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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (2 page)

BOOK: En las antípodas
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El problema era que no existía una explicación clara. Las señales del sismógrafo no se ajustaban al perfil de un terremoto o la explosión de una mina y además el estallido era 170 veces más fuerte que la explosión más potente de cualquier mina registrada en la zona. La sacudida fue parecida a la producida por la caída de un gran meteorito, pero el impacto habría abierto un cráter de centenares de metros de circunferencia, y no se encontró nada por el estilo. El resultado fue que los científicos dieron vueltas al incidente durante un día o dos, y luego lo archivaron como una curiosidad inexplicable, como una de aquellas cosas que probablemente suceden de vez en cuando.

Pero en 1995, Aum Shinrikyo obtuvo una súbita notoriedad soltando exorbitantes cantidades del gas nervioso sarin en el metro de Tokio, que mató a doce personas. En las investigaciones que provocó el suceso, se descubrió que entre las cuantiosas propiedades de Aum se contaba una extensión de desierto de 200.000 ha en Australia Occidental, muy cerca del lugar del misterioso suceso. Allí, las autoridades encontraron un laboratorio de una sofisticación y especialización insólitas, así como pruebas de que los miembros del culto habían estado extrayendo uranio. Por otra parte, se descubrió que Aum había reclutado a dos ingenieros nucleares de la antigua Unión Soviética. El objetivo declarado del grupo era la destrucción del mundo, y parecía que el suceso del desierto hubiera sido un ensayo para volar Tokio.

Ya veis por donde voy. Se trata de un país que pierde a su primer ministro, y tan extenso y vacío que una pandilla de entusiastas aficionados podría haber lanzado la primera bomba atómica no gubernamental del mundo en su territorio sin que se enterara nadie al cabo de cuatro años. Sin duda, se trata de un lugar que vale la pena conocer.

Y por eso, porque sabemos tan poco de él, no estaría de más contar cuatro cosas.

Australia es el sexto país más grande del mundo y la isla más extensa. Es la única isla que es al mismo tiempo un continente, y el único continente que también es un país. Fue el primer continente conquistado desde el mar, y el último. Es la única nación que empezó como una prisión.

Es el hogar del ser vivo más grande de la Tierra, la Gran Barrera Australiana, y del monolito mas famoso e impresionante, Ayers Rock (o Uluru, si utilizamos un nombre aborigen más respetuoso, y ahora oficial). Tiene más cosas que pueden matarte que ningún otro lugar. Las diez serpientes más venenosas del mundo son australianas. Estos cinco animales: la araña de tela de embudo, la medusa cofre, el pulpo de anillos azules, la garrapata paralizadora y el pez piedra son los más letales de su especie en el mundo. Es un país en que el gusano más peludo puede dejarte seco con su venenoso pinchazo, donde los moluscos no sólo pican sino que a veces te persiguen. Si recoges una inocua caracola de la playa de Queensland, como suelen hacer los incautos turistas, descubrirás que el animalito que hay dentro no es sólo sorprendentemente veloz e irritable, sino muy venenoso. Si no te pican ni muerden mortalmente de forma inesperada, se te puede zampar un tiburón o un cocodrilo, unas irresistibles corrientes te arrastrarán mar adentro o morirás implacablemente abrasado en el asfixiante
outback
. Es un lugar duro.

Y antiguo. Hace 60 millones de años, desde la formación de la Gran Cordillera Divisoria, que Australia guarda silencio geológicamente hablando, lo que le ha permitido conservar muchas de las cosas más atávicas descubiertas en la Tierra —las rocas y los fósiles más primitivos, las más tempranas huellas de animales y lechos de ríos, los primeros y apenas perceptibles signos de vida—. En un momento indeterminado de su remoto pasado —quizá hace 45.000 años, quizá 60.000, pero sin duda antes de que hubiera humanos modernos en las Américas o en Europa—, fue invadida pacíficamente por unas gentes profundamente inescrutables, los aborígenes, que no tienen un parentesco racial o lingüístico claro con sus vecinos de la región, y cuya presencia en Australia puede explicarse sólo postulando que fueron quienes inventaron el oficio de la navegación oceánica al menos treinta mil años antes que nadie emprendiera otro éxodo, y después olvidaran o abandonaran casi todo lo que habían aprendido, pues pocas veces volvieron a hacerse a la mar.

Es una gesta tan singular y extraordinaria, tan imposible de entender, que los libros de historia la ventilan en un par de párrafos, y pasan a la segunda invasión, más explicable: la que empieza con la llegada del capitán James Cook y su esforzada nave de la marina británica
Endeavour
a Botany Bay en 1770. No importa que el capitán Cook no descubriera Australia y que ni siquiera fuera capitán en el momento de su visita. Para casi todo el mundo, incluidos muchos australianos, es entonces cuando comienza la historia.

El mundo que esos primeros caballeros ingleses descubrieron estaba curiosamente invertido —las estaciones al revés, las constelaciones cabeza abajo— y no se parecía a nada de lo que habían visto antes, ni siquiera en latitudes cercanas del Pacifico. Sus seres vivos parecían haber evolucionado sin haberse leído el manual. El más característico de ellos no corría, trotaba o galopaba, sino que daba saltos, como bota una pelota. El continente hervía de una vida inverosímil. Había un pez que se encaramaba a los árboles; una zorra que volaba (no era sino un murciélago); crustáceos tan grandes que un hombre podía introducirse en su concha…

En resumen, no había otro lugar igual en el mundo y sigue sin haberlo. El 80 % de las plantas y animales de Australia no existe en ninguna otra parte. Y en una abundancia tal que parece incompatible con la dureza del territorio. Australia es el mas seco, llano, caluroso, árido, yermo y climáticamente agresivo de los continentes habitados. (Sólo la Antártida es más hostil a la vida.) Es un lugar tan inerte que incluso el suelo es, técnicamente hablando, fósil. Y sin embargo hierve de vida. Sólo en insectos, los científicos no tienen ni la más ligera idea si el número total de especies es de 100.000 o más del doble. Un tercio de estas especies continúa siendo desconocido para la ciencia. En el caso de las arañas, la proporción alcanza el 80 %.

He mencionado precisamente los insectos porque conozco una anécdota de un bichito llamado
Nothomyrmecia macrops
que ilustra perfectamente, aunque de forma indirecta, cuán excepcional es este país. Es un cuento un poco enmarañado pero bueno, sed indulgentes, por favor.

En 1931, en la península de Cape Arid de Australia Occidental, unos naturalistas aficionados indagaban entre la maleza cuando encontraron un insecto que no habían visto nunca. Se parecía vagamente a una hormiga, pero con un curioso color amarillo pálido y unos ojos raros, fijos, y palpablemente inquietos. Se recogieron algunos especímenes, se mandaron al despacho de un experto del Museo Nacional de Victoria en Melbourne, y éste los identificó sin duda como
Nothomyrmecia
. El descubrimiento causó una gran excitación porque, que se supiera, no había existido nada así en la Tierra desde hacía centenares de millones de años. El
Nothomyrmecia
era una protohormiga, una reliquia viva de una época en que las hormigas evolucionaban a partir de las avispas. En términos entomológicos, era tan extraordinario como que alguien hubiera encontrado una manada de triceratops pastando en alguna verde y remota estepa.

Se organizó una expedición inmediatamente, pero a pesar de una búsqueda escrupulosa nadie pudo encontrar la colonia de Cape Arid. Posteriores búsquedas acabaron igualmente con las manos vacías. Casi medio siglo después, cuando se corrió la voz de que un equipo de científicos americanos planeaba una búsqueda de la hormiga, seguramente con una tecnología que haría parecer aficionados y mal organizados a los australianos, científicos del gobierno de Canberra decidieron hacer un último intento por encontrar las hormigas. Así que un equipo se dirigió a explorar el país.

En el segundo día de viaje, mientras cruzaban el desierto del sur de Australia, uno de sus vehículos empezó a echar humo y chispas y se vieron forzados a hacer un alto para pernoctar en un lugar del camino llamado Poochera. Durante la noche, uno de los científicos, llamado Bob Taylor, salió a tomar el aire e iluminó el terreno circundante con su linterna. Podéis imaginaros su estupefacción cuando descubrió, subiendo por el tronco de un eucalipto cercano al campamento, una próspera colonia de nada mas y nada menos que
Nothomyrmecia
.

Pensemos en las probabilidades. Taylor y sus colegas estaban a unos mil doscientos kilómetros del lugar donde pretendían iniciar la búsqueda. En los casi 8.000.000 km
2
de extensión vacía que es Australia, uno de los pocos grupos de personas capaces de identificar aquel insecto, uno de los más raros y buscados de la Tierra, acababa de encontrarlo —un insecto que sólo se había visto una vez, casi medio siglo antes— y todo porque una furgoneta había tenido una avería en ese sitio. Por cierto, el
Nothomyrmecia
nunca se ha vuelto a encontrar en su lugar original.

Seguro que veis por donde voy. Éste es un país que está al mismo tiempo asombrosamente vacío y sin embargo repleto de cosas interesantes, atávicas, cosas que no son fáciles de explicar. Cosas que todavía están por descubrir.

Creedme, es un lugar muy interesante.

II

Cada vez que uno va en avión de Norteamérica a Australia, y sin que nadie te pregunte si te parece bien, te roban un día al cruzar la línea de cambio de fecha internacional. Salí de Los Ángeles el 3 de enero y llegué a Sydney catorce horas después, el 5 de enero. Yo no viví el 4 de enero. Ni siquiera un poco. Adónde fue a parar, no sabría decirlo. Lo único que sé es que durante un período de veinticuatro horas, por lo visto no existí.

Me pareció muy misterioso, por decirlo de algún modo. Quiero decir que si, mirando el billete, uno encontrara una advertencia que dijera: «Se avisa a los pasajeros de que en algunos trayectos puede producirse la pérdida de existencia» (que es sin duda como lo formularían, como si ocurriera de vez en cuando) seguramente te levantarías a indagar, agarrarías a alguien del brazo y le dirías: «Usted perdone…». Todo hay que decirlo, se obtiene un cierto consuelo metafísico en saber que puedes dejar de tener forma material sin que te duela, y además, para ser justos, te devuelven el día en el viaje de vuelta cuando cruzas la línea de cambio de fecha en dirección contraria y consigues llegar a Los Ángeles antes de salir de Sydney, lo que, francamente, es un truco todavía más logrado.

No sé si llego a comprender el principio del asunto. Entiendo que tiene que haber una línea teórica en que un día termine y empiece el siguiente y que cuando cruzas esa línea temporal es normal que sucedan cosas raras. Pero eso no quita que en un viaje entre América y Australia experimentes algo que, en otras circunstancias, sería totalmente imposible. Por mucho que te prepares y concentres, vigiles tu dieta, y por mucho ejercicio que hagas, nunca estarás tan en forma que dejes de ocupar un espacio durante veinticuatro horas o que seas capaz de llegar a una habitación antes de haber salido de otra.

A lo mejor por eso, llegar a Australia conlleva una cierta sensación de hazaña, y es un placer y una satisfacción dejar la terminal del aeropuerto y entrar en la deslumbrante claridad de las antípodas, dándote cuenta de que tus átomos, hace un momento perdidos y en paradero desconocido, se han vuelto a ensamblar de una forma más o menos normal (descontando algunas células grises que se quedaron mirando la película de Bruce Willis). En esas circunstancias, es un placer encontrarte en cualquier lugar, y que ese lugar sea Australia es un aliciente adicional.

Dejadme decir de entrada que me encanta Australia —me gusta muchísimo— y en cada ocasión que la visito me entusiasmo tanto como la primera vez. Uno de los efectos de prestar tan poca atención a Australia es que sea siempre una sorpresa tan agradable descubrir que sigue allí. Nuestros instintos culturales y nuestras experiencias anteriores nos dicen que cuando se viaja tan lejos se debería encontrar, por lo menos, gente a camello. Debería haber signos irreconocibles en los anuncios, y hombres cetrinos envueltos en túnicas bebiendo café en copas del tamaño de un dedal y fumando en narguile, y autobuses desvencijados y baches en las carreteras y la posibilidad de contraer enfermedades al tocar cualquier cosa; pero no es así en absoluto. Es todo cómodo, limpio y familiar. Dejando a un lado la tendencia entre los hombres de cierta edad a llevar calcetines hasta la rodilla y pantalón corto, esta gente es como tú y como yo. Es algo maravilloso. Produce una sensación de euforia. Por eso me encanta ir a Australia.

También hay otras razones, naturalmente, y es un placer dejar constancia de ellas. La gente es inmensamente simpática —alegre, extravertida, ingeniosa y atenta—. Sus ciudades son seguras y limpias y casi siempre están cerca del agua. Se trata de una sociedad próspera, bien ordenada e instintivamente igualitaria. La comida es excelente. La cerveza, fría. El sol brilla casi siempre. Hay café en cada rincón. Rupert Murdoch
[*]
ya no vive allí. La vida no puede ser mejor.

Éste era mi quinto viaje y en esta ocasión, por primera vez, iba a ver la auténtica Australia: el enorme y abrasador centro desértico, el vacío ilimitado que se extiende entre las costas. Nunca he entendido muy bien por qué cuando la gente te anima a conocer el país «auténtico» te manda a las zonas desoladas donde nadie que estuviera cuerdo querría vivir, pero así es. No puedes decir que hayas estado en Australia hasta que no has cruzado el
outback
.

Lo mejor de todo es que iba a hacerlo de la forma más ostentosa posible: en el legendario ferrocarril Indian Pacific que va de Sydney a Perth. El Indian Pacific cruza la tercera parte inferior del país a lo largo de 4.400 km agradablemente tortuosos por los estados de Nueva Gales del Sur, Australia Meridional y Australia Occidental, y es el rey de los trenes del hemisferio sur. Desde Sydney asciende suavemente a través de las Blue Mountains, avanza renqueando por las interminables extensiones de pastos de ovejas, sigue el río Darling hasta el Murray y éste hasta Adelaida, finalmente cruza la impresionante llanura de Nullarbor hasta los campos auríferos que rodean Kalgoorlie, y llega suspirando a un merecido descanso en la lejana Perth. El Nullarbor, una extensión casi inconcebible de feroz desierto, era algo que deseaba ver especialmente.

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