Allí estaba la prueba de que mi búsqueda no era una quimera: esas dos coronas habían sido obtenidas a partir del oro de una mazorca «robada» al tesoro de Atahualpa en 1700. Ambas son protegidas por cada nuevo abad del convento de Santo Domingo, en Cuzco.
—No hemos roto tu promesa… —se apresuró a explicarme Anselm, al notar mi estupor en el auricular—. Gamarra ya no es el abad del convento de Santo Domingo. Lo han destinado a Arequipa.
—Pero…
—Técnicamente, él ya no está allí. Vuestro secreto ha quedado liberado.
Vacilé. Anselm, con toda su buena intención, se había adelantado a cualquier gestión que yo pudiera hacer. Había mostrado la foto a los responsables del Instituto Nacional de Cultura (INC) en Lima y había logrado algo histórico, único: que el INC y el convento de Santo Domingo firmaran un acuerdo de cooperación que permitiera excavar, en suelo sagrado, en busca de los túneles incas.
—¿Cuándo llegarás? —insistió Anselm, por fin.
—Dame cuarenta y ocho horas.
—Está bien. Te esperaré.
Al llegar a Cuzco casi no podía dar crédito a mis ojos. Pese a que Anselm me lo había advertido reiteradamente antes de despegar, todas mis estimaciones se quedaron cortas. No era para menos. Tras conducirme desde el aeropuerto al centro de la ciudad, pobremente decorado con luces navideñas, me encontré un despliegue propio de una superproducción de Hollywood: Un equipo de casi treinta personas, de las que la mitad eran personal técnico fijo; un cuartel general de veintidós habitaciones en pleno centro de Cuzco, muy cerca del Coricancha; ocho ordenadores trabajando a pleno rendimiento; almacenes con trajes de espeleología, alta tecnología GPS capaz de determinar unas coordenadas con una precisión inferior a un metro, y hasta complejos filtros antigás —«los necesitaremos si encontramos lo que buscamos», me dijeron los responsables del material nada más ver mi cara de asombro—, fue parte de lo que encontré nada más aterrizar en el
Ombligo del Mundo.
Nunca antes había visto nada parecido. Y nadie en Cuzco tampoco. El equipo de investigación arqueológica que me había invitado a ser testigo de excepción de lo que estaban a punto de desenterrar en el corazón del imperio inca, había conseguido entre agosto y diciembre de 1999 lo que nadie antes en quinientos años.
Perplejo, busqué la mirada de Anselm. Él estaba pletórico. Con su melena blanca al viento y su porte sereno, parecía dominar todo aquel caos de alta tecnología, y recursos humanos. Pero ¿cómo había llegado Anselm hasta allí? ¿De dónde había sacado la fortuna que costaba un despliegue semejante? Y, sobre todo, ¿qué perseguía con aquello? ¿Fama? ¿Dinero? ¿… Acaso pretendía saquear el oro sagrado de la Coricancha?
—No te preocupes, Javier. Te lo explicaré todo —dijo, adelantándose a mis inquietudes.
Y así fue.
Poco a poco, delante de dos humeantes infusiones de hoja de coca, comenzó a desgranarme su peculiar búsqueda del oro de los incas: en realidad, su aventura comenzó a gestarse a finales de 1982. En octubre de aquel año, una expedición integrada por seis catalanes alcanzaba las estribaciones de Cuzco, a 3.400 metros sobre el nivel del mar, tras haber dejado en la costa una embarcación con la que pretendían dar la vuelta al mundo.
Lo que entonces ninguno pudo imaginar es que aquel velero de diecisiete metros de eslora —el
Bohic Ruz
— no volvería a abandonar nunca el país de los incas. Anselm Pi, el capitán y por aquel entonces un «niño bien» hijo de un rico empresario textil barcelonés, subió a sus hombres en dos potentes todoterrenos Lada y emprendieron el ascenso hacia los Andes. Querían explorar el país, estudiar sus recursos naturales y, de paso, aventurarse en alguno de sus misterios.
Una de aquellas mañanas, mientras el grueso del equipo visitaba los alrededores de Cuzco, Anselm y su amigo Francesc Serrat decidieron acercarse al convento de Santo Domingo. Como tantos otros con anterioridad, también ellos habían escuchado historias relativas a la existencia de un túnel que recorría Cuzco de parte a parte. Anselm y Francesc sabían incluso que Garcilaso de la Vega el Inca —hijo de la princesa local Chimpu Ocllo y de un capitán español— confirmó en sus escritos la existencia de ese túnel. El Inca reveló en sus
Comentarios Reales
que bajo Sacsayhuamán discurría «una red de pasajes subterráneos, tan largos como las propias torres (a las que) estaban todos conectados». E incluso advirtió que aquel lugar «era tan complicado que ni siquiera los más valerosos se aventuraban a entrar sin un guía».
Cronistas posteriores como Felipe Guarnan Poma de Ayala, un indio que recorrió todo Perú para elaborar en 1615 su
Nueva Crónica y Buen Gobierno
, fueron más explícitos todavía. Este empleó la palabra
chingana
—en quechua, «laberinto»— para referirse a un
«agujero de debajo de la tierra (que) llega hasta Santo Domingo
», apuntando ya a la existencia de una estructura subterránea de casi tres kilómetros de longitud que debía unir las ciclópeas ruinas de Sacsayhuamán con el antiguo templo del Sol o Coricancha, sobre el que los dominicos edificaron el convento que Anselm y Francesc se disponían a visitar.
Paradójicamente, no les costó mucho convencer al abad para que les permitiera echar un vistazo a las numerosas trampillas que salpicaban el suelo de la iglesia. Practicadas algunas durante la reconstrucción del convento tras el terremoto que destruyó Cuzco en 1950, aquellas puertas de madera clavadas en el pavimento daban paso lo mismo a catas arqueológicas que protegían restos de muros incas, como a una serie de criptas de acceso incómodo. Tras descender los escalones que conducían a una de ellas y accionar una bombilla que se caía de vieja, los catalanes y el abad contemplaron algo difícil de olvidar.
—Tras la pared que nos señalaba nuestro anfitrión —me explicó Anselm—, se abría un gran túnel. Nos dimos cuenta de su importancia al remover algunas de sus piedras sueltas. La galería debía tener una anchura considerable y estaba negra como la boca del lobo. El abad no nos dejó hurgar más y nos obligó a salir.
El dominico debía tener sus razones para frenar la curiosidad de sus invitados. Como sus predecesores antes que él, sabía de la suerte que habían corrido quienes se habían aventurado por aquellos agujeros. Sin ir más lejos, sólo nueve años después de publicarse la obra de Poma de Ayala, en 1624, tres españoles —Francisco Rueda, Juan Hinojosa y Antonio Orvé— buscaron la entrada a la
chingana
por Sacsayhuamán, y se adentraron en ella en pos del oro perdido. Nunca se les vio salir de nuevo. Setenta y seis años después llegaría el estudiante que recuperó el «choclo» cuyo destino se mezclaba extrañamente con el del propio Anselm y su fiebre por entrar en los túneles secretos de la Coricancha.
Obviamente, para obtener sus permisos de excavación Anselm no presentó a las autoridades de Perú sólo la foto de unas coronas de oro. Como era de esperar, había estudiado a fondo los descubrimientos que Vicente Paris y yo habíamos realizado sobre la alineación de los templos de la ciudad, y junto a una abundante documentación histórica que reunió con paciencia de miniaturista, se mostró convencido de poder desenterrar en poco tiempo no sólo un fabuloso tesoro cultural dormido durante cinco siglos, sino también los restos de una construcción subterránea admirable, propia de una ingeniería avanzada.
Cuando en marzo de 1999 Anselm Pi vio en Zaragoza una de las fotos que tomé durante aquel encuentro con el padre Gamarra, no me pasó inadvertida la chispa que brilló en sus ojos. «Ésta es la pieza que me faltaba —dijo—. Ahora sí tenemos algo para empezar la investigación.»
Y, en efecto, pocos meses después Anselm partiría hacia Lima para negociar con el Instituto Nacional de Cultura, el Palacio de Gobierno y el padre Gamarra, las condiciones de una eventual exploración del subsuelo del convento de Santo Domingo en busca del túnel de los incas. En octubre de 1999 consiguió que Luis Repetto, entonces director del INC de Lima, respaldara plenamente sus trabajos. A los dominicos la idea les seducía, pero les preocupaba que cualquier eventual descubrimiento arqueológico sirviera de excusa a las autoridades políticas para expropiarles sus terrenos y quedarse así sin un convento que regentan desde hace casi cinco siglos.
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La cuestión era en extremo delicada. Y de hecho, no se resolvió hasta bien entrado el año 2000, cuando el Estado garantizó a los dominicos no sólo la no expropiación de sus terrenos, sino la concesión de un museo en el interior de su recinto en el que se expondrían permanentemente todos los objetos y piezas arqueológicas que pudieran hallarse durante los trabajos autorizados.
Anselm se movió rápido. Su proyecto —que incluía «realizar estudios de teledetección para la ubicación del recorrido del túnel» y «conducir una prospección arqueológica para su apertura»— interesó a un financiero de Texas llamado Michael Galvis, que no dudó en adelantar los 760.000 dólares que costaba la puesta en marcha de lo que pronto se conocería como Proyecto Koricancha.
Así, apoyado en permisos oficiales y solvencia financiera, Anselm decidió estructurar su equipo de trabajo —que agrupó bajo la denominación Bohic Ruz Explorer—, reuniendo a un colectivo de españoles, peruanos y chilenos que se pusieron manos a la obra hacia mediados de agosto de 2000. El equipo, integrado por dos arqueólogos, un físico, una geógrafa, una geóloga, dos fotógrafos, un piloto y varios especialistas en espeleología y deportes de riesgo, no tardaría en conseguir los primeros resultados.
Y éstos, como no podía ser de otra forma, llegaron de la mano de la alta tecnología.
Un ingenio conocido como Ground Penetrating Radar (GPR), capaz de detectar objetos y estructuras artificiales hasta a veinte metros de profundidad, gracias a una serie de ondas de radio que atraviesan el suelo como si fueran rayos X, arrojó datos sorprendentes. Aquel mes de agosto se cerró la iglesia de Santo Domingo al culto, y el GPR, silencioso, eficaz, comenzó a hacer su trabajo…
—Mi principal objetivo fue, desde el principio, la localización de la cripta que visité en 1982 y que después debió ser sepultada en las reformas posteriores de la iglesia —admitió Anselm, mientras recordaba los primeros pasos de su trabajo.
—¿No encontrabas la cripta de la que nacía el túnel que viste?
—La verdad es que no. Cuando empezamos los trabajos, exploramos tres criptas. Y ninguna era la que yo visité. Llegué incluso a dudar de mis recuerdos. Sin embargo, al estudiar un informe que elaboró la UNESCO en 1951 para la restauración del convento tras el terremoto que destruyó Cuzco el año anterior, me convencí de que no lo había soñado. Ese informe catalogaba cuatro criptas en el convento. Pero ¿dónde estaba la cuarta?
Los barridos sistemáticos que el GPR hizo del suelo de la iglesia pronto encontraron la respuesta. Junto al altar mayor, en un rincón conocido como el altar de Santa Rosa, aquella especie de aspiradora cuadrada dotada de tres antenas de diferentes frecuencias terminó por arrojar una lectura inesperada.
—El gráfico que obtuvimos fue bastante significativo —me explicó más tarde Jordi Valeriano, físico de Bohic Ruz Explorer frente a su monitor en el cuartel general de la organización—. Debajo del altar de Santa Rosa, a unos cuatro o cinco metros de profundidad, hemos localizado una cavidad de dos metros de anchura que creemos que puede ser la entrada a un gran túnel.
Para Anselm ya no había dudas: allí abajo fue donde él había entrado hacía doce años.
Los hallazgos ya no dejaron de sucederse. Bajo el suelo del museo del que dispone el convento el GPR detectó muros incaicos, sistemas de drenaje en el patio, restos de recintos preincaicos por debajo de los muros del llamado Templo de las Estrellas inca, integrado en el propio recinto religioso, e incluso extrañas «bóvedas» en lugares estratégicos de aquel recinto. ¿Por dónde empezar a excavar?
Los trabajos de apertura del suelo no comenzaron hasta el 23 de octubre de 2000. De hecho, cuando finalmente se decidió levantar algunas partes del suelo de la iglesia, la interpretación de las lecturas del GPR no había concluido aún. Eran miles las imágenes de radar a revisar y analizar, y el departamento de teledetección de Bohic Ruz no daba abasto. Así pues, antes de que sus gráficos revelaran la existencia de un túnel bajo el altar de Santa Rosa, los responsables de la operación decidieron abrir el suelo allá donde menos interfirieran los oficios religiosos. Esto es, en el interior de las tres criptas localizadas y debajo del campanario, en una capilla fácilmente clausurable a los fieles.
—Fuimos de sorpresa en sorpresa —reconoció Luis Peries, responsable de la seguridad de la zona de excavaciones cuando me mostró el lugar: un pozo de cinco metros de profundidad excavado «a pincel»—. Nada más levantar el pavimento, comenzaron a aparecer huesos humanos. Los del campanario estaban desordenados, como si hubieran sido arrojados en ese lugar. Pero los de las criptas parecían enterramientos recientes.
Decenas de bolsas de plástico, clasificadas y etiquetadas, aguardaban aún en el coro del convento a que los huesos que contenían fueran fechados.
—Hasta que tengamos los resultados de la datación de carbono 14 no podemos saber a qué fecha se corresponden —me explicó Anselm Pi.