En el ordenador de Drosnin apareció esta letal combinación: el nombre del primer ministro Rabin y el vaticinio «asesino que asesinará». (Archivo Drosnin.)
Rabin desatendió la advertencia del periodista afincado en Estados Unidos. El General Triste era un hombre fatalista, rehuía los augurios y deploraba el misticismo. Pero aunque era fundamentalmente laico, se mostraba muy respetuoso con las creencias de los demás.
Sólo dos meses después de recibir esta carta, Rabin escuchó el clamor de su pueblo en una histórica manifestación por la paz. Ante miles de personas en Tel Aviv, el máximo dirigente israelí afirmó: «Creo que la mayoría quiere la paz y estoy preparado para asumir el riesgo». Cuando acabó su discurso, estrechó la mano de los organizadores del acto y bajó las escaleras de la tarima de personalidades, dirigiéndose hacia el coche oficial. En ese preciso momento, un joven sacó un arma corta y disparó tres veces sobre el «halcón». Una de las balas se alojó en la columna y las otras dos destrozaron su vientre.
Isaac Rabin moría en el hospital de Ijilnov, en la capital de Israel, aquel mismo 4 de noviembre de 1995.
—Cuando conocí la noticia de la muerte de Rabin, caí al suelo y dije: «¡Oh, Dios mío! ¡El código secreto es auténtico!».
Bruno Cardeñosa y yo nos miramos.
Habíamos acudido al hotel Palace de Madrid para entrevistarnos con Michael Drosnin, un periodista del
Washington Post
y el
Wall Street Journal
que llevaba dos años implicado en una investigación sin precedentes. Según nos explicó, el asesinato de Rabin le convenció de que los cinco primeros libros de la Biblia contienen datos sobre el pasado, presente y futuro de la humanidad, encriptados hace miles de años por una mente privilegiada.
Drosnin acababa de publicar en español, justo en esos días, el libro donde contaba su aventura, y había accedido a adelantarnos en privado algunos de los pormenores de tan extraordinario caso. Él mismo reconoció que su trabajo era sólo la punta del iceberg de un enorme movimiento de expertos que creían haber localizado en la Biblia el lenguaje secreto de Dios.
Mucho antes de que Drosnin se implicara en este asunto, rabinos como el checo H. M. D. Weissmandel descubrieron hace medio siglo que si se tomaba el texto original hebreo del Génesis, se eliminaban los signos de puntuación y se juntaban todas sus letras en una línea enorme de 78.064 caracteres, podían hallarse mensajes secretos de un modo muy particular.
Por ejemplo, tomando una palabra de cada cincuenta al inicio de este libro, se formaba claramente el vocablo «Tora», que es precisamente el nombre que reciben los cinco primeros libros de la Biblia en hebreo.
Es decir, que si se ordenaba esa línea en filas de cincuenta letras cada una, «Tora» aparecía claramente legible en vertical, al inicio de cada una de sus primeras cinco hileras.
Por supuesto, ese hallazgo no tendría mayor significación si no fuera por el hecho de que existe una antiquísima tradición cabalística que afirma que Dios mismo insertó mensajes codificados en la Tora y que los rollos donde se conservan son copias extraordinariamente fieles de las versiones precedentes desde hace al menos mil quinientos años. De hecho, la existencia de esta característica secreta podría explicar ahora por qué la tradición judía ha sido siempre tan meticulosa al copiar al milímetro sus «toras», ya que de este modo se aseguraban la pervivencia del código que contienen.
Pero ¿a qué clase de código se enfrentan los expertos?
Años después del hallazgo de Weissmandel, Doron Witzum, un físico y estudiante bíblico afincado en Jerusalén, trató de llegar más lejos aplicando la ciencia matemática y los ordenadores a este misterio. Su intención era determinar de una vez por todas si existía algún tipo de mensaje oculto en la Biblia o, por el contrario, todas sus suposiciones se fundamentaban en un oportuno azar.
Así, Witzum convirtió la Tora entera —no sólo el Génesis— en una línea de 304.805 letras hebreas y comenzó a buscar aleatoriamente mensajes en su interior. Para ello utilizó el mismo método descubierto por el rabino Weissmandel, que pronto recibió el nombre de SLE, Secuencia de Letras Equidistantes.
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Y justo ahí comenzaron a sucederse algunos descubrimientos asombrosos, estadísticamente inexplicables.
Witzum descubrió, con ayuda del matemático Eliyahu Rips —que evaluó el valor probabilístico de los resultados— y el informático Yoav Rosenberg —que diseñó un programa de ordenador especial para buscar en la Tora todas las posibles combinaciones de letras—, que en los primeros cinco libros de la Biblia están codificados los nombres de 32 importantes rabinos, con sus respectivas fechas de nacimiento y muerte. Y si esto es asombroso, no lo es menos saber que la probabilidad de que
uno solo
de estos datos estuviera codificado en esa enorme «sopa de letras» era de una entre 62.500… ¿Y 32?
Para tratar de determinar la intencionalidad de esta información encriptada, Witzum creó un protocolo científico que le permitiera distinguir entre las SLE producto del azar (que pueden encontrarse en cualquier texto, incluido este libro) y las deliberadamente introducidas por alguien en la Biblia.
Este método tenía en cuenta la proximidad de las letras entre sí y el hecho de que aparecieran junto a la palabra clave otros datos relativos al vocablo buscado. Exactamente igual a como había sucedido con los rabinos y sus respectivas fechas de nacimiento y muerte.
Tan exigente fue su procedimiento de trabajo, que la prestigiosa revista
Statistical Science
, publicada por el Instituto de Matemáticas Estadísticas de Hayward (California), revisó durante seis años su experimento de los rabinos y publicó finalmente su trabajo, dándole pleno respaldo científico.
Y justo ahí, en 1994, comienza la historia pública de estos hallazgos. Tras la aparición del trabajo de Witzum, Rips y Rosenberg en
Statistical Science
, muchos se interesaron por este enigma.
Mientras, Witzum se esforzaba por ser extraordinariamente cauto con sus hallazgos. Para él, descubrimientos de secuencias de letras anteriores como la de Weissmandel podían atribuirse sin demasiados problemas al azar, ya que consideraba que en la Tora, como en cualquier texto del mundo, existen millones de SLE fortuitas. Y se lamentaba de que la popularización del «código de la Biblia» llevara a personas menos escrupulosas que él a buscar cualquier combinación sensacionalista de letras en la Biblia, extrayendo conclusiones prematuras.
Su miedo es, en realidad, una crítica velada a lo que ha hecho Drosnin al divulgar masivamente la existencia de este código. Este periodista al que ahora nos enfrentábamos se involucró en la polémica poco después de la guerra del Golfo. Fue entonces cuando oyó hablar por primera vez de Rips, y cuando decidió aprender el método de trabajo de los matemáticos y aplicarlo por sí mismo con ayuda de un programa informático especial.
En sus primeras búsquedas informáticas en la Tora, Drosnin halló el nombre de Rabin con sus letras separadas entre sí en espacios de 4.772 caracteres, cruzándose con la frase «asesino que asesinará». Esto es, su ordenador fabricó una «sopa de letras» de filas de 4.772 palabras, y en ella localizó, seguidos, los nombres y frases citados. ¿Milagro?
Drosnin tomó aquello como una predicción inminente, y trató de hacérsela llegar al primer ministro antes del fatal desenlace. Pero nada pudo hacer. La muerte de Rabin le sorprendió tanto que decidió abundar más en tan extraño oráculo, escribiendo un libro que pronto se convertiría en un best seller internacional
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, y el primero de una larga serie de volúmenes con el mismo tema de fondo.
Pero aquello le valió el desprecio de los científicos. De hecho, el equipo de Witzum no comparte la idea de Drosnin de que la Biblia contiene datos fiables sobre nuestro futuro, y desde hace meses acusa a periodistas y fanáticos religiosos de haber instrumentalizado sus hallazgos. Para ellos, la única afirmación científica que puede hacerse de este asunto es que los códigos existen, que no son fruto del azar y que fueron insertados en la Biblia por alguien que —como demostró el «experimento de los rabinos»— podía anticiparse al futuro en cuestiones puntuales y de significación religiosa judía.
La duda es ¿quién? ¿Acaso Dios?
Para responder a esa cuestión hay que salirse, necesariamente, del margen de lo científico. Y eso le costó poco trabajo a Michael Drosnin, que además de declararse abiertamente ateo, ha tratado de despejar este interrogante mayúsculo no sin ciertas dosis de temeridad.
Así, cuando hacia las cinco de la tarde del 29 de octubre de 1998 Drosnin se entrevistó con Bruno Cardeñosa y conmigo, creímos que podría adelantarnos algunas de sus conclusiones íntimas. Aquella tarde vestía un traje azul impecable y lucía una sonrisa de oreja a oreja, y nos permitió pasar con él varias horas hablando de sus descubrimientos y echando una ojeada al monitor de su ordenador portátil, donde guardaba una versión en hebreo de la Tora y un programa capaz de convertirla en el oráculo… ¿de Dios?
Bruno fue directamente al grano.
—Después de leer su libro, uno acaba teniendo la impresión de que el «código secreto» de la Biblia es casi un ser inteligente con el que se puede, incluso, conversar…
Drosnin no se esperaba aquello. Había pasado el día respondiendo las preguntas tópicas de la prensa, y creyó que la nuestra era una visita más. Así pues, clavó sus ojos negros en su interlocutor y finalmente respondió.
—Bueno… Es un comentario interesante. Algunas veces, cuando estoy buscando cosas con la ayuda del código secreto en la Biblia tengo la sensación de que estoy «en línea», en contacto con otra inteligencia. Es una sensación muy extraña y no sé a qué atribuirla. Pero no hay duda de que cuando la Biblia fue escrita, un código fue grabado en su interior, como si se tratara de un holograma que se puede ver desde distintos ángulos y de distintas maneras. Y sí, debo confesar que algunas veces al consultar el código uno lo siente como una inteligencia viva.
Drosnin no ignoraba que él no había sido el primero en buscar respuestas en ese código. Ni tan siquiera lo había sido el rabino Weissmandel o el físico Witzum. Ilustres hombres de ciencia como Isaac Newton buscaron infructosamente la clave para acceder a los secretos de la Biblia, ignorando que un programa informático tres siglos después hallaría su nombre en la Tora cruzado por la palabra «gravedad».
—Díganos una cosa —le planteé a Drosnin—: usted sabe que hace sólo un siglo habría sido imposible descubrir el código de la Biblia sencillamente porque no existía la tecnología necesaria. ¿Era éste el momento más adecuado para que se produjera su descubrimiento?
—¡Sin duda! —El periodista agita sus manos en el aire—. Y es lógico, porque el código tenía una especie de cerradura que no se ha podido abrir hasta que se inventó el ordenador. Creo que este código secreto fue creado por algún tipo de inteligencia que puede ver a través del tiempo y que, evidentemente, supo cuándo íbamos a inventar las computadoras. También creo que estaba escrito para que fuera descubierto ahora. Newton no lo pudo encontrar porque, sencillamente, no tenía ordenador.
—Entonces, ¿este código no fue descubierto por azar?
—Cuando recuerdo la forma en la que se produjo el descubrimiento, tengo la impresión de que fuimos llevados de la mano.
—¿Qué quiere decir?
—Verá: cuando Rips encontró las claves de este descubrimiento, vio que había otra Biblia debajo de la Biblia. Había claves por todas partes, como si se tratara de la «firma» de Dios, que ha estado a la vista de todo el mundo. Rips cree que lo descubrió porque Dios le llevó hasta allí. Él es creyente. Y muchas veces discuto con él sobre este punto. Nunca me he tomado en serio la Biblia. Para mí es una gran obra de literatura, pero ahora me encuentro con un código encriptado en ella que parece que revela el futuro.
Éste es, precisamente, el talón de Aquiles de la polémica que rodea al descubrimiento de la «Biblia debajo de la Biblia». Mientras que para Drosnin resulta evidente que en la Tora se anunciaron, entre otras cosas, el asesinato de Rabin, la llegada de Bill Clinton a la presidencia de Estados Unidos o el impacto del cometa Shoemaker-Levi contra Júpiter
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, para el equipo científico que descubrió el código nada de esto tiene gran valor estadístico.
Así, el 4 de junio de 1998, durante una rueda de prensa ofrecida en Jerusalén, el matemático Eliyahu Rips —principal protagonista del libro de Drosnin— acusó al periodista de malinterpretar en beneficio del sensacionalismo sus hallazgos. Según Rips, la mayoría de los descubrimientos de Drosnin son sólo secuencias equidistantes de letras fortuitas y afirmó que «resulta científicamente imposible realizar ninguna predicción con los códigos» simplemente porque hasta que han tenido lugar los hechos no se sabe qué mensajes cruzados en las sopas de letras tienen relación entre sí.
Y aportó un ejemplo: en la Tora, Witzum encontró la palabra «Churchill» cruzada con «asesinado», lo que, evidentemente, era incorrecto. Como otro error resultó ser el anuncio del asesinato del ex primer ministro Netanyahu, también supuestamente anunciado en el código.