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Authors: Ken Follett

En el blanco (25 page)

BOOK: En el blanco
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Se levantó, pero justo entonces oyó la puerta de atrás. Se le escapó una maldición. Alguien acababa de entrar en la cocina, seguramente alguno de los chicos, para atacar la nevera. Se quedó a la espera de oír la puerta de nuevo, lo que indicaría que se habían marchado, pero lo único que oyó fue el sonido de pasos subiendo la escalera.

Instantes después se abrió la puerta de su habitación, alguien cruzó la estancia y Miranda apareció en el cuarto trastero. Llevaba puestas las botas de agua y un chubasquero por encima del camisón, y sostenía una sábana y una manta. Sin decir una palabra, se dirigió al sillón cama y extendió la sábana.

Kit no daba crédito a sus ojos.

—Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué pretendes?

—Me quedo a dormir aquí —contestó ella con toda serenidad.

—¡No puedes! —replicó Kit, al borde del pánico.

—No veo por qué no.

—Se supone que te quedas en el chalet de invitados.

—He discutido con Ned, gracias a tus revelaciones de sobremesa, chivato de mierda.

—¡No te quiero aquí!

—Me importa un pepino lo que quieras.

Kit intentó recobrar la calma. Observó con desesperación a Miranda mientras se hacía la cama. ¿Cómo iba a escaparse de su habitación teniéndola allí, donde podía oír el menor de sus movimientos? Además, con lo disgustada que estaba, era probable que tardara horas en quedarse dormida, y a la mañana siguiente seguro que se despertaría antes de que él volviera, por lo que notaría su ausencia. Su coartada se venía abajo por momentos.

Tenía que irse sin demora. Fingiría estar más enfadado aún de lo que estaba.

—Que te den —masculló, mientras desenchufaba el portátil y lo cerraba—. No pienso quedarme aquí contigo.

Salió a la habitación principal.

—¿Adonde vas?

Aprovechando que Miranda no lo veía, Kit cogió sus botas.

—Me voy a ver la tele al estudio.

—Pues no la pongas muy alta.

Miranda cerró de un portazo la puerta que separaba las dos habitaciones.

Kit se fue.

Cruzó de puntillas el rellano en penumbra y bajó las escaleras. Los peldaños de madera gimieron bajo su peso, pero toda la casa crujía y nadie se fijaba en aquella clase de ruidos. Un débil halo de luz se colaba por el ventanuco de la puerta principal, dibujando sombras en torno al perchero, el pie de la escalera y los listines apilados sobre la mesita del teléfono. Nellie salió de la cocina y se detuvo junto a la puerta moviendo la cola, esperando con irreprimible optimismo canino que la sacaran a pasear.

Kit se sentó en un escalón y se puso las botas, atento al posible sonido de una puerta abriéndose en el piso de arriba. Era un momento peligroso, y sintió un escalofrío de miedo mientras se ataba los cordones a tientas. Siempre había trajín a media noche. Olga podía salir a por un vaso de agua, Caroline venir desde el granero en busca de una pastilla para el dolor de cabeza, Stanley verse sorprendido por la inspiración científica y levantarse para ponerse delante del ordenador.

Se ató los cordones de las botas y se puso su chaquetón acolchado. Estaba a punto de conseguirlo.

Si alguien lo sorprendiera en aquel momento, se marcharía de todas formas. Ya nada podía detenerlo. Los problemas vendrían al día siguiente. Sabiendo que se había marchado, podían adivinar dónde había ido, y todo su plan se basaba en lograr que nadie comprendiera lo ocurrido.

Apartó a Nellie de la puerta y la abrió. En aquella casa nunca se cerraban las puertas con llave. Stanley creía que los intrusos difícilmente llegarían hasta aquel rincón apartado, y en caso de que lo hicieran la perra era la mejor alarma antirrobo.

Salió afuera. Hacía un frío glacial y nevaba copiosamente. Empujó el hocico de Nellie hacia dentro y cerró la puerta tras de sí con un ligero clic.

Las luces que rodeaban la casa se dejaban encendidas toda la noche, pero aun así apenas se divisaba el garaje. En el suelo había una capa de nieve de varios centímetros de grosor. En pocos segundos, Kit tenía los calcetines y el dobladillo de los pantalones empapados. Lamentó no haberse puesto las botas de lluvia.

Su coche estaba en el extremo mas alejado del garaje, cubierto por un manto de nieve. Deseó con todas sus fuerzas que arrancara a la primera. Entró en el coche y dejó el portátil en el asiento del acompañante para poder contestar rápidamente a las llamadas del Kremlin. Giró la llave en el contacto. El coche dio un respingo y carraspeó, pero al cabo de unos segundos el motor empezó a rugir.

Deseó que nadie lo oyera.

La nieve caía con tanta intensidad que apenas veía nada. Se vio obligado a encender los faros, rezando para que no hubiera nadie asomado a la ventana.

Se puso en marcha. El coche derrapaba peligrosamente en la espesa nieve. Kit avanzó despacio, tratando de no hacer maniobras bruscas. Sacó el coche hasta el camino de acceso, rodeó la cima del acantilado con suma cautela y se adentró en el bosque. Desde allí, siguió hasta la carretera principal.

Allí la nieve no era virgen. Había marcas de neumáticos en ambas direcciones. Se dirigió al norte, en dirección opuesta a la del Kremlin, y avanzó siguiendo las huellas de los otros vehículos. Al cabo de diez minutos tomó una carretera secundaria que serpenteaba entre las colinas. Allí no había marcas de neumáticos, y Kit aminoró la marcha, lamentando no tener tracción a las cuatro ruedas.

Finalmente avistó un letrero con la inscripción «Academia de aviación de Inverburn» y tomó el camino señalado, que conducía a una verja metálica abierta de par en par. Cruzó la verja y se adentró en la propiedad. Los faros del coche alumbraron un hangar y una torre de control.

El lugar parecía desierto. Por un momento, Kit casi deseó que los demás no se presentaran, para poder cancelarlo todo. La idea de poner fin cuanto antes a aquella terrible tensión se le antojaba tan apetecible que se desanimó y empezó a sentirse deprimido. «Resiste —se dijo a sí mismo—. Esta noche se acaban todos tus problemas.»

La puerta del hangar estaba semiabierta. Kit entró lentamente al volante de su coche. Dentro no había aviones -el aeródromo solo funcionaba durante los meses de verano-, pero enseguida vio un Bentley Continental de color claro que reconoció como el coche de Nigel Buchanan. Junto a este había una furgoneta con el rótulo comercial de Hibernian Telecom.

No había un alma a la vista, pero desde el hueco de la escalera llegaba un débil resplandor. Kit cogió su portátil y subió las escaleras hasta la torre de control.

Nigel estaba sentado delante de un escritorio. Llevaba puesto un jersey rosa de cuello vuelto y una cazadora. Sostenía un teléfono móvil y se le veía tranquilo. Elton estaba apoyado contra la pared y lucía una gabardina beis con el cuello levantado. A sus pies descansaba una gran bolsa de lona. Daisy se había escarranchado en una silla y apoyaba sus pesadas botas en la repisa de la ventana. Se había puesto unos ajustados guantes de ante beis que le daban un aire tan femenino como incongruente.

Nigel hablaba por teléfono con su melodioso acento londinense.

—Aquí está nevando bastante ahora mismo, pero los del tiempo dicen que lo peor de la tormenta nos pasará de largo... sí, mañana por la mañana podrás coger un avión, seguro... llegaremos aquí bastante antes de las diez... yo estaré en la torre de control, hablaremos en cuanto llegues... no habrá ningún problema, siempre que traigas el dinero, todo el dinero, en billetes pequeños y grandes, tal como acordamos.

Al oír hablar de dinero, Kit sintió un escalofrío de emoción. En tan solo doce horas y unos pocos minutos, tendría trescientas mil libras en sus manos. Por poco tiempo, bien era cierto, porque enseguida tendría que devolverle la mayor parte de esa cantidad a Daisy, Pero le quedarían cincuenta mil. Se preguntaba cuánto espacio ocupaban cincuenta mil libras en billetes grandes y pequeños. ¿Cabrían en sus bolsillos? Debería haber cogido un maletín...

—Gracias a ti —dijo Nigel—. Hasta mañana. —Entonces se dio la vuelta. — Hombre, Kit. Llegas justo a tiempo.

—¿Con quién hablabas, con nuestro cliente? —preguntó Kit.

—Con su piloto— Llegará en helicóptero.

Kit frunció el ceño.

—¿Qué dirá su plan de vuelo?

—Que despega de Aberdeen y aterriza en Londres. Nadie sabrá que hizo una escala imprevista en la academia de aviación de Inverburn.

—Bien.

—Me alegro de que te lo parezca —repuso Nigel con un punto de sarcasmo. Kit lo interrogaba constantemente sobre sus áreas de competencia— Le preocupaba que, pese a tener experiencia, Nigel careciera de la preparación y la inteligencia que él poseía. Nigel contestaba a sus preguntas con una distancia irónica no exenta de humor. Para él Kit era el principiante, por lo que debía confiar en él sin cuestionar sus decisiones.

—Bueno, ¿preparados para la sesión de transformismo? —dijo Elton, al tiempo que sacaba de la bolsa de lona cuatro monos de trabajo con el logotipo de Hibernian Telecom estampado en la espalda. Todos se pusieron una de aquellas prendas.

—Esos guantes quedan muy raros con el mono —le espetó Kit a Daisy.

—No me digas —replicó ella.

Kit se la quedó mirando fijamente unos segundos, pero luego apartó la mirada. Daisy era conflictiva, y deseó que no fuera a estar presente aquella noche. Le tenía miedo pero también la detestaba y estaba decidido a humillarla, tanto para sentar su autoridad como para vengarse de lo que le había hecho aquella mañana. Iban a tener un enfrentamiento más pronto que tarde y Kit temía y anhelaba ese momento a la vez.

A continuación, Elton repartió unas tarjetas de identificación en las que ponía: «Equipo de Mantenimiento de Hibernian Telecom». La de Kit portaba la fotografía de un hombre mayor que no se le parecía en nada. El pelo negro le colgaba por debajo de las orejas en un estilo que había estado de moda mucho antes de que él naciera, pero además lucía un mostacho a lo Zapata y llevaba gafas.

Elton hurgó de nuevo en su bolsa y entregó a Kit una peluca negra, un bigote del mismo color y un par de gafas de montura pesada con lentes oscuros. También le ofreció un espejo de mano y un pequeño tubo de cola. Kit se pegó el bigote sobre el labio superior y se puso la peluca sobre su propio pelo, de un tono castaño y cortado muy corto, como mandaban los cánones estéticos del momento. Se miró en el espejo, satisfecho con el resultado. El disfraz le daba un aspecto radicalmente distinto. Elton había hecho un buen trabajo.

Kit se fiaba de Elton. Bajo su mordacidad se ocultaba una implacable eficiencia. No se detendría ante nada con tal de cumplir su misión, pensó.

Aquella noche Kit tenía intención de evitar a los guardias con los que había coincidido en el Kremlin mientras trabajaba allí. Sin embargo, en el caso de que se viera obligado a hablar con ellos, confiaba en que no lo reconocerían. Se había despojado de los objetos personales que podían delatarlo, y pensaba cambiar de acento.

Elton también había buscado disfraces para los demás y para sí mismo. Nadie los conocía en el Kremlin, así que no había peligro de que los reconocieran, pero más tarde los guardias de seguridad darían sus descripciones a la policía, y gracias a los disfraces esas descripciones no tendrían nada que ver con su aspecto real.

Nigel también se puso una peluca sobre el pelo corto, de un rubio rojizo. Con aquella peluca entrecana que le llegaba a la barbilla, el londinense elegante e informal parecía un Beatle entrado en años. Como remate, se puso unas gafas de montura aparatosa y desfasada.

Daisy se cubrió el cráneo rapado con una larga peluca rubia. Un par de lentes de contacto cambiaron el habitual color marrón de sus ojos por un azul intenso. Estaba incluso más horrorosa de lo habitual. Kit se preguntaba a menudo por su vida sexual. Había conocido a un hombre que se jactaba de haberse acostado con ella, pero lo único que había dicho al respecto era «Todavía tengo moratones». Mientras Kit la observaba, Daisy se quitó los piercings que le colgaban de la ceja, la nariz y el labio inferior. El resultado era un aspecto ligeramente menos inquietante.

Elton había reservado para sí mismo el más sutil de todos los disfraces. Lo único que se puso fueron unos dientes postizos que hacían sobresalir su mandíbula superior, pero eso era cuanto bastaba para cambiar su apariencia de un modo radical. De pronto, el guaperas se había esfumado y en su lugar había un tipo con aspecto de empollón.

Por último, repartió entre todos los presentes gorras con el rótulo de Hibernian Telecom impreso sobre la visera.

—La mayor parte de las cámaras de seguridad están situadas en puntos elevados —explicó—. Una gorra con visera impedirá que consigan una toma decente de nuestras caras.

Estaban listos. Hubo un momento de silencio en el que se miraron unos a otros. Luego Nigel dijo:

—Que empiece el espectáculo.

Abandonaron la torre de control y bajaron hasta el hangar. Elton se puso al volante de la furgoneta y Daisy se acomodo a su lado de un salto. Nigel ocupó el tercer asiento. No había mas sitio delante, por lo que Kit tendría que ir sentado en el suelo de la parte trasera, con las herramientas.

Mientras los miraba fijamente, preguntándose qué hacer, Daisy se arrimó a Elton y le puso una mano en la rodilla.

—¿Te gustan las rubias? —preguntó.

—Estoy casado —contestó él, mirando hacia delante con gesto impasible.

Daisy deslizó la mano por su muslo en dirección a la ingle.

—Pero seguro que te gustaría montártelo con una chica blanca para variar, ¿no?

—Estoy casado con una blanca.

Elton le asió la muñeca y apartó su mano con firmeza.

Kit decidió que había llegado el momento de poner a Daisy en su sitio. Con un nudo en la garganta, dijo:

—Daisy, pásate a la parte de atrás.

—Que te den por el culo —replicó ella.

—No te lo estoy pidiendo, sino ordenando. Pásate atrás.

—¿Por qué no me obligas?

—Si eso es lo que quieres...

—Venga, adelante —repuso ella con una sonrisa burlona—. No sabes la ilusión que me hace.

—Me largo —dijo Kit. Respiraba con dificultad a causa del miedo, pero se las arregló para aparentar una tranquilidad que distaba mucho cíe sentir—. Lo siento, Nigel. Buenas noches a todos.

Se alejó de la furgoneta con piernas temblorosas. Se metió en su coche, puso el motor en marcha, encendió los faros y esperó.

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