En el nombre del cerdo (27 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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Hay que abrir dos puertas sucesivas para entrar en el local; son de cristal, pero los afiches pegados con cinta adhesiva no dejan ver bien el interior. Al atravesar la segunda se experimenta un fuerte contraste con el exterior: luz, humo de tabaco, sonsonete de fútbol televisado, voces de acento local. Treinta pares de ojos se desvían hacia P y vuelven de inmediato al resplandor verde de la pantalla. P pronuncia un «Buenas noches» dirigido a quien quiera leerlo en sus labios, pero la única mirada que lo sigue es la de una mujer de edad que permanece de pie tras la barra. P se hace un hueco entre dos parroquianos y se encara a ella: sesenta y tantos, cabello cuidado, corte actual, ojos color brandy, párpados caídos, discreto maquillaje. La Dama de la Taberna.

P pide un cortado con la leche caliente. La mujer no dice nada, lentamente da media vuelta y se acerca a la cafetera. Mientras P espera, sorprende la mirada de alguno de los parroquianos más jóvenes, que de inmediato vuelve al televisor. La imagen en pantalla es muy mala: nieve, interferencias; juega el equipo depositario del orgullo patrio, marcador 0 a 0, minuto 34 de la primera parte. Hay dos únicas muchachas sentadas a las mesas del fondo, junto a la chimenea de piedra encendida; no disimulan su aburrimiento, parecen cumplir un débito conyugal con los chicos sentados junto a ellas. El resto de la galera está formada por hombres, los jóvenes al fondo, los más viejos en primera línea del televisor; los viejos visten jerséis y chaquetas oscuras de punto; los jóvenes parecen punkis, con el pelo teñido de colores vivos: rojo, naranja, azul. La excepción es un anciano de bigotes sentado mucho más atrás de lo que le tocaría por generación. Su camisa es blanca, como el bigote y el cabello que peina hacia atrás; mantiene sobre la mesa un pequeño bolso de mano ligado a la muñeca por su correa de cuero. Einstein con Mariconera. Algo ocurre de pronto en el televisor, la mitad menos anquilosada de la concurrencia salta de su asiento y de la suma hiriente de alaridos se descuelgan juramentos, golpes en las mesas y entrechoque de botellería. Pasado el climax, los más jóvenes reclaman bebidas en tono destemplado; la Dama de la Taberna, inmutable, sirve primero el cortado que le ha pedido P. «Perdone», le dice él, «¿encontraré alojamiento no demasiado caro para esta noche?» La mujer parece no haberlo oído y, con marcada lentitud, retira de la barra una botella de cerveza vacía. Los jóvenes siguen reclamando sus pedidos; la llaman «Susi» y la tutean pese a la abismal diferencia de edad. Ella, sin perder el aplomo, mira a P y señala hacia el exterior: «Siguiendo esta calle por la derecha verás el hostal, es el único que hay»; su voz es muy débil, casi inaudible.

P sale del bar después de tomar el café. En la terraza sigue el tipo de las botas militares bebiendo y mirando la lluvia. P le dice adiós y echa a andar de vuelta hacia la parada del autocar. El macizo campanario le queda ahora de frente tras la cortina de lluvia; el reloj tiene el cristal roto y marca una hora absurda, las tres casi en punto. Se hace visible el cartel luminoso del hostal más allá del límite de las farolas y el asfaltado de la calle. Justo delante, en la penumbra, se distingue un coche aparcado. Una sombra esbelta que parece salir del hostal se sube a él; enciende el motor y los faros, arranca con brusquedad produciendo ruido sobre la grava. Pasa junto a T a gran velocidad: es un Porsche negro, con capota de lona clara y llantas doradas.

Cuando T llega a la entrada del hostal suenan tres campanas desde la iglesia; la puerta del hostal al abrirse golpea una cuarta más aguda. En el interior, barra de bar a la izquierda, salita con butacas y televisor a la derecha. Dos ancianos en mangas de camisa siguen el partido. No se han vuelto hacia la puerta al oír la campanilla; el sonido del televisor está anulado; uno de ellos traza signos de sordomudo y el otro se lleva una mano a la cabeza y hace el gesto de chutar a puerta. Al fondo hay un comedor vacío, a oscuras; por allí llega una mujer de mediana edad, escuálida, cabello largo, lacio, muy negro. Morticia Adams en el Hostal. Mira a P de arriba abajo y dice buenas noches; fuerte acento local. P saluda y pregunta cuánto cuesta una habitación individual. Treinta euros con cama grande y baño. P pregunta si no hay nada más barato; la mujer intenta sonreír y niega con la cabeza. Silencio absoluto de fondo; P acepta lo que le ofrecen; la mujer saca el libro de registro que suena sobre el mostrador: plaf. Le pregunta el nombre a P. «Pedro Balmes», contesta él. La mujer también quiere ver su DNI; P lo entrega, ella lo examina por las dos caras y comprueba la foto en una mirada rápida. Se disculpa porque no hay personal para acompañarlo e indica a P el camino. De pronto los sordomudos se remueven audiblemente en sus butacas. En pantalla, un jugador patrio corre por el campo con la camiseta arremangada sobre la cabeza; de fondo, los espectadores se desgañitan en el silencio del televisor sin volumen.

P sube a la segunda planta por una caja de escalera iluminada por la luz de emergencia. Identifica el número 3 en un pasillo oscuro. Abre la puerta con el llavín que le han dado; busca a tientas el interruptor. La cama ocupa casi todo el espacio: flores grises y azules estampadas en la colcha de nailon; huele a humedad, hace más frío que en la calle. P abre el grifo lateral del radiador bajo la ventana; sube la persiana, abre los batientes. A contraluz de la luna nublada se ven casas con huerto trasero y, de fondo, el circo oscuro de montañas. Afuera huele mejor que en la habitación, a leña, y también a tierra mojada.

El interruptor del baño prende un fluorescente renqueante sobre el espejo. Espacio diminuto, sanitarios color rosa, alicatado marrón claro, cortina de ducha con almendros en flor. P abre el grifo del agua caliente y se oye una convulsión de tuberías. El chorro pierde medio caudal por las juntas; P tiende la mano y espera a ver si el agua se calienta. Se calienta. Vuelve al dormitorio, toca el radiador que también parece estar templándose; retira la colcha de la cama, se sienta sobre la manta con la bolsa de viaje al lado. La abre y extrae una lámina cuidadosamente enrollada:
Madonna ante un paisaje,
Giovanni Bellini, Pinacoteca de Breda. También extrae el neceser, en el que revuelve en busca de sus útiles de aseo. Nota al tacto algo que no espera, algo duro y cúbico. Un instante antes de recordar lo que es, lo saca y queda en su mano un pequeño estuche de joyería.
«Jewell Zoo
», dicen unas letras grabadas en la tapa de madera encerada.

P arroja el estuche al fondo del neceser y, mirando las paredes estucadas en blanco, se pregunta cuánto tiempo tendrá que quedarse allí.

EN EL MUNDO

En las dependencias del comisario, Rodero está a punto de escribir en la pizarra, pero duda y se vuelve hacia los reunidos en la mesa de juntas:

—Berganza, ¿cómo se llamaba la noruega?

Berganza no necesita consultar su libreta.

—Martha no sé cuántos, pero la llaman «Heidi».

Rodero apunta el nombre en la pizarra: «Heidi».

—Puede decirnos algo de ella, Berganza...

—Bueno... Es de trato bastante impertinente, se empeñó en hablarnos en inglés pese a que nos consta que habla español perfectamente. Debió de ser bastante atractiva de joven, le queda la arrogancia, ese aplomo de las mujeres acostumbradas a gustar a los hombres... Además está convencida de que es listísima y puede leer el pensamiento. Trabaja haciendo sustituciones como profesora de inglés en el valle, pero cuando necesita dinero ayuda en el bar de los soportales, friega platos, limpia cristales... Por lo visto hace buenas migas con la Susi, la dueña del bar...

—Bien... —interrumpe Rodero—, lo interesante para nosotros es que es la única habitante del pueblo suscrita a una publicación mensual que nos viene que ni pintada:
Qué Leer,
para el que no la conozca, una de las más conocidas revistas de novedades literarias —apunta el nombre de la revista en la pizarra—. De modo que, llegado el momento, bastará con intervenir un solo ejemplar de esa revista, el único que llega a San Juan del Horlá, para filtrar la información que nos interesa respecto a nuestro agente. ¿Tomamos nota?

Rodero ha dirigido la pregunta a T, y éste contesta releyendo sus apuntes:

—Heidi, noruega, impertinente, lee el pensamiento, da clases de inglés y limpia en el bar de los soportales; suscrita a
Qué Leer
...

EN EL INFIERNO

Por la mañana el silencio es absoluto en el hostal. P encuentra desayunando en el comedor a los dos ancianos sordos, acompañados ahora por las que parecen ser sus esposas, también sordomudas. Los cuatro mantienen una conversación fluida pero silenciosa, puntuada por los ruidos de la vajilla. No hay rastro de Morticia Adams, pero se ha dispuesto un pequeño
buffet
del que P se sirve café para acompañar el cigarrillo.

Sale a la calle hacia las ocho, cuando el reloj de la iglesia marca la una y veinte. De camino al bar de los soportales se cruza con un tractor. Conduce un treintañero. Cráneo rasurado sobre los temporales, cresta central de cabello muy rubio, apelmazado; camiseta listada en blanco y celeste, muy deformada por el uso continuado. Nexus 6, Unidad de Combate. Al paso mira detenidamente a P desde su altura en el asiento. P levanta las cejas y musita un saludo. El Nexus no responde, se aleja dando la espalda de la camiseta: «10, Maradona».

El segundo ser humano aparece un trecho más adelante. Es una mujer también muy rubia que limpia los cristales de la doble puerta del bar de los soportales. Al ver a P acercarse, detiene un momento la labor y desdobla y vuelve a doblar el paño. Figura delgada, vaqueros ajustados, polo ancho sobre pecho escaso, manos sarmentosas; no deja ver los ojos. P le da los buenos días y ella emite un gruñido grave. P entra en el bar sabiéndose observado a sus espaldas.

El local está oscuro al contraste con el exterior; ya no hay fuego en la chimenea; multitud de vasos y botellas vacíos cubren las mesas, como si el partido de la noche acabara de terminar. Sólo un cincuentón toma coñac en la barra agarrando la copa con su mano de uñas negras; mira a P un momento, no contesta audiblemente a su saludo; apura la copa, deja una moneda con un golpe seco y sale. La Dama de la Taberna friega vasos. A P le parece que «Susi» es un buen nombre para ella pese a la edad. Viste diferente que por la noche pero igual de cuidada, elegante al estilo urbano; no dice nada pero mira a P con un brillo de reconocimiento. P pide un cortado; ella tarda cinco segundos en reaccionar, después empieza a secarse las manos y se vuelve hacia la cafetera. «Encontré el hostal ayer, gracias». Pasan otros cinco segundos, la mujer se vuelve con el café en la mano y mira a P bajo los párpados caídos: «Era fácil», dice en voz baja. Sale despacio de la barra para recoger una mesa; vuelve cargada de vasos; se planta frente a P y lo mira muy fijo antes de hablarle:

—¿Tienes que quedarte muchos días por aquí?

—Pues no lo sé... Depende de si encuentro trabajo.

—Ah, buscas trabajo...

—Sí..., cualquier cosa que pueda hacer.

—Aquí no hay trabajo. Tienes que ir a las estaciones de esquí o a los pueblos del valle. Hay restaurantes, y tiendas...

—Ya he estado por allí y no necesitan a nadie hasta el verano. Tengo algo ahorrado, pero no puedo esperar tanto.

Pausa larga, debate callado, parpadeo lento.

—Aquí sólo hay un hostal y tres bares, no vienen turistas. Y tampoco hay tiendas, sólo el colmado y la carnicería.

—Me han dicho que también hay un matadero, en las afueras...

La mujer niega en cámara lenta con la cabeza y vuelve detrás del mostrador.

—No emplean a forasteros en el matadero. Hay una lista de espera sólo para gente de la comarca.

—¿Y en alguno de los bares?, a veces faltan camareros, o alguien para limpiar...

Pausa larguísima.

—Nadie te conoce. —La mujer baja la cabeza hacia el fregadero y P supone que ha dado por terminada la conversación. Ella sin embargo vuelve a levantarla lenta, muy lentamente, y ahora casi parece sonreír.

—Pero si te quedas unos días te conocerán enseguida. No vienen muchos forasteros por aquí.

P devuelve la hipotética sonrisa.

—Ya lo veo... Nadie me contesta al saludo.

Ella reflexiona unos segundos y vuelve a alzar la vista.

—No hagas caso. Desconfían de los recién llegados. A todos nos ha pasado igual.

—Bueno, eso es lo más parecido a una bienvenida que he oído hasta ahora, se lo agradezco.

Cuando P vuelve al exterior, el sol ilumina ya la parte media de las montañas, tan abalanzadas en círculo sobre las casas de pizarra oscura que el mero reflejo parece encender la calle. Enfrente destaca un risco alto, una testa cuadrada de piedra gris adelantada entre dos hombros más bajos. El Horlá, P lo ha visto antes en fotos. Está a punto de aspirar aire con fruición, pero aborta el gesto al encontrarse con la mirada de la rubia de los cristales, que ahora vuelve de la fuente con un cubo lleno. Esta vez sí enseña los ojos, muy claros, celestes, y también las profundas arrugas del rostro. P le dice adiós y echa a andar. Ella habla cuando él ya se ha alejado unos pasos.


Hey, you!
—voz cascada y sonora—.
What are you looking for 'round here?

P volviéndose desde donde está:

—Lo siento, no entiendo...


You understand perfectly right, don't fuck me.
Where are you from?

—Soy del país, no hablo inglés.

—¿Ah, no?, y por qué sabes que es inglés...

P sonriendo:

—Bueno, fui a la escuela de pequeño...

—Seguro que sí... —cabeza ladeada—. ¿Qué buscas aquí?

—Trabajo.

—Entonces puedes marcharte ya,
darling...
No hay trabajo para ti, tienes manos de señorito.

P se mira las uñas limpias y enrasadas y vuelve a sonreír.

—Es posible, pero también tengo buenos brazos...

—Oh, sí..., seguro que hiciste horas en el
gym
para crecer tus
muscles
de señorito. Mejor márchate ya —hace un gesto de desdén con la mano y se desentiende.

—Bueno, ha sido un placer hablar contigo... —dice P tras una pausa.

—Vete a la mierda ya, capullo —dice ella.

EN EL MUNDO

Rodero deja un momento el rotulador para seguir hablando, esta vez consultando el dosier encuadernado que tiene sobre la mesa.

—Bien, vamos con los tres tipos de los que les hablaba y que son de especial interés para nuestro agente... Primero, aunque no principal, tenemos a un tal Martín Gallardo Domínguez, el matarife —apunta el nombre en la pizarra, en la que queda ya muy poco espacio en blanco—. Es el único con antecedentes penales. Típico producto de familia desestructurada, mayor de tres hermanos, padre desconocido, sin formación académica... Reyertas, hurtos... Lo más grave que tiene es un delito de lesiones, en Cartuja de Caballeros, provincia de Almería. Por aquel entonces trabajaba en un matadero cercano; tuvo unas palabras con el guardia de la discoteca del pueblo, un orangután con ínfulas de karateka y también con antecedentes por lesiones. Según las actas, el orangután le mentó a la madre y nuestro amigo Gallardo le pinchó un muslo, lo inmovilizó en el suelo, y le ablandó el pabellón auricular izquierdo a navaja. Al orangután le pudieron coser la oreja en el hospital provincial, pero Gallardo cumplió seis meses a pesar de alegar defensa propia. Desde entonces nada, por lo visto se tranquilizó con la edad, o quizá es que nadie ha vuelto a mentarle la filiación. Está empadronado en San Juan del Horlá desde el 93, empezó en el matadero como empaquetador con recomendación de su antiguo jefe.

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