»Berganza, qué puede contarnos usted.
Berganza carraspea y consulta la libreta manuscrita que ahora abre sobre la copia de su propio informe.
—Pues... le llaman San Martín; allí arriba todo el mundo tiene mote... Fue al que interrogamos más exhaustivamente, estaba en el matadero cuando llegó la patrulla local, y nos resultó útil porque conocía bien las instalaciones. El comisario Pujol llegó a verlo, ¿no? —el comisario, sentado en la presidencia de la mesa de juntas, emite un gruñido afirmativo—... Está claro que sabe más de lo que nos dijo, pero es duro de pelar, mantuvo el aplomo. Desde luego su aspecto arredra, pero no es el típico pendenciero, y durante las dos semanas que anduvimos preguntando por ahí nos pareció evidente que en el pueblo se le tiene respeto. Creo que sería un buen punto de apoyo para la investigación si se consigue confraternizar con él.
—Comisario, ¿algo que añadir? —pregunta Rodero. El comisario despierta un poco más de su aburrimiento y niega con el gesto antes de hablar:
—No..., nada. No hice más que cruzarme con él.
—¿Seguimos tomando nota? —dice Rodero dirigiéndose a T.
T asiente.
—Bien, seguimos con el segundo: Henry Pascual Blanc —apunta el nuevo nombre en la pizarra, y después resigue con el dedo en el dosier que tiene sobre la mesa—, ciudadano francés, hijo de español, veterinario, 40 años, sin antecedentes. Se licenció en Tours, después trabajó como ayudante en una cadena de tiendas de animales,
Bon Chien,
en Tours y después en Rouen. De pronto en el 95 se marcha a Holanda, no sabemos con quién ni por qué. Allí se emplea en una granja industrial de cerdos, a 20 kilómetros de Amsterdam. Atención a esto —levanta la vista hacia los reunidos—; según ya sabemos, una buena parte de los cerdos que se matan en España vienen de Holanda, la mayoría lechones que se ceban y maduran aquí mismo. Y según también sabemos hay buenas razones para pensar que alguno de esos cerdos trae regalo... —Dirigiéndose a T—: Por cierto, si necesitas ampliar información al respecto he incluido en tu dosier un informe de Sanidad. —De nuevo a todos—: Bien, así que nuestro Henry veterinario puede ser una pieza clave, más considerando que fue contratado directamente en Amsterdam. Berganza, por favor, qué puede decirnos de él...
Berganza vuelve a consultar sus notas.
—Lo llaman «el francés», claro... Educado, amable, incluso refinado..., pinta de no haber roto un plato en la vida..., en cierto modo es la antítesis del matarife. Llegó al pueblo en el 99 y desde hace cosa de un año comparte piso con una muchacha del lugar: Luisa Giró Robles, están esperando un hijo. Se encarga de la eutanasia en el matadero, o sea, de que los cerdos estén relativamente cómodos y se mueran tal como le conviene a la dirección. Habla español bastante bien, se hace entender... Seguramente estará deseando relacionarse con alguien un poco más cultivado que el común de los vecinos, así que ahí tenemos la oportunidad para nuestro agente.
Rodero pide de nuevo opinión al comisario. El comisario, ya bastante despierto, hace gesto negativo, «No, a ese no llegué a verlo». Rodero prosigue:
—Muy bien, vamos entonces con el tercer sujeto a considerar —consulta su dosier antes de apuntar en la pizarra—: Camilo José Santiago Nogales, nacido en Valde morales, provincia de Castellón. Tenemos mucho rastro de éste. Hay indicios de actividades de prostitución homosexual desde los trece años: en cines de la provincia, en la playa... —pasa hojas en su dosier—. Se le detuvo varias veces con las manos en la masa, pero al ser menor y no interponer denuncias contra sus supuestos abusadores todo quedó en nada. Eran otros tiempos... Bien, a los quince años se traslada a Tenerife, al parecer bajo el patrocinio de un conocido pederasta que le da trabajo en su discoteca y le procura contactos con clientes de confianza. Tenemos noticia de esto gracias a un solo caso documentado, un tipo con antecedentes de malos tratos a prostitutas que presenta denuncia contra él por agresión con un peine de púas metálicas. El juez no la admite a trámite, no hay pruebas, ni testigos, ni nada aparte del informe del hospital y de que el tipo se presenta en comisaría con la cara como un plantel de patatas. Qué más... Al parecer nuestro jovencito se cansa de Tenerife, se despide de su mentor y lo encontramos dos meses después trabajando otra vez de camarero, en Bilches, entre el 83 y el 84, naturalmente en un bar de ambiente con el sugerente nombre de Lord Douglas. En marzo del 84 hay algo interesante: compra un Volkswagen Golf descapotable mediante un cheque al portador, el vehículo se inscribe a su nombre, pero el número de cuenta al que se carga el importe íntegro, impuestos, matriculación y seguro incluidos, pertenece a un tal Juan Aresti Montiel, precisamente propietario de una carnicería en San Juan del Horlá y vecino y natural de la localidad. El joven deja el empleo esa misma semana y tres meses después sabemos que se empadrona en San Juan, todo lo cual parece indicar que vuelve a moverse siguiendo a un protector. Sin embargo también parece que éste le dura más que los otros, porque durante dos años no se le conoce oficio ni beneficio documentado, hasta que en el 88 lo contratan en Uni-Pork como empaquetador, pasa después a la sala de corte y cinco años más tarde asciende a encargado...
»Berganza, qué nos cuenta usted.
—Bueno, lo obvio es que el tal Camilo José, alias «Rito», tiene una pluma visible a dos kilómetros, pero al principio no terminábamos de entender que compartiera piso con el carnicero, que por cierto parece un veterano de la lucha libre, no da el perfil gay prototípico ni de lejos. Sí es verdad que el carnicero va siempre a todas partes con el cura, un jovencito que trató de ligar con mi ayudante por el sencillo método de proponerle pasar un rato con él..., pero, para no liarnos, y centrándonos en el Rito, puedo decir que es abierto, simpático, muy presumido..., no creo que cueste mucho trabar amistad con él, sobre todo si uno es su tipo, y yo juraría que T es su tipo. A partir de él se pueden abrir varias puertas, está muy bien relacionado y además de hacer su turno en el matadero echa horas en el bar del Consorcio Ganadero. En resumen, yo diría que viene a ser el perejil de todas las salsas, muy interesante para nosotros.
Una pizarra de pie tiene escrito el menú del día ante un portal abierto:
Macarrones, Patatas Estofadas, Empedrado de Garbanzos; Pies de cerdo, Carrillada, Pollo con Champiñones.
P traspasa el portalón y una flecha pintada en la pared de piedra le indica subir las escaleras. Desde el primer rellano oye el sonsonete de un televisor. Hay una puerta acristalada de acceso presidida por un escudo con las iniciales «CG» sobre letras que fueron doradas. «Consorcio Ganadero», dice debajo. Barra larga enfrente y mesas a derecha e izquierda. Dos de ellas están ocupadas por ancianos solitarios y una tercera por dos hombres de edad desigual. Todos pendientes del noticiario en el televisor que cuelga del techo, apenas desvían la vista un momento para ver quién llega.
P se acerca a la barra desatendida y espera. Al poco sale de la cocina anexa una muchacha de veintitantos, cargada con platos en equilibrio a lo largo de los antebrazos. Jersey de lana roja, embarazo evidente, mejillas encendidas, ojos color violeta, cabello negro a lo
garçon.
Caperucita Roja de Seis Meses. Mira a P con sorpresa mal disimulada, dice «hola» y, al volver de servir los platos, se para sujetándose el vientre para añadir «dígame». P quiere saber si puede comer. La muchacha pregunta si le viene bien algo del menú. P contesta que sí: patatas estofadas y pollo. Ella indica que se siente donde quiera haciendo gesto hacia las mesas de la derecha. P pasa cerca de la ocupada por los dos hombres juntos de cara al televisor. El mayor es un sesentón robusto y sanguíneo que empuña la cuchara como si fuera una pala, minúscula en comparación con el antebrazo musculoso y velludo. El Ogro Comiendo Sopa. El menor es un veinteañero con las facciones aniñadas de un Leonardo Di Caprio; nervioso, frágil, menudo. El Sastrecillo Valiente. El primero quizá es el carnicero, da la talla de luchador, pero el otro no responde a la descripición del Rito, no tiene mucha pluma. Quizá el cura. P dice «buen provecho»; el sesentón emite un sonido ronco con la boca llena; el joven mira a P de arriba abajo y lo sigue con los ojos hasta que se acomoda en una mesa cercana. Inmediatamente le cuchichea algo al Ogro, hablándole al oído y depositando una mano sobre el antebrazo arremangado. El Ogro gruñe un desprecio, se desembaraza del contacto y se pasa la mano enrojecida de carnicero por el mentón brillante de sopa. En el televisor imagen nevada de una fila de cerdos hocicando en sus comederos. Palabras de un ganadero perjudicado por la peste porcina al que el subtítulo califica de «Afectado». Luego más cerdos, ahora amontonados, tiesas las patas al aire, empujados por una excavadora al fondo de una fosa encalada. El Sastrecillo Valiente lanza miradas de reojo a P y P finge embeberse aún más en la mala imagen de la pantalla. Sección deportes, rueda de prensa pinchada de la emisora estatal. «El fútbol es así, lo importante es que nos hemos traído los tres puntos...»
Van llegando platos a la mesa de P y también otros comensales que entran en el local. Primero un treintañero con el pelo decolorado, rellenito, ojos azules, Hansel sin Gretel, que se dirige hacia la mesa del Ogro y el Sastrecillo. Se sienta frente al joven, de espaldas al televisor, y le dice algo que de lejos suena con acento francés. Mientras se acomoda también echa una ojeada a P y dice «
Bon appétit
». P agradece levantando la mano y sonriendo. Sin duda es el veterinario.
Al poco se añade al grupo otro treintañero: cabello teñido de azul, tremenda cicatriz cruzándole la cara por encima de un párpado. El matarife, a éste lo ha visto P en la foto de la ficha policial. El Hansel sin Gretel francés lo recibe con alharaca y el de la cicatriz va a ocupar el cuarto asiento de la mesa. Recibe entonces la bronca del Ogro, estorbado en su visión de la pantalla. El de la cicatriz protesta, «Oye, carnicero de los cojones, a ver si no me voy a poder sentar donde me salga de la polla». Le da un manotazo en la espalda que suena a matamoscas sobre saco de arena y se retira hasta la mesa más cercana, casi anexa, que permite seguir la charla con Hansel y el Sastrecillo. Ya no callan más que para escuchar los platos que les canta Caperucita Encinta, «no sé para qué me molesto en escribir el menú en la pizarra». En algunos casos la conversación llega a los gritos, en especial del de la cicatriz increpando al Sastrecillo Valiente: «Cagüendiós, Curita de mierda: ¿vas a venir tú a explicarnos lo que pasa allí dentro...?». Por un momento los tres jóvenes miran hacia la mesa de P, que hurta los ojos.
No se repiten las voces hasta que saludan a un último individuo que entra en el local: cuarentón con pantalones de imitación cuero negro, ostentoso contoneo al andar, onda de pelo cayéndole sobre la frente, quizá exagera aún más los andares al reparar en la presencia de P en su mesa. «Cagüendiós, Rito, qué haces aquí a estas horas», dice el de la cicatriz, pero el recién llegado hace caso omiso, sólo se acerca a la mesa para decirle algo al Ogro en un aparte y enseguida sale del local sin olvidar echarle otra mirada a P.
Terminado el segundo plato, cuando Caperucita le trae una cuajada y un tarrito de miel, P le dice que el pollo en salsa estaba muy sabroso. A ella parecen encendérsele aún más los cachetes. «Sí, me sale bueno», dice un poco corrida, sin duda faltada de costumbre al elogio. P toma también café y fuma un cigarrillo. Cuando ya se enfunda la chaqueta tejana para marcharse, el Sastrecillo Valiente se descuelga de la conversación de su mesa y lo mira otra vez sin disimulos. Luego toma la Faria mediada que el Ogro ha dejado momentáneamente en el cenicero y le da una chupada de labios blandos, siempre mirando a P. El Ogro se da cuenta y le quita el puro sin contemplaciones, lo mira y remira como buscándole algún defecto por el mal uso y continúa fumándolo.
Rodero ha subrayado los tres nombres sobre la pizarra antes de volverse hacia la mesa de juntas.
—Bien, naturalmente, el interés de nuestro agente no se limita a estos tres tipos señalados, se trata de integrarse lo más estrechamente posible en el lugar.
»Berganza, al margen de lo dicho, ¿no podría usted hacernos un pequeño
dramatis personae
de los vecinos?, estoy seguro de que ha tenido usted oportunidad de tomar abundantes notas sobre ellos...
Berganza vuelve a intervenir, ahora menos pendiente de su libreta.
—Bueno, yo dividiría claramente a la población en dos grupos: uno mayoritario, formado por unas trescientas personas nacidas en el lugar, y otro de unos veinte forasteros que se han ido instalando allí a lo largo de los años. De los primeros hay poco que decir, las mujeres no suelen salir de casa, y los hombres, aunque más visibles, son retraídos, desconfiados y discretos hasta el autismo, si bien los más jóvenes tienden a relacionarse entre ellos de forma ruidosa en una especie de dialecto montañés. La excepción es el carnicero mencionado, que resulta algo brusco aunque bastante comunicativo a ratos, y también un joven conocido como Malacaín que actúa a modo de alborotador, pero sólo cuando se toma unas copas, el resto del tiempo anda con una camiseta de Maradona trajinando con su tractor y es tan tímido y huidizo como el resto de sus paisanos.
—Y en cuanto a los forasteros... —pregunta Rodero—, ¿cree que hay más posibilidades de confraternizar con alguno de ellos?
—Sí, desde luego, no tienen nada que ver con los otros... La primera impresión que causan es la de un muestrario de extravagancias arrumbadas allí porque no encajan en ninguna otra parte. Quizá el más normal es precisamente el veterinario francés... Pero sí, la verdad es que es fácil entablar conversación con la mayoría de ellos, a veces incluso no queda más remedio.
—¿Puede destacarnos a alguno?
—Bueno... Tenemos al llamado «Robocop», que suele pasarse el día bebiendo cerveza en la terraza del bar de los soportales, y según la patrulla local es el distribuidor oficial de cocaína... Tenemos también a la conocida como «la Pija del Pub», una ex publicitaria adicta a lo mismo que llegó al lugar buscando localizaciones para un anuncio y volvió cuando se quedó sin empleo y sin dinero para procurarse la dosis diaria en la ciudad...
—Esa podría interesarnos, ¿no? —dice Rodero.
—Seguramente... Trabaja como camarera en el Pub, y yo juraría que se gasta la paga en los suministros del Robocop... La verdad es que parece morirse de ganas de hablar con cualquiera que llegue de fuera. Además siente debilidad por los hombres apuestos, la verdad es que mi ayudante tuvo donde elegir...