En busca de la edad de oro (11 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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¿Un día de menos? El enigma estaba servido.

Aquel mismo artículo en The
Gideon
explicaba cómo un cristiano que estaba entre los científicos recordó de repente el pasaje de Josué deteniendo el Sol y la Luna durante «casi un día»… lo que —a su juicio— podría explicar aquella anomalía. Es decir, la Biblia, de ser cierta aquella apreciación, volvía a demostrar que contenía información científica de primer orden.

… Y este investigador no pudo resistir la tentación de verificar los hechos.

Buscando una confirmación

La última vez que traté de comprobar la autenticidad de esta historia fue en enero de 1997. Tras algunas consultas previas en Estados Unidos y en Israel, me puse finalmente en contacto con el National Space Science Data Center (NSSDC) de Greenbelt, donde supuestamente tuvieron lugar los hechos, y rastreé la huella de este episodio hasta donde me fue posible. Nadie sabía nada.

Cuando finalmente estaba a punto de tirar la toalla una vez más, Dave Williams, uno de los científicos que trabajan para el NSSDC, recogió mis dudas y trató de resolverlas. Nunca se lo agradeceré bastante.

Según su explicación, aquella historia no era más que un mito que ya en el pasado había generado una enorme avalancha de cartas de curiosos que deseaban conocer más detalles del «día perdido». Me explicó que «cualquier cálculo de posición orbital se inicia con posiciones astronómicas actuales, aunque los operadores pueden estudiar hacia delante o hacia atrás en el tiempo esas posiciones planetarias, sin que nunca hayan tenido problemas». Además, me aclaró, «el NSSDC no realiza el tipo de cálculos orbitales por los cuales usted pregunta».

Tampoco el doctor H. Kent Hills, del NSSDC, pudo ser más claro:

—Esta historia es un fraude que ha sido reimpreso, citado o referido durante años en muchos lugares. Se trata, claramente, de un relato de ficción.

Otros parones del Sol

En la historia de Josué hay un pequeño detalle añadido a tener en cuenta: mientras que en el relato de Harold Hill se asegura que en el pasado del cosmos se perdió un día (esto es, veinticuatro horas), en el de Josué se habla de que el Sol se detuvo «casi un día entero». Nadie había tenido la precaución de tener en cuenta la sutil precisión. La preposición «casi» indicaba claramente que el fenómeno del parón solar se prolongó durante menos de veinticuatro horas, a menos, claro, que Dios redondeara con igual torpeza que sus criaturas.

¿Cómo podrían hacerse casar ambas secuencias de tiempo?

Aquel artículo de
The Gideon
, estimulante donde los haya, salvaba también este segundo escollo. Según esta publicación, la clave había que buscarla en el capítulo 20 del segundo Libro de los Reyes, en la conversación que mantiene el profeta Isaías con el rey Ezequías en su lecho de muerte. Según el texto bíblico, éste le pide una prueba al profeta de que realmente es un hombre de Yahvé, tras lo cual Isaías hizo retroceder diez grados la sombra que proyectaba un reloj de sol. Es decir, descontó aproximadamente cuarenta minutos a un día… que —según
The Gideon
— bien podrían completar el parón de Josué hasta completar las veinticuatro horas perdidas.

Lástima que, según el NSSDC, la historia de Hill parezca no tener fundamento, y la huella del Gran Relojero no se haya dejado nunca sentir en nuestra historia.

¿O sí?

Durante la elaboración de otro de mis libros
[60]
, Jesús Callejo y yo recogimos una leyenda similar a la de Josué que tuvo como escenario la localidad de Calera de León, en Badajoz. Allá, en 1173, las tropas de Pérez Correa, maestre de la Orden de Santiago, enfrentadas a un batallón de árabes, imploraron a la Virgen que se detuviera el Sol en el cielo para poder acabar para siempre con las hordas infieles… Y el «milagro» —dicen— se produjo. De hecho, al escenario de la batalla lo bautizaron como valle de Tentudía (contracción de «detente-un-día» en clara alusión al comportamiento del astro rey en aquella ocasión) y le consagraron una Virgen de idéntica advocación.

Entonces, ¿existió o no un Gran Relojero? ¿No sería posible que un pequeño escuadrón de «técnicos del tiempo» nos hubiera dejado sus huellas en algún lugar?

6
Una reflexión: el halcón relojero

Supongo que es inevitable. Una vez que se acaricia la superficie multifacética de la cultura egipcia, es imposible no descubrir sus huellas por doquier. Las encontré paseando por París, cerca del Théâtre de la Ville, junto al Sena, donde cuatro esfinges provistas de tocados faraónicos vomitan a diario cientos de litros de agua en la concurridísima Place du Châtelet. En Roma volví a sentir su presencia gracias a la docena de obeliscos egipcios que salpican muchas de sus plazas más importantes. Y en Londres. Incluso en Madrid, cerca del parque del Oeste, me alcanzó su hechizo. Allí, desde 1972, se levanta un templo egipcio rescatado por la UNESCO de la crecida de las aguas que trajo consigo la construcción de la presa de Asuán. Un recinto que hace algo más de dos mil años albergó algunos de los últimos cultos originales a la diosa Isis…

Sin embargo, en ningún lugar lejos del Nilo la presencia de la antigua tradición egipcia se hizo tan evidente como en el Museo Egipcio de Turín. Ni el Louvre ni el Museo Británico ni el Metropolitan de Nueva York causaron tanta impresión en mí. En buena parte, supongo, porque en la ciudad de la Sábana Santa (otro enigma del que deberé ocuparme a su tiempo) sabía muy bien qué me esperaba al otro lado de la taquilla del museo.

Fue casi sin querer. Aprovechando una rápida visita a Turín para admirar la Síndone en compañía de Juan José Benítez y Julio Marvizón —dos consumados expertos en ese polémico pedazo de tela—, decidí examinar una de las salas del Museo Egipcio de la ciudad. Una que albergaba, en una pared desconchada por la humedad, una decimonónica vitrina con los fragmentos de un papiro excepcional: el llamado «Canon de Turín» o «Papiro de Turín».

Se trata de un mosaico compuesto por 160 trocitos de papiro que una vez ensamblados y traducidos nos ofrecen una inquietante pista sobre la identidad de los verdaderos fundadores de Egipto
[61]
y la época en la que vivieron y entregaron a los hombres su sabiduría. Sus jeroglíficos son un canto a esa Edad de Oro que trato de reconstruir, y un estímulo —de los pocos verdaderamente originales— a una búsqueda que lleva ya varios años sumando kilómetros a mis espaldas.

El documento en cuestión contiene un completo listado de los gobernantes predinásticos del país del Nilo, e incide en el tiempo que rigieron los «compañeros de Horus» o
Shemsu-Hor
. «Los Akhu,
Shemsu-Hor
—dice uno de los trozos—, 13.420 años; reinados antes de los
Shemsu-Hor
, 23.200; total, 36.620 años»
[62]
. El término Akhu es especialmente misterioso, pues literalmente significa «seres transfigurados», «brillantes», «seres refulgentes» o «espíritus astrales»
[63]
, indicándonos claramente hacia dónde debemos mirar para encontrar el origen de estos fundadores de Egipto: hacia las estrellas.

La gran paradoja

Y es que, de todos los enigmas que evoca Egipto, ninguno —ni siquiera las pirámides— es tan sugerente como el del nebuloso origen de su civilización. Sin duda, buena parte de su poder de seducción se debe a que, contrariamente a lo que sucedió en cualquier otra cultura del planeta, en el caso egipcio su período de máximo esplendor debemos situarlo en sus primeros momentos de existencia. Néstor l'Hote, un artista del siglo XVIII que trabajó mano a mano con Jean-François Champollion, el padre de la moderna egiptología, ya afirmaba que «cuanto más retrocedamos en antigüedad hacia el origen del arte egipcio, más perfectos son sus resultados; como si el genio de este pueblo, a diferencia del resto, se hubiera formado de golpe». Su observación, sorprendente, es aplicable a casi todos los ámbitos de la vida junto al Nilo: ciencia, escritura o arquitectura no se salvan de esta inexplicable paradoja cronológica.

De hecho, según estimaciones del químico francés Joseph Davidovits, mundialmente célebre por su osada teoría de que los egipcios sabían cómo ablandar las piedras, y a la que me referiré en la parte cuarta de este libro, durante el primer siglo de trabajos del Imperio Antiguo, sólo para la construcción de las pirámides de Giza, «se movilizó más piedra que la empleada en los edificios del Imperio Nuevo, del Imperio Tardío y del período ptolemaico juntos, esto es, durante mil quinientos años». Y no sólo eso, sino que las piedras usadas en el Imperio Antiguo eran, por lo general, más duras y difíciles de tallar que las escogidas en períodos posteriores, cuando la sana lógica dicta que debería haber sido justo al revés.

El panorama que ofrecen estas evidencias es devastador para la historia. Contradice lo que sabemos de la evolución humana y pone de relieve que forzosamente debe de haber algo importante en el desarrollo de Egipto que se nos ha pasado por alto. John Anthony West, uno de los investigadores heterodoxos de esta cultura más controvertido de los últimos años, plantea una audaz metáfora: «Obsérvese un automóvil de 1905 y compárese con uno actual —dice—. Existe un inequívoco proceso de "desarrollo". Pero en Egipto no hay nada semejante. Todo está allí desde el primer momento»
[64]
. Y añade: «La civilización egipcia no fue un "desarrollo", sino una herencia».

¿Un legado? ¿Es ésa la pieza que nos falta? Y de ser así, ¿un legado de quién?

Las cronologías

La respuesta está, paradójicamente, en los propios textos egipcios, y más concretamente en libros como la
Historia de Egipto
escrita por un célebre sacerdote del siglo ni a.C. llamado Manetón (que significa «la Verdad de Toth»), y que se refieren a un origen de la cultura egipcia muy anterior a la unificación de las «dos tierras» bajo el faraón Menes, hacia el 5500 a.C.

Manetón, que bebió de fuentes muy antiguas y confeccionó una lista de monarcas que se ha demostrado exacta y coincidente con otras cronologías ancestrales descubiertas después, como la Piedra de Palermo o el Papiro de Turín, distinguía tres grandes eras en Egipto: una primera en la que afirma que los
Neteru
—los dioses— gobernaron el país durante 13.900 años; una segunda regida por los
Shemsu-Hor
o «compañeros de Horus» durante 11.025 años, y una última gobernada a partir del aludido rey Menes, o «faraón escorpión», y que abarcó las treinta y una dinastías que le siguieron. Los egiptólogos admiten que la lista de descendientes de Menes es exacta, y que su orden coincide esencialmente con lo que hoy sabemos gracias a las excavaciones arqueológicas, pero inexplicablemente deciden ignorar los otros precedentes. ¿Por qué?

Robert Bauval y John Anthony West —en primer término— se reunieron fugazmente en marzo de 2000 en El Cairo para hablar de los
Shemsu-Hor.

Los compañeros de Horus

La razón es bien sencilla: porque obligaría a nuestros escrupulosos egiptólogos a adentrarse en períodos de la historia donde teóricamente sólo debieron de existir tribus nómadas, colectivos paleolíticos muy alejados de lo que se entiende como una civilización formada.

—Lo que sorprende por encima de todo —me dirá John Anthony West durante la breve entrevista que sostuvimos en El Cairo en marzo de 2000— es que los egiptólogos pretendan saber más de la historia de Egipto que los propios egipcios. Yo creo que éstos sabían de lo que estaban hablando, y que las alusiones a los
Neteni
y a los
Shemsu-Hor
nos remiten a períodos ancestrales de civilización.

West no es el único que piensa así. Dos días antes de nuestro encuentro, precisamente durante la mágica madrugada del equinoccio que narro en el capítulo primero de este libro, Bauval concluía prácticamente lo mismo. Él, sin embargo, me remitió a otros documentos egipcios mucho más antiguos que los escritos de Manetón, para andarme a centrar el problema. Esos documentos son los ya célebres
Textos de las pirámides
(hallados en monumentos de ese tipo de la V y VI dinastías) o en los menos conocidos Textos
de la construcción
, esculpidos a lo largo de los muros de los templos de Edfú y Dendera. En ellos, según Bauval, se encierra la pieza clave para entender quiénes fueron los verdaderos fundadores de Egipto.

En los muros del templo de Edfú, en el Alto Nilo, se narra la historia de los verdaderos fundadores de Egipto. Todo sucedió miles de años antes de que naciera el primer faraón de la primera dinastía. Justo en ese período que los egipcios llamaron el «Tiempo Primero». Esos fundadores fueron llamados
Shemsu-Hor
o «compañeros de Horus».

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