—Tengo una cosa más que mostrarle —me apunta amablemente el doctor Bahat antes de abandonar el túnel.
—Usted dirá…
—El suelo que está pisando es el pavimento original construido por Herodes alrededor del templo. Son losas de 1,10 metros de lado, típicas de los arquitectos de ese período, y se trata, con certeza, de una de las calles que debió de pisar Jesús de Nazaret.
—¿Y dónde nos encontramos ahora?
—A varios metros por debajo del nivel de la calle actual. Lo que quiere decir…
—Que los lugares originales por los que caminó Jesús están hoy enterrados y no corresponden a ninguno de los que se enseñan a los turistas.
Bahat sonrió.
—Es fácil de entender. El templo de Jerusalén fue destruido por los romanos en el año 70 de nuestra era. Desde entonces, la ciudad ha sido arrasada en varias ocasiones más, enterrándose más profundamente sus ruinas a cada destrucción. La importancia de nuestras excavaciones en este lugar no es sólo la de descubrir bloques ciclópeos de los que apenas sabemos nada, sino la de reescribir la historia de judíos, musulmanes y cristianos con otros ojos.
Y añadió:
—Si hay algún peregrino que quiera seguir los auténticos pasos de Jesús, debe venir aquí.
Los señores del tiempo
19Los primeros hombres creados y formados se llamaron el Brujo de la Risa Fatal, el Brujo de la Noche, el Descuidado y el Brujo Negro… Estaban dotados de inteligencia y consiguieron saber todo lo que hay en el mundo. Cuando miraban, veían al instante todo lo que estaba a su alrededor, y contemplaban sucesivamente el arco del cielo y el rostro redondo de la Tierra… (Entonces el Creador dijo:) «Lo saben ya todo… ¿qué vamos a hacer con ellos? Que su vista alcance sólo a lo que está cerca de ellos, que sólo puedan ver una pequeña parte del rostro de la Tierra… ¿No son por su naturaleza simples criaturas producto de nuestras manos? ¿Tienen que ser también dioses?»
Popol Vuh
Don Julio no podía haberlo calculado mejor.
A decir verdad, y una vez metido hasta las cejas en aquella nueva investigación, todo acabó por parecerme el fruto de una astuta y desconcertante broma urdida por el propio Julio Verne hace más de ciento treinta años. Era como si los hechos que me proponía documentar acabaran de saltar de las páginas de cualquiera de sus novelas de aventuras.
Y me explico una vez más.
La broma verniana que me tuvo en jaque por media Francia a finales de octubre de 1994
[109]
comenzó tres lustros antes, cuando Jean Verne, tataranieto del genial escritor, decidió abrir un cofre de novecientos kilos de peso, herméticamente sellado, heredado de su abuelo Michel. Jean era entonces muy joven y soñaba con encontrar allí dentro algún rutilante tesoro de sus antepasados, quizá repleto de monedas antiguas y exóticos objetos.
Pero no fue nada de eso.
El cofre, en efecto, formaba parte del ajuar familiar del clan Verne desde hacía más de siete décadas. Sin embargo, hasta aquel momento nadie se había interesado por él. Como si todos sus herederos, menos el soñador Jean, supieran que su contenido no merecía demasiado la pena.
Fue en 1979 cuando Jean Verne, solícito, decidió despejar sus dudas y forzar la cerradura del cajón de su famoso tatarabuelo. Sin saberlo, se tropezó con un misterio que entonces no supo calibrar, y que tardaría quince años en convertirse durante unos días en el centro de interés mundial.
El «tesoro» de Jean se inventarió así: dos plumas de escribir, algunas letras del tesoro rusas con fecha anterior a la revolución bolchevique de 1917 y un fajo de páginas amarillentas encabezadas por un título tan evocador como extravagante. París
en el siglo XX
[110]
, decía.
Jean no dio mayor importancia a aquellas reliquias. Un tanto decepcionado por una herencia tan escuálida, cedió las plumas a un museo de Turín, repartió las vistosas letras rusas entre su familia y conservó —sabe Dios por qué— el manuscrito que inmediatamente atribuyó a su abuelo Michel, hijo y a la vez estrecho colaborador de don Julio durante los últimos años de su vida.
Pero el destino, burlón como de costumbre, se encargó de poner las cosas en su sitio; atrajo de nuevo ajean hasta el original de su antepasado y destapó una auténtica caja de Pandora que, en aquel recién estrenado otoño de 1994 me obligó a desempolvar los libros de Verne, empaparme de los detalles de su vida y recorrer más de tres mil kilómetros por toda Francia tras sus huellas.
Mi cuaderno de notas y inedia docena de cintas magnetofónicas dan fe de mis desvelos. Tras varias gestiones infructuosas, finalmente di con Jean Verne en un pueblecito del sur del país, situado cerca de Aviñón. La Roque d’Antheron era de esa clase de lugares en los que resulta imposible perderse; y más aún no dar con la casa del clan Verne: una antigua vivienda unifamiliar donde Jean había prometido responder a todas mis preguntas.
—A fin de cuentas —admitió por teléfono— no todos los días me encuentro a un periodista tan insistente como usted.
Había algo que me escamaba de aquel manuscrito y que esperaba aclarar en la Roque d'Antheron. Algo que me puso en estado de alerta, y que me recordó que don Julio nunca había dejado nada al azar ni en su literatura ni en su vida. Ni siquiera sus célebres aciertos al describir cómo sería el primer viaje a la Luna o el primer submarino pueden considerarse ya fruto de la suerte. Aquel hombre —lo intuyo— fue capaz de saltar las barreras del tiempo y eso, como ya sabe el lector después de haber leído el relato de mi paso por Montalcino, era algo que me obsesionaba particularmente.
—Fue hace tres años cuando comencé realmente a leer las páginas que encontré en el baúl de mi familia…
Jean Verne, un joven que acababa de rebasar la treintena, me invitó a pasar al salón de su casa. Conservaba esa atmósfera decadente de las estancias victorianas, con muebles de madera que crujían al tocarlos y un espléndido retrato de don Julio sobre la chimenea. Jean sonrió ante mi gesto de asombro, y prosiguió:
—Fue entonces cuando me di cuenta de que aquel manuscrito no había sido escrito por mi abuelo, como al principio creí, sino por mi bisabuelo Julio. Pregunté a algunos especialistas por el libro, y terminé averiguando que se trataba de una novela de Julio Verne que todos consideraban perdida.
—¿Perdida?
—Así es. —Volvió a sonreírme—. Apenas un mes después de morir Julio Verne, mi abuelo Michel publicó una lista con las obras de su padre que aún permanecían inéditas. Entre ellas figuraba claramente la obra
París en el siglo XX
, y pronto, en los archivos de la familia Hetzel —el editor de Verne—, se descubrió también una carta en la que éste rechazaba la referida novela por considerarla demasiado pueril.
Jean no ahorró detalles. Durante nuestra conversación me explicó cómo, ante la negativa de su abuelo Michel a entregar la novela, los críticos no tardaron en olvidarse de su existencia. Y ello pese a que se trataba de una de las primeras obras de Verne, escrita poco tiempo después de
Cinco semanas en globo
y probablemente al tiempo de
Las aventuras del capitán Hatteras
. Es decir, hacia 1863. Y ahí se le pierde la pista.
Pero, como insinué líneas atrás, no fue la noticia del hallazgo del libro lo que me obligó a emprender mi viaje a Francia, sino su revelador contenido.
—Cuando terminé de leer el libro —añade Jean Verne con los ojos encendidos—, me di cuenta de inmediato de que éste no tenía nada que ver con sus famosas novelas de aventuras. Su argumento, bastante endeble, narra las inquietudes de un poeta llamado Michel, como mi abuelo, en el París de 1963. Creo que de alguna manera mi bisabuelo quiso especular con la sociedad en la que le tocaría vivir a su hijo y a los hijos de éste. Por eso, su texto está lleno de alusiones a cómo iba a ser el siglo XX.
Y, por lo que entonces me reveló Jean, su tatarabuelo estuvo, una vez más, sembrado. De lo contrario, ¿cómo explicar si no que el Michel del París imaginario de 1963 contemplara avances como el fax —que Verne bautizó como «pantelégrafo»—, coches movidos por motores de explosión, el metro o la silla eléctrica? ¿Era lógico que describiera con todo lujo de detalles en 1863 la existencia de un enorme faro metálico en París, que evocaba claramente la célebre torre Eiffel cuya planificación no llegaría hasta veinte años más tarde? ¿Y era otra casualidad que Julio Verne ubicara esa torre junto al Sena, no lejos del emplazamiento actual del emblema de París?
Las dudas me encogieron el alma. Porque, ¿qué decir ante otra de sus aseveraciones, como la de que París en esa época se iluminaría con luz eléctrica y no con gas? ¿Enésima casualidad?
No lo creo.
Tras mi primera entrevista con Jean Verne, que se encogía de hombros cada vez que sacaba a colación las extrañas dotes de videncia de su célebre antepasado, decidí buscar ayuda a este enigma en los expertos en la figura y la obra de don Julio. Puse rumbo así a Amiens y a París, fui sumando kilómetros a esta aventura…
En Amiens tardé algo más en localizar el Centro de Documentación Jules Verne, en el número 2 de la calle Charles Dubois de la ciudad. El edificio, provisto de una espléndida torre de ladrillos, tenía el valor añadido de haber sido la última casa del genial escritor. Un inmueble que conserva parte de las estanterías de don Julio —sin uno solo de los libros que albergaron, por cierto—, y que hoy es un archivo que custodia más de 14.000 documentos sobre su vida y obra, amén de un pequeño museo.
Cécile Compère, fundadora e impulsora de la institución, accedió amablemente a conversar conmigo. Se trataba de una anciana encantadora que no ahorró detalles en sus explicaciones.
—¿Se interesa usted por
París en el siglo XX
? —murmuró sin esperar respuesta—. Eso está bien…
—¿Bien?
—Sí. Se trata de un libro muy revelador. Desde mi punto de vista no es demasiado osado afirmar que Julio Verne dio mucha importancia a este manuscrito, ya que muchos de los inventos que anticipa en el mismo, como el helicóptero o la aviación, los retomará años después en otras novelas que sí se llegaron a publicar.
Era paradójico. Por la documentación que extendió la señora Compère ante mí, habían sido precisamente aquellas «pueriles profecías» de Verne, unidas a sus graves aseveraciones acerca del dominio que ejercería la economía sobre la sociedad y la política del siglo XX, las que condenarían esta novela al olvido. Al parecer, a Hetzel no le gustó demasiado que Verne describiera un futuro en el que la ciencia ahogaría las artes, y los editores verían entrar en crisis sus creaciones de papel.
Y he aquí la astuta broma de la que hablaba al principio: como si todo hubiese sido previsto por Verne antes de su muerte,
París en el siglo XX
sólo vio la luz cuando todos sus vaticinios se habían cumplido y el tiempo en el que se ambientó la novela había pasado ya. ¿Puede reírse el destino?
Pero las visiones contenidas en
París en el siglo XX
distan mucho de ser las únicas de don Julio. Y este detalle, casi sobra decirlo, convertía el asunto en algo más misterioso si cabe.
A pesar de que la mayoría de sus críticos sostienen que el reiterado éxito de sus predicciones reside en la meticulosa documentación utilizada por el escritor a la hora de redactar sus obras, no es menos cierto que muchos de sus aciertos son casi milagrosos. Y hasta los más reacios como la señora Compère terminaron por admitírmelo.
Veamos algunos ejemplos.
En
De la Tierra a la Luna
, una de las novelas de la saga de los
Viajes extraordinarios
más célebre, Verne imagina un extravagante colectivo de norteamericanos que desde Cabo Town, en Florida, se disponen a lanzar con un gran cañón un enorme proyectil tripulado a la Luna. Tal extravagancia sólo podía corresponder a un país nuevo como Estados Unidos, tierra de soñadores y de locos. Lo desconcertante del relato es, no obstante, que las dimensiones y el peso de la bala imaginada por Verne son prácticamente las mismas que las del
Apolo XI
lanzado desde Cabo Kennedy (a pocos kilómetros de Cabo Town), ciento cuatro años más tarde. Por si fuera poco, la bala de Verne —que él bautizó como
Columbiad
— llevaba tres astronautas a bordo, tal y como también sucedería con el módulo
Columbio
, de la misión Apolo.
Julio Veme, que en la imagen aparece fotografiado dos años antes de que decidiera quemar sus archivos, dejó un impenetrable halo de misterio alrededor de su obra.
Los sistemas de renovación de oxígeno, de almacenamiento de comida deshidratada y hasta el tiempo empleado en vencer la distancia entre la Tierra y nuestro satélite en la ficción y en la realidad eran casi idénticos. Por no citar, claro está, que el
Columbiad
de Verne regresó a la Tierra en la continuación de esta novela,
Alrededor de la Luna
, dejándose caer en un lugar del océano Pacífico que distaba apenas cuatro kilómetros del lugar donde amerizó el módulo
Columbia
. Una diana de don Julio, en un mar de más de 162 millones de kilómetros cuadrados que, una vez más, no puedo atribuir a la casualidad. En todo caso, en palabras de Jean Verne, se debería «a su instinto natural para proyectarse al futuro».