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Authors: Ken Follett

En el blanco (30 page)

BOOK: En el blanco
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Franquearon otra puerta y entraron en una habitación donde había trajes aislantes de plástico azul colgados de una serie de ganchos. Kit se quitó los zapatos.

—Busca un traje de tu talla y póntelo —ordenó a Nigel. —Tendremos que saltarnos algunas normas de seguridad.

—Eso no me hace ninguna gracia.

A Kit tampoco, pero no tenían alternativa.

—El procedimiento habitual es demasiado largo —explicó. —Tendríamos que quitarnos todo lo que llevamos encima, incluida la ropa interior y los objetos personales, y ponernos pijamas de cirujano debajo del traje. —Kit descolgó un traje y empezó a ponérselo—. Y para salir se tarda todavía más. Tienes que ducharte con el traje puesto, primero con una solución descontaminante, luego con agua, según un ciclo predeterminado que tarda cinco minutos. Luego te quitas el traje y el pijama y te duchas desnudo otros cinco minutos. Te limpias las uñas, te suenas la nariz, te aclaras la garganta y escupes. Luego te vistes. Si hacemos todo eso, la mitad de la policía de Inverburn estará aquí cuando salgamos. Nos saltaremos las duchas, nos quitaremos los trajes y saldremos corriendo.

Nigel parecía horrorizado.

—¿Cómo es de peligroso?

—Como ir a doscientos por hora en tu coche: podrías matarte, pero lo más probable es que no pase nada, siempre que no lo conviertas en un hábito. Venga, date prisa y ponte el puto traje de una vez.

Kit se caló el casco. La pantalla de plástico distorsionaba ligeramente su visión. Cerró la cremallera que cruzaba el traje por delante en sentido diagonal y luego ayudó a Nigel.

Decidió que podían prescindir de los guantes quirúrgicos. Se volvió hacia Nigel y, con un rollo de cinta adhesiva, unió las manoplas del traje a los rígidos puños del mismo. Luego Nigel hizo lo mismo por él.

De los vestuarios pasaron a la ducha descontaminante, un cubículo con salidas de agua repartidas por toda su superficie, incluido el techo. Notaron una nueva caída de la presión atmosférica, veinticinco o cincuenta paséales de una habitación a la siguiente, recordó Kit. De la ducha pasaron al laboratorio propiamente dicho.

Fue entonces cuando Kit experimentó un momento de puro pánico. Allí dentro, el aire podía acabar con su vida. De pronto, toda su palabrería de antes, incluida la comparación entre saltarse las medidas de seguridad y conducir a doscientos por hora, se le antojaba el colmo de la insensatez. «Podría morir —pensó—. Podría coger una enfermedad y sufrir una hemorragia tan grave que la sangre me saldría por las orejas, los ojos y el pene. ¿Qué puñetas estoy haciendo aquí? ¿Cómo he podido ser tan estúpido?»

Respiró hondo y procuró tranquilizarse. «No estás expuesto a la atmósfera del laboratorio, sino que estás respirando aire puro del exterior —se dijo a sí mismo—. Ningún virus puede traspasar este traje. Estás mucho más a salvo de cualquier infección aquí dentro que si fueras camino de Orlando en clase turista a bordo de un 747 abarrotado de gente. No pierdas la calma.»

Del techo colgaban, enroscadas sobre sí mismas, las mangueras amarillas de suministro de aire. Kit cogió una, la enchufó a la entrada de aire del cinturón del Nigel y vio cómo su traje empezaba a inflarse. Luego repitió la operación con su propio traje y oyó el chorro de aire entrando a presión. Eso aplacó sus temores.

Junto a la puerta descansaban varias botas de goma alineadas, pero Kit ni las miró. Las botas se utilizaban principalmente para proteger los trajes y evitar que se desgastaran.

Miró a su alrededor, tratando de orientarse, concentrándose en lo que tenía que hacer para no pensar en el peligro que corría. El laboratorio tenía un aspecto reluciente debido a la pintura epoxídica que se había utilizado para sellar herméticamente las paredes. Sobre las mesas de acero inoxidable descansaban microscopios y terminales de ordenador. Había un aparato de fax para enviar notas al exterior, puesto que el papel no podía pasar por las duchas ni los autoclaves. Kit se fijó en las neveras que se usaban para almacenar muestras, las cabinas de seguridad biológica para la manipulación de materiales peligrosos y las jaulas de conejo apiladas bajo una funda de plástico transparente. La luz roja situada por encima de la puerta parpadearía si sonaba el teléfono, ya que los trajes disminuían sensiblemente la capacidad auditiva de quienes los llevaban. En caso de emergencia, se encendería la luz azul. Además, las cámaras del circuito cerrado de televisión barrían cada rincón del laboratorio.

Kit señaló una puerta.

—Creo que la cámara está por allí.

Cruzó la estancia, estirando a su paso la manguera del aire. Abrió la puerta y entró en una diminuta habitación en la que había una cámara frigorífica cuya cerradura de seguridad se accionaba mediante un panel electrónico. Las teclas numéricas del panel estaban dispuestas de forma aleatoria y cambiaban de orden cada vez que se utilizaba para que nadie pudiera adivinar el código de acceso observando los dedos de la persona que lo introducía. Pero Kit había instalado la cerradura de seguridad, así que conocía la combinación... a menos que la hubieran cambiado.

Pulsó las teclas del código y tiró del picaporte. La puerta de la cámara se abrió.

A su espalda, Nigel seguía atentamente todos sus movimientos.

En el interior de la cámara frigorífica se conservaban dosis del precioso fármaco antiviral en jeringas desechables listas para utilizar. Las jeringas estaban empaquetadas en pequeñas cajas de cartón. Kit señaló la balda en la que descansaban y elevó la voz para Nigel pudiera oírlo a través del traje:

—Es este.

—No quiero el fármaco —replicó Nigel.

Kit se preguntó si lo había oído bien.

—¿Qué? —inquirió a voz en grito.

—No quiero el fármaco.

Kit no salía de su asombro.

—Pero ¿qué dices? ¿A qué hemos venido aquí si no?

No hubo respuesta.

En la segunda balda había muestras de diversos virus, listas para infectar a los animales de laboratorio. Nigel leyó atentamente las etiquetas y seleccionó una muestra de Madoba-2.

—¿Para qué coño quieres eso? —preguntó Kit.

Sin molestarse en contestarle, Nigel cogió todas las muestras que había del virus, doce cajas en total.

Una era suficiente para matar a alguien. Con doce se podía desatar una epidemia. Kit se lo habría pensado dos veces antes de tocar aquellas cajas, incluso llevando puesto un traje de seguridad biológica. ¿Qué estaría tramando Nigel?

—Creía que trabajabas para un gigante de la industria farmacéutica —dijo.

—Lo sé.

Nigel podía permitirse el lujo de pagarle trescientas mil libras por una noche de trabajo, pensó Kit. No sabía qué sacarían Elton y Daisy por su participación pero, aunque su tarifa fuera más baja, Nigel habría invertido en ellos cerca de medio millón de libras. Para que la operación le saliera a cuenta, tendría que cobrar un millón del cliente, quizá dos. El fármaco los valía con creces, pero ¿quién pagaría un millón de libras por un virus mortal?

Tan pronto como se hizo la pregunta, supo la respuesta.

Nigel cruzó el laboratorio sosteniendo varias cajas de muestras y las introdujo en una cabina de seguridad biológica, una especie de vitrina de cristal con una abertura en la parte delantera por la que los científicos podían introducir los brazos para efectuar experimentos. Una bomba acoplada a la cabina garantizaba que el aire circulaba de fuera hacia dentro y no al revés. Siempre que el científico llevara puesto un traje aislante, no se consideraba necesario sellar totalmente la cabina.

A continuación, Nigel abrió el maletín de piel granate. La parte superior estaba repleta de pequeños acumuladores de plástico azul. Las muestras de virus debían mantenerse a baja temperatura, eso lo sabía Kit. El fondo del maletín estaba cubierto con perlas blancas de poliestireno expandido, de las que se usaban para embalar objetos delicados. Sobre estas, como si de una gema preciosa se tratara, descansaba un vaporizador de perfume vacío. Kit reconoció el frasco. Era de la marca Diablerie, el perfume habitual de su hermana Olga.

Nigel puso el frasco en la cabina, donde la condensación no tardó en empañar el cristal.

—Me dijeron que pusiera el extractor de aire —dijo—. ¿Dónde se enciende?

—¡Espera! —exclamó Kit—. ¿Qué estás haciendo? ¡Me debes una explicación!

Nigel encontró el interruptor y conectó el extractor.

—El cliente quiere el producto en un formato más manejable —le informó con gesto indulgente—. Voy a pasar las muestras a este frasco dentro de la cabina porque es peligroso hacerlo fuera.

Nigel destapó el frasco de perfume y abrió la caja de muestras. Dentro había un vial de vidrio con una tabla de medición impresa a un lado. Con movimientos torpes a causa de las manoplas, Nigel desenroscó la tapa del vial y vertió el líquido en el frasco de Diablerie. Luego tapó el vial y cogió otro.

—La gente a la que vas a vender esto... —empezó Kit— ¿sabes para qué lo quiere?

—Me lo puedo imaginar.

—¡Van a matar a cientos de personas, quizá miles!

—Lo sé.

El vaporizador de perfume era el contenedor perfecto para el virus. Era una forma sencilla de crear un aerosol, y una vez repleto del líquido incoloro que albergaba el virus, parecía un frasco de perfume normal y corriente que pasaría inadvertido por todos los controles de seguridad. Cualquier mujer podría sacarlo de su bolso en un lugar público sin levantar la menor sospecha e impregnar el aire con un vapor letal para todo el que lo inhalara. También acabaría con su propia vida, con hacían los terroristas a menudo. Mataría a más gente que cualquier kamikaze con una bomba acoplada al cuerpo.

—¡Van a provocar una matanza!

—Sí. —Nigel se volvió hacia Kit. Sus ojos azules resultaban intimidantes incluso tras la doble pantalla que los separaba. —Y a partir de ahora tú también estás en el ajo y eres tan culpable como cualquiera de nosotros, así que cállate de una puta vez y no me desconcentres.

Kit dejó escapar un gemido. Nigel tenía razón. Nunca se le había pasado por la cabeza que acabaría implicado en algo más que un simple robo. Se había puesto enfermo al ver que Daisy aporreaba a Susan, pero aquello era mil veces peor, y no podía hacer nada para impedirlo. Si intentaba sabotear el golpe Nigel no dudaría en poner fin a su vida, y si las cosas se torcían y el virus no llegaba a manos del cliente, Harry McGarry haría que lo mataran por no haber saldado su deuda. Tenía que seguir adelante y recoger su parte del botín. De lo contrario, era hombre muerto.

También tenía que asegurarse de que Nigel manipulaba el virus con la debida precaución, o sería hombre muerto de todos modos.

Con los brazos en el interior de la cabina de seguridad biológica, Nigel vació el contenido de todos los viales en el frasco de perfume y luego volvió a taparlo. Kit sabía que la parte externa del frasco estaría contaminada, pero alguien se había encargado de informar a Nigel al respecto, pues introdujo el frasco en una cubeta repleta de solución descontaminante y lo extrajo por el otro lado. A continuación secó el frasco y extrajo del maletín dos bolsas de congelación con cierre hermético. Puso el frasco de perfume en una de las bolsas, la cerró y luego la introdujo en la segunda bolsa. Por último, volvió a dejar el frasco doblemente envuelto en el maletín y lo cerró.

Ya nos podemos ir —anunció.

Abandonaron el laboratorio. Nigel llevaba el maletín. Pasaron por la ducha descontaminante sin usarla, pues no había tiempo. En la sala donde se habían vestido se quitaron a toda prisa los incómodos trajes aislantes y volvieron a ponerse los zapatos. Kit se mantuvo todo lo lejos que pudo del traje de Nigel, cuyas manoplas seguramente estarían contaminadas con algún rastro ínfimo del virus.

Cruzaron la sala de las duchas de agua, de nuevo sin usarlas, siguieron hasta el vestuario y salieron a la antesala. Los cuatro guardias de seguridad seguían atados y apoyados contra la pared.

Kit consultó su reloj. Habían pasado treinta minutos desde que había escuchado la conversación de Toni Gallo con Steve.

—Espero que Toni no haya llegado aún.

—Si lo ha hecho, ya sabemos cómo hay que recibirla.

—Es una ex poli. No será tan fácil de reducir como estos cuatro. Y puede que me reconozca pese al disfraz.

Kit presionó el botón verde que abría la puerta. Nigel y él corrieron por el pasillo hasta llegar al vestíbulo principal. Para alivio de Kit, la sala estaba desierta. «Lo hemos conseguido», pensó. Pero Toni Gallo podía llegar en cualquier momento.

La furgoneta estaba parada frente a la puerta principal, con el motor en marcha. Elton iba sentado al volante y Daisy se había subido a la parte de atrás. Nigel saltó al interior del vehículo y Kit lo siguió al grito de:

—¡Arranca, arranca!

La furgoneta salió disparada antes de que Kit pudiera cerrar la puerta.

La nieve formaba una gruesa capa en el suelo. La furgoneta derrapó nada más arrancar y se desvió bruscamente a un lado, pero Elton se las arregló para recuperar el control del vehículo. Se detuvieron frente a la garita de la verja.

Willie Crawford asomó la cabeza.

—¿Ya lo habéis arreglado? —preguntó.

Elton bajó la ventanilla.

—No del todo —contestó—. Necesitamos repuestos. Tendremos que volver.

—Vais a tardar un buen rato, con este tiempo —comentó el guardia.

Kit reprimió un gruñido de impaciencia. Desde atrás, Daisy preguntó en un susurro:

—¿Le vuelo la tapa de los sesos?

—Volveremos tan pronto como podamos —repuso Elton, y subió el cristal de la ventanilla.

Al cabo de unos instantes, la barrera se elevó y salieron al exterior.

Mientras lo hacían, unos faros relumbraron en la oscuridad. Un coche se acercaba desde el sur. Kit creyó reconocer un Jaguar de color claro.

Elton giró en dirección norte y se alejó del Kremlin a toda velocidad.

Kit seguía por el espejo retrovisor los faros del otro coche, que tomó el camino de acceso al Kremlin.

«Toni Gallo —pensó—, demasiado tarde.»

01.15

Toni iba sentada en el asiento del acompañante, al lado de Carl Osborne, cuando este detuvo el coche frente a la garita del Kremlin. La señora Gallo iba en el asiento de atrás.

Toni pasó a Carl su salvoconducto y la cartilla de pensionista de su madre.

—Dale esto al guardia, junto con tu pase de prensa —dijo. Todos los visitantes debían enseñar algún tipo de identificación.

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