En busca de la edad de oro (31 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Tras deslizarse por las escaleras de piedra que conducen a la cripta, Colonna descubre algo que le hará palidecer: encerrados en dos armarios de madera, como si fueran trofeos de caza, dos osamentas humanas completas cuelgan inertes frente a él. Una —la más pequeña— está de pie, con los brazos caídos junto al tronco, y carece de expresión corporal alguna. La otra tiene un brazo levantado por encima de su cabeza y parece arquear la espalda mientras inclina los hombros hacia atrás, como si aún estuviera retorciéndose de dolor.

Pero no son las posturas de los cuerpos lo que deja helado al suspicaz cronista. En torno a ambos esqueletos, sin duda gracias a algún tipo de procedimiento médico desconocido para él, podían contemplarse todas y cada una de sus venas, arterias y otras vísceras blandas, dando la inequívoca impresión de que acababan de ser petrificadas.

¿A qué clase de horror se estaba enfrentando?

Dos armarios de madera, en el sótano de una capilla de Nápoles, encierran uno de los más asombrosos productos alquímicos que he visto: dos cadáveres humanos ¡con las venas petrificadas!

Las máquinas anatómicas

Estos hechos tuvieron lugar hace más de un siglo. Sin embargo, desde que Colonna confirmara a la opinión pública napolitana la existencia de dos máquinas anatómicas —nombre con el que, al parecer, fueron bautizadas por su creador, el príncipe Raimondo María di Sangro, hacia 1763— en el subsuelo de la capilla de San Severo, éstas no han cambiado ni un ápice su aspecto. No supe nada de ellas hasta 1991, cuando el escritor Andreas Faber-Kaiser me puso tras su pista durante una reunión en Madrid y me incitó a organizar un viaje a Italia sólo para admirar aquel misterio con mis propios ojos.

Y, en efecto, el bueno de Andreas no se equivocó. Aquellas dos «máquinas» que Colonna contemplara en los sótanos de San Severo continuaban encerradas en aquella especie de sótano oval cuando las visité, y seguían protegidas en el interior de dos viejos armarios encristalados, a merced de los curiosos —pocos, es cierto— que aún se atreven a echar un vistazo a tan macabro espectáculo.

Volé hasta Nápoles revisando las conjeturas surgidas al respecto del procedimiento empleado por el príncipe Raimondo para obtener la petrificación de las venas, pero la información de que disponía era muy escasa. Colonna ya afirmó en su época que las víctimas de aquel experimento fueron dos sirvientes de Di Sangro a los que éste sacrificó en su laboratorio. Pero la idea no cuajó: muchos se negaron —y todavía hoy lo hacen— a creer que un destacado inventor, pensador y noble ilustrado como el príncipe de San Severo cometiera semejantes atrocidades con dos personas de su servicio.

Raimondo, de familia bien versada en cuestiones esotéricas (especialmente en lo que se refiere a los cultos de «diosas negras» hindúes como Káli o Durgá, y en las iniciaciones de la Senda de la Mano Izquierda), se adentra en el complejo mundo de la tradición alquímica y comienza a desarrollar experimentos relacionados con la palingenesia. Ésta —junto a la piedra filosofal— es uno de los grandes sueños de los alquimistas: lograr reconstruir, a partir de sus cenizas, seres humanos, animales o plantas.

Ante el riesgo de ser acusado de necromancia, Di Sangro mantendrá en secreto sus incursiones en cementerios e incluso en la cripta familiar. Así puede obtener materia prima para sus oscuros trabajos en el laboratorio del palacio Sangro, situado a pocos metros de la capilla de San Severo.

El corazón de una de las dos máquinas anatómicas quedó tan dilatado que los médicos creen que se debe a que la mujer fue petrificada mientras daba a luz.

Si hemos de creer el relato de Giangiuseppe Origlia
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, otro noble de la época y el más famoso de los biógrafos de Raimondo di Sangro, éste consiguió sus primeros éxitos palingenésicos hacia 1753, cuando, durante uno de sus intentos de calcinación de huesos humanos, un frasco lleno de cenizas se derramó accidentalmente cerca del horno del laboratorio. Unos segundos después, Origlia y Di Sangro contemplaron cómo un hombre barbudo, de mediana edad, y completamente desnudo, se formó entre las cenizas y se elevó sobre el suelo para desvanecerse inmediatamente.

Logros efímeros como éste no pudieron repetirse más tarde a voluntad del noble experimentador, pero le estimularon lo suficiente como para que en 1760 se volcara definitivamente en la palingenesia. Di Sangro contó entonces con la inestimable ayuda del médico y anatomista siciliano Giuseppe Salerno, y muchos creen que junto a él desarrolló las dos tétricas máquinas anatómicas que hoy admiramos.

Observadas de cerca se aprecia que se trata de dos figuras de sexo opuesto. La más pequeña de ellas, que deja caer sus brazos a los lados del cuerpo, conserva todavía los testículos; mientras que la segunda es claramente una mujer con el corazón extraordinariamente dilatado y con los ojos casi intactos.

—La dilatación del corazón y la forma de su brazo —comienza a explicarme Francesco D'Aquino, uno de los dos administradores y guardianes actuales de la capilla de San Severo— indican que esta mujer murió durante un esfuerzo físico extraordinario. Probablemente durante un parto. Algunas personas cualificadas que han observado con detenimiento este cuerpo creen que la mujer, para evitar el dolor, se agarró a la cabecera de la cama con uno de sus brazos, falleciendo durante sus intentos de dar a luz.

D'Aquino, un hombre entrado en años, de cabellos claros y mirada cetrina, parece sorprendido ante mis preguntas y el interés que muestro por las máquinas. Es más, pese a mi insistencia en aclarar algunos flecos de la historia del príncipe, deja sin despejar —creo que deliberadamente— un par de dudas vitales. Por ejemplo, ¿qué pasó con el bebé que provocó la presunta muerte de la mujer petrificada por el príncipe? Y también, si Di Sangro realizó su experiencia de petrificación con un cadáver, ¿qué procedimiento siguió?

Sobre la primera de las dudas, el canónico Carlo Celano —que publicó en 1792 una guía para visitantes de Nápoles en donde se describen con minuciosidad las máquinas anatómicas—
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afirma que en San Severo también se conservaba el cuerpo de un recién nacido con el sistema circulatorio petrificado, y al que se le había quedado adherido todavía el cordón umbilical. La segunda de las lagunas tiene más difícil —y macabra, si cabe— respuesta: si aceptamos la más común de las hipótesis esgrimidas sobre las máquinas, que asegura que este proceso de petrificación de las vísceras se produjo gracias a una inyección de un compuesto hoy desconocido, era imprescindible que el corazón bombease esa disolución por todo el cuerpo de las víctimas, para que el efecto de la petrificación fuera generalizado. Y para ello era necesario que sus pacientes estuvieran vivos.

Otra de las hipótesis formuladas sugiere que la petrificación fue causada por un veneno suministrado poco a poco a los dos desafortunados. Por esta razón —y para evitar posteriores acusaciones de asesinato— el príncipe Raimondo eliminaría de ambos cuerpos sus estómagos, impidiendo así que nadie pudiera hacer un reconocimiento posterior que pusiera en evidencia sus métodos poco ortodoxos.

No obstante, un curioso texto publicado en 1766, cuando aún vivía Raimondo, y titulado
Breve Nota di quel che si vede in casa del Principe di Sansevero D. Raimondo di Sangro nella Cittá di Napoli
, aseguraba que en el esófago y en el corazón de la mujer se podían observar claros síntomas de envenenamiento por asimilación de sustancias tóxicas.

Otros experimentos del príncipe ilustrado

Mientras Francesco d'Aquino me muestra algunos de los detalles de las dos sorprendentes máquinas anatómicas se apresura a aclarar una de mis primeras dudas sobre el origen del fenómeno: —Como usted sugiere —me explicará D'Aquino— existe también la teoría de que ambos cuerpos puedan obedecer a una especie de reconstrucción anatómica del cuerpo humano, pero en la época en la que vivió don Raimondo los conocimientos sobre el interior de nuestro cuerpo eran más bien escasos. No se permitía diseccionar a los cadáveres por motivos religiosos y la anatomía de aquel entonces se reducía al estudio de la piel y de los esqueletos, cuando se exhumaban tumbas antiguas.

D'Aquino pensaba admitir que las máquinas fueran un «simulacro médico» en lugar del fruto de un terrible crimen. En Nápoles, la leyenda negra tejida alrededor de este ilustrado es más que notable, y ni tan siquiera el hallazgo de documentos exculpatorios
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sobre las intenciones del príncipe han servido para acallar tan oscura reputación.

De hecho, durante los meses que siguieron a mi visita a Nápoles, mantuve una intensa correspondencia con Lina Sansone Vagni, biógrafa del príncipe Raimondo y defensora a ultranza de su inocencia. «Debe usted fijarse bien en el testimonio de Cario Celano —me escribió—
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, historiador digno de fe, que informó de la presencia de estas "máquinas anatómicas" sólo ¡veinticinco años después de la muerte del príncipe Raimondo!»

Lo que sugiere Sansone es que Raimondo fue inocente de semejante crimen, y que en realidad el cuerpo de la «máquina masculina» de la capilla de San Severo corresponde al del propio príncipe, envenenado por las malas artes del médico palermitano Giuseppe Salerno, con el que compartió aficiones esotéricas. Según la hipótesis de Sansone, Salerno contrató a la sirvienta del príncipe para que le envenenara poco a poco, y después éste acabó con la vida de su cómplice para no dejar huellas de su crimen perfecto.

—Ahora bien —me aclara en última instancia D'Aquino durante mi visita a Nápoles— no vaya usted a creer que estos cuerpos fueron su único experimento alquímico…

Aquello me sorprendió. Casi sin quererlo, el guardián de las máquinas me estaba poniendo tras la pista de uno de los personajes más complejos —y desconocidos— del esoterismo europeo contemporáneo. Los días siguientes en la ciudad se convirtieron en una loca carrera por reunir cuanta documentación fuera posible sobre él.

Descubrí así un carácter cuyas raíces se pierden entre antepasados tan notables e influyentes en la moderna historia esotérica y exotérica del mundo como Carlomagno o san Benedicto. Este último, sin ir más lejos, fue el creador de la Orden de los Benedictinos, responsables en buena medida de preservar el conocimiento vertido en antiguos textos griegos, romanos y árabes durante los años oscuros del medievo. Y poseedor, por tanto, de claves históricas a las que no se accedió de forma regular hasta muchos siglos más tarde.

Además de estos precedentes, el príncipe Raimondo consiguió alcanzar una posición sociopolítica extraordinaria para su época. En 1750 entró a formar parte de la masonería, aceptando los estatutos de la Logia de los Elegidos o de los Vengadores de Hiram. Esta logia, clave en la historia de la masonería italiana, estaba inspirada en el nombre del arquitecto fenicio Hiram, quien según la leyenda fue el constructor del templo de Jerusalén, y que junto con el propio rey Salomón —a decir del alquimista inglés Elias Ashmole— estableció las bases de la masonería. Lo cierto es que Di Sangro, nada más unirse a sus filas, desempeñó un papel extraordinariamente activo dentro de ella. Redactó la «Constitución de la Logia de Inglaterra» en 1751, participó en la creación de los estatutos de un tribunal de justicia masónico de carácter secreto y tradujo y publicó —sin las autorizaciones eclesiásticas correspondientes— numerosos textos ocultistas de claro origen masónico.

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