—Explíqueme eso mejor…
—Cuando yo hago una afirmación o una negación en cualquier idioma, no hago intervenir en la conjugación del verbo el hecho de que estoy negando o estoy afirmando. En el aymara sucede algo curioso: existen conjugaciones verbales para afirmar o negar que matizan nuestro nivel de duda. Eso, en otros idiomas, se expresa con condicionales, con subjuntivos, con preposiciones y adverbios de duda, pero no hay forma de reconocer sólo a través de la conjugación el nivel de duda que introducimos en una afirmación o negación. En aymara eso se expresa con sufijos que pueden convertirse en tablas matemáticas, lo que llamo «tablas de verdad».
—¿Y eso no lo tienen otros idiomas?
—Bueno —titubea—, yo no conozco en profundidad muchos idiomas. Sólo hablo inglés, francés, alemán, castellano y aymara. Y sólo en éste se dan con rigurosidad esas y otras normas. He trabajado muchos años para determinar por qué esa lógica de tres valores está inmersa en la sintaxis del aymara de modo artificial, no espontáneo, y sigo en el empeño.
—Pero supongo que el aymara, como cualquier idioma, es algo orgánico, algo que ha estado sujeto a evoluciones, corrupciones, cambios… ¿Cree usted que el aymara se ha podido preservar tan intacto como para mantener esas características de artificialidad que ha detectado?
—Evidentemente, el aymara ha estado sometido a conflictos, luchando primero por conservar su identidad frente al quechua traído por los incas y luego frente al castellano. No obstante, comparando el aymara recogido por los jesuítas en el siglo XVI con el actual, existen ciertos elementos de una increíble constancia, invariables. No cambian los sufijos ni sus reglas, ni la forma de negar… Aquí, a diferencia del latín, que fue sustituido en todas partes por otros idiomas derivados de él sólo cincuenta años después de la caída de Roma, el aymara ha resistido. Y lo ha hecho por su estructura tan coherente y propia, muy diferente a las lenguas que trataron de sepultarla.
Mi última pregunta tenía su trampa. Apenas dos semanas antes de la entrevista con Guzmán de Rojas, me reunía en su estudio de Lima con el arquitecto Carlos Milla, un controvertido investigador del pasado peruano que defiende —y con razones de peso— que en los Andes se desarrolló una cultura avanzada siglos antes de la llegada de los españoles. Según él, aquella civilización gozó de nociones de astronomía, matemáticas, física y otros saberes tradicionalmente considerados occidentales. A él acudí para consultarle mis dudas acerca del enigmático geoglifo de Palpa con forma de cruz del que hablé en el capítulo cuatro, pero aproveché para pedirle su asesoramiento a otros niveles.
De hecho, su obra clave,
Génesis de la cultura andina
, describía con detalle los a veces increíbles conocimientos geodésicos y aritméticos de pueblos como los incas o los nazca de los que, por supuesto, hablamos a fondo.
Pues bien, adelantándome a una ulterior entrevista con Guzmán de Rojas, pregunté a Milla por la extraña impermeabilidad a los cambios lograda por el aymara a lo largo de los siglos.
—Hay algo muy importante que usted debe tener en cuenta —me explicó sentado bajo uno de los impresionantes murales abstractos que pinta en los ratos de ocio—: la lengua aymara siempre se consideró una propiedad comunitaria. En todos los demás idiomas está presente la idea de la evolución, del cambio progresivo de ciertas palabras y construcciones gramaticales, pero en el aymara no. Esta lengua exigía un respeto porque era propiedad de todos, y nunca se cambió nada hasta la llegada de lingüistas y académicos que se sintieron con derecho a distorsionarla.
¿Una lengua común tratada como un legado casi inmutable? Hasta al propio Milla le parecía un fenómeno de ciencia ficción que «los sabios aymaras hubieran diseñado el aymara para que, cuatro o cinco mil años más tarde, pudiera ser aplicado a las computadoras», y me invitó a interrogar a Guzmán de Rojas sobre el asunto.
Pero ¿qué sabíamos de los aymaras y de su origen? ¿Estaban en sus leyendas —como de costumbre, por otra parte— las claves que nos permitieran desentrañar este misterio?
Una tradición local muy extendida en las riberas del lago Titicaca afirma que este pueblo fue creado por Kon Tiki Viracocha —el dios que trazó la enorme ruta rectilínea a la que me refería al hablar de los túneles de Cuzco— a partir de la piedra. Pero lo cierto es que, según explica Rafael Girard en su monumental obra
Historia de las civilizaciones antiguas de América
[140]
, su presencia en la zona sólo estuvo precedida por los urus, un pueblo singular que aún hoy vive dentro de las aguas del lago, sobre unas islas artificiales construidas por ellos mismos con manojos de totora, una especie de junco del lugar.
Desgraciadamente, los investigadores carecen de pistas que les permitan establecer con poco margen de duda su origen. Algunos, como Harold T. Wilkins
[141]
, describen el estupor de los primeros misioneros españoles que arribaron al Altiplano y descubrieron que los aymaras usaban a veces una escritura ideográfica similar a ciertos petroglifos europeos. Solían grabarlos con la ayuda de la
nuñamayu
, una planta autóctona —la
Solarium aureifolium
— que les servía de tinta para escribir sobre pieles.
Wilkins comparó esos trazos con petroglifos descubiertos en la isla del Hierro (Canarias), con signos tuareg en el Sahara y con los alfabetos etíope y fenicio, encontrando serias similitudes. ¿Procedía de ahí su sabiduría? ¿Y también su lenguaje codificado?
A asentar esa idea contribuyen, desde luego, las extraordinarias coincidencias culturales que pueden encontrarse entre los aymaras y los antiguos pobladores de África. Oswaldo Rivera, el hombre que me asesoró durante mis trabajos de investigación en Tiahuanaco, fue quien me puso tras la pista.
Rivera, que dirigió durante años las excavaciones en las ruinas de Tiahuanaco y Puma Punku, ha llegado a contabilizar más de una veintena de coincidencias culturales entre los aymaras y los antiguos egipcios. Ambos pueblos, sin ir más lejos, momificaron a sus muertos, construyeron pirámides, utilizaron la misma clase de grapas de cobre para unir bloques de piedra, elaboraron calendarios basados en estrellas… Pero es que, además, esas similitudes se extienden hasta el terreno de las creencias o la medicina aymara. Sin ir más lejos, este pueblo practicaba la trepanación como los egipcios e incluso aún hoy, cuando alguien muere, matan a un perro negro para que acompañe al difunto hasta el más allá. Exactamente igual que el dios camino Upuaut («abridor de caminos») hacía con los antiguos habitantes del Nilo.
Otra coincidencia notable es que aymaras, egipcios y mayas emplearon un calendario civil de 360 días por año, al que sumaban cinco que consagraban a honrar a sus dioses. Para los mayas se trataba de días infaustos, pero para aymaras y egipcios eran días festivos de tremenda significación religiosa. ¿Azar? ¿Y lo es también la obsesión de mayas y aymaras por la constelación de las Pléyades o que ambos pueblos utilizaran desinencias comunes como ni? De nuevo, todo hace sospechar que la casualidad es sólo la respuesta fácil para aquellos a los que incomoda pensar sin prejuicios.
Pero el misterio del aymara ha llegado mucho más allá de estas implicaciones transculturales gracias a Guzmán de Rojas.
A fin de cuentas, la verdadera osadía de este ingeniero boliviano no ha sido la de afirmar que los aymaras crearon una lengua de diseño susceptible de ser transformada en algoritmos informáticos, sino que ha creado un programa de ordenador que utiliza el aymara como base para traducir instantáneamente de un idioma a otro. Esta idea fue la que sedujo a Eco, que vio en el aymara una «lengua perfecta».
Gracias a su perfección —escribió—, el aymara podría enunciar cualquier pensamiento expresado en otras lenguas mutuamente intraducibles, pero el precio que habría que pagar sería que todo lo que una lengua perfecta resuelve en sus propios términos no podría ser de nuevo traducido a nuestras lenguas naturales.
[142]
La cuestión merece que entre en detalles.
Desde 1980 Guzmán de Rojas ha estado inmerso en un proyecto titánico: la elaboración en solitario de
Atamiri
(en aymara, «intérprete»), un programa informático de traducción simultánea multilingüe que funciona convirtiendo el idioma a traducir en aymara, y éste en el idioma traducido. La capacidad de
Atamiri
es tan sorprendente que su prototipo traduce, en todas las combinaciones posibles, castellano, italiano, alemán, francés, japonés, húngaro, holandés, portugués, ruso y sueco… de momento.
El suyo no es un invento teórico. Una versión primitiva de
Atamiri
ya fue utilizada con éxito durante las reuniones de la Comisión del Canal de Panamá, entre marzo y mayo de 1986, y después ensayada por CompuServe en las oficinas de Data Technologies de Cambridge en 1993. No obstante, Guzmán se niega a entregar su secreto o a patentarlo —teme ser «pirateado» al día siguiente—, si no es a cambio de una participación notable en lo que podría ser el trompetazo que anunciara simbólicamente la reanudación de las obras de la torre de Babel.
—El mecanismo —me explica frente a uno de los ordenadores de su estudio, con el programa
Atamiri
traduciendo frases a mi antojo— es muy simple. Y se basa en la informatización de las leyes sintácticas del aymara y su lógica trivalente. Pero las grandes compañías informáticas subestiman mi labor de investigación y creen que pueden comprar mi descubrimiento con unos pocos miles de dólares.
Guzmán argumenta su lamento con documentos que demuestran, en efecto, los diferentes intentos de comercializar
Atamiri
en esta última década.
—¿Imagina usted lo que esto podría suponer para internet? Usted podría escribir a un amigo ruso en castellano y él, simultáneamente, recibir su texto en su propio idioma.
Velocidad (convierte un texto de 300 páginas del español al inglés en menos de diez minutos, aunque luego haya que revisarlo) y versatilidad es lo que promete Guzmán de Rojas con su aplicación práctica de esa lengua milenaria. Y, no obstante, tras horas de conversación junto a su jardín tropical acristalado, las preguntas clave que me llevaron a Bolivia seguían sin responderse: ¿quién diseñó el aymara?, ¿para qué?, ¿cómo?… y ¿cuándo?
El ingeniero me miró por encima del cristal de sus gafas cuando insistí en llegar hasta el origen del problema. Evidentemente, aquéllas no eran cuestiones que le agradaran demasiado. Le forzaban a especular. Como tampoco agradaron —porque tampoco supo resolverlas— a teóricos como Emeterio Villamil de Rada, un lingüista citado por Eco en su mencionado ensayo, que a mediados del siglo pasado terminó llegando a la metafísica conclusión de que el aymara debía de ser la «lengua de Adán». Esto es, la lengua primigenia de la humanidad que se hablaba antes de la caída de la torre de Babel, y que fue enseñada a los hombres directamente por Dios.
¿Dios? ¿Acaso aquel Yahvé de la Biblia sabía de lenguajes de programación? Temblé por la «familiaridad» de la idea. Es más: deliberadamente no quise sacar a colación —al menos ante Guzmán de Rojas— problemas como los planteados recientemente por el matemático judío Eliyahu Rips, que aseguró haber descubierto en los cinco primeros libros de la Biblia, en el Pentateuco, mensajes codificados sólo descriptables gracias a un moderno ordenador. Rips, y más tarde Michael Drosnin en su best seller
El código secreto de la Biblia
[143]
, se planteaban la herética posibilidad de un dios sentado frente a alguna clase de superordenador, redactando mensajes para una humanidad que los descifraría… llegado el momento.
Por supuesto, callé antes de correr el riesgo de que el ingeniero me tomara por loco, pero le presioné para que me ofreciera su particular versión acerca del «diseñador» del aymara. Guzmán meditó durante unos segundos su respuesta, se arrellanó en su sofá y cruzó los dedos de ambas manos antes de articular palabra.
—Francamente —dice por fin en tono severo—, yo no me atrevo a hacer especulaciones en ese terreno. Lo único que para mí es claro es que ese diseño, esa ingeniería del lenguaje avanzada, no es algo casual. No puede haber sucedido por un fenómeno aislado entre unos cuantos sabios igualmente aislados, sino que debió de existir una civilización muy avanzada en teoría de la comunicación…
La sutileza del argumento invitaba a seguir presionándole, y reaccionó.
—Fíjese usted en algo: por la semántica del lenguaje podemos valorar la fineza del pensamiento de aquellas gentes. ¿Cómo se explica, por ejemplo, que en los diccionarios de los españoles del siglo XVI de aymara se traduzca la palabra «universo» por «tetra-espacio»?
¿Tetraespacio? Me quedé mudo. ¿Quería decir Guzmán de Rojas que los aymaras conocían la teoría de la relatividad que habla de cuatro dimensiones del espacio? Sin dudarlo, el ingeniero tomó de un estante bien poblado de libros un ejemplar original del
Vocabulario de la lengua aymara
(1612) de Bertonio, y buscó «universo» en la «u». La traducción resultó ser
usi suyu
, esto es «cuatro» y «espacio». Dudé. ¿Podrían referirse a los puntos cardinales?
—En absoluto. Lo grave de este asunto —me atajó Guzmán— es que nosotros nos dimos cuenta de que el universo es un tetra-espacio gracias a Einstein, a principios de este siglo.
—Y, dígame: ¿cuándo cree que se diseñó este idioma?
—Ésa no es una cuestión cerrada, pero parece que el aymara tiene ciertos rasgos comunes con algunas lenguas del llamado «grupo kartveliano» como el georgiano u otros idiomas caucásicos, cuyos orígenes se estiman entre siete y ocho mil años de antigüedad.
—Es decir, que nos enfrentamos a una lengua que tal vez tenga esa antigüedad…
—Sí. Pero vaya usted a saber si vinieron de aquí o fueron de allí, o hubo intercambios transoceánicos en esa época. Eso sería hilar demasiado fino. Lo único que puedo aventurar es que quienes manejaron la cultura en Tiahuanaco fueron gente que ya empleó ese idioma.
—Usted ha aplicado todo esto con éxito a un programa informático, pero ¿cree que el aymara, hace ocho mil años, buscaba un propósito semejante?
Guzmán volvió a clavar su mirada suspicaz en mí, y aunque temí una evasiva, respondió.