidas. De los griegos se dice, por ejemplo, que disponían de un «fuego líquido» que era capaz de ablandar las rocas en caliente y que emplearon, por ejemplo, en la construcción de Ampurias, en el actual golfo gerundense de Rosas. De hecho, las referencias a ese extraño fuego —del que se dice que ardía incluso bajo el agua— son abundantes entre los siglos VI y XII d.C, y es considerado como una poderosa arma secreta que pasó de griegos a árabes, y que después se perdió en las brumas de la historia.
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Un fuego que, por cierto, no debía de ser muy distinto al que —según un ingeniero mexicano llamado Gerardo Levet— se puede contemplar en las manos de unos extraños personajes grabados en las paredes del conjunto maya de Tula, y que es aplicado contra muros de piedra como si fuera capaz de derretirlos.

Incluso en Egipto hallamos otras muestras de ablandamientos. Tras años de estudio de las rocas que conforman la Gran Pirámide, un químico francés llamado Joseph Davidovits ha logrado producir una roca sintética mezclando aluminio y polvo de silicio en un líquido alcalino. Durante sus estudios, Davidovits descubrió que las piedras calizas de la Gran Pirámide —la mayoría de unas dos toneladas de peso— presentaban diversos grados de humedad y hasta descubrió fragmentos de uñas y pelos incrustados en el interior de una de ellas, lo que le hizo pensar en que aquellas masas pétreas fueron sintetizadas. El resultado de sus experimentos en Giza fue la obtención de una especie de cemento que, cuando se solidifica, es muy difícil de distinguir de una roca natural. ¿Siguieron los egipcios ese método? ¿Deberíamos, entonces, hablar de alquimistas más que de arquitectos cuando nos refiramos a los constructores de las pirámides?

El alcance de estas afirmaciones es tremendo: si se aceptara que en el mundo antiguo existió una técnica capaz de licuar las piedras y transportarlas como si de cemento se tratara al lugar de la obra, se despejarían los enormes problemas que plantean construcciones «imposibles» como los muros incas de Sacsayhuamán, el Machu Picchu o las pirámides de Egipto. Una técnica que arraigó en América, África y Europa, y que —como tantas otras cosas— hemos perdido por completo.

O quizá no. Quién sabe si la tradición a la que perteneció Raimondo di Sangro, y que bebió de fuentes ancestrales, todavía conserva ese saber.

¿Puede alguien responder?

Quinta Parte

Informáticos de la edad de piedra

¿Existen muchos mundos o existe sólo un único mundo? Ésta es una de las más nobles y elevadas cuestiones planteadas en el estudio de la naturaleza.

Alberto Magno

Quien se preocupe por el futuro deberá considerar con veneración el pasado y con desconfianza el presente.

Joseph Jaubert

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Israel: Dios fue criptógrafo

Michael Drosnin aterrizó en Jerusalén el primero de septiembre de 1994 con un escrito bajo el brazo que creía que podría cambiar el futuro de su país.

En la ciudad de las tres religiones se reunió de inmediato con el poeta Chaim Guri, amigo del entonces presidente del estado de Israel Isaac Rabin, y le entregó una carta que poco después llegó a manos del primer ministro. Su mensaje decía así:

Un matemático israelí ha descubierto en la Biblia un código oculto que parece revelar hechos ocurridos miles de años después de que fuera escrita.

Si me he permitido escribirle es porque la única vez en que su nombre aparece completo —Itzhak Rabin— las palabras «asesino que asesinará» lo cruzan.

Esto no debería tomarse a la ligera, toda vez que los asesinatos de Anwar el-Sadat y de John y Robert Kennedy también aparecen codificados en la Biblia; en el caso de Sadat, con el nombre completo del homicida, la fecha, el lugar del atentado y el modo de perpetrarlo.

Creo que corre usted un grave peligro, pero también que el peligro puede ser evitado.
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