En Silencio (51 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Además de Fuchs, había un tercer hombre al que Lavallier no conocía. Era un tipo robusto, con la cara roja, el pelo corto y rubio, y un bigote. Lavallier pensó que tendría unos cincuenta y pocos.

—Permítame presentarle a Martin Mahder —dijo Fuchs, después de haber intercambiado los breves saludos.

—Mucho gusto.

—Es jefe del Departamento de Construcción de Fachadas y Electrónica, y es el jefe directo de O'Dea.

—Hola —dijo Mahder.

Lavallier acercó una silla y tomó asiento en la cabecera de la mesa. En ese mismo momento se abrió la puerta y entró Fichtner, el segundo jefe de Personal, un hombre bajito, gordo y distraído al que todos conocían y que ahora llevaba la frente perlada de sudor.

Estaban todos. Lavallier esperó a que se acallara el cuchicheo del saludo general.

—Les agradezco a todos que hayan encontrado tan rápidamente el tiempo para venir aquí. —Miró a todos por orden, de uno en uno—. Posiblemente podremos archivar todo este asunto en el transcurso de las próximas horas, pero en este momento hay algunos indicios que nos preocupan y a los que es preciso dar seguimiento.

—¿Qué tenemos? —bromeó Fuchs—. ¿Señales extraterrestres?

—Tenemos a O'Dea —dijo Fichtner—. O mejor dicho, ya no lo tenemos, según he oído decir.

—¿O'Dea?

—No nos torture con el suspense, Eric —dijo Brauer.

—Intentaré ser breve. —Lavallier explicó a grandes rasgos el asunto. Dejó fuera los detalles. Sólo reveló que se había descubierto que O'Dea tenía doble personalidad, que había desaparecido desde la noche anterior y que el irlandés era sospechoso de estar envuelto en un secuestro. Lavallier tampoco mencionó el SMS enviado por el también desaparecido editor.

Luego añadió que no se podía descartar que todo ello tuviera consecuencias para la cumbre.

Silencio embarazoso.

—Ésa es la situación por ahora —añadió Lavallier—. Yo, por supuesto, no puedo afirmar que O'Dea no vaya a aparecer otra vez. Por el momento nos queda tomar nota de su desaparición y buscarlo. —Hizo una pausa—. Para luego, con toda probabilidad (o mejor dicho, con absoluta seguridad), arrestarlo.

—Menuda mierda —masculló Brauer.

—Un secuestro. —Fuchs se rascó la frente—. ¿Tiene eso que ver obligatoriamente con nuestros aterrizajes?

—No —dijo Lavallier—, pero podría tenerlo.

—Da asco —resolló Brauer—. Si la prensa se entera de algo, acabarán con nosotros.

—No tenemos por qué decirles nada —opinó Fichtner.

—¿Cómo? ¡Pero si se lo decimos todo! Toda la porquería se filtra a la opinión pública. ¿Y ellos qué hacen con eso? Debates sobre la prohibición de los vuelos nocturnos. Estamos construyendo el aeropuerto más moderno de Europa, pero ellos prefieren dar voz a cualquier jubilado decrépito al que no le gusten nuestras obras. Convertirán esta historia en un tribunal.

—Un momento —dijo Lavallier rápidamente—. En primer lugar, no le contaremos nada de esto a nadie. Nadie en esta habitación lo hará.

—Está claro.

—Sí.

—¿Y quién es O'Dea entonces, si no es quien es? —preguntó Mahder, que parecía confuso.

Lavallier lo miró.

—¿Les dice algo el nombre de Paddy Clohessy?

—No.

—Por lo que parece, ése es su verdadero nombre. No podemos decirlo con absoluta seguridad, pero en cualquier caso no parece llamarse O'Dea.

Fichtner frunció el ceño. Abrió una libreta que había traído y comenzó a hojearla.

—Veamos cuándo comenzó a trabajar ese chico.

—No es necesario —dijo Mahder—. Puedo decirles cuándo.

Fue asignado a mi empresa y comenzó su labor aquí el 25 de enero de este año.

—Es decir, hace seis meses —dijo Lavallier con tono meditabundo.

—Aquí está. —Fichtner se levantó y se acercó a la ventana con el expediente en la mano—. O'Dea, Ryan, nacido en Limerick, Irlanda. Técnico especializado en electrónica y sistemas de comunicaciones en el aeropuerto de Colonia-Bonn, asignado al servicio de reparación de fachadas e instalaciones, patatín, patatán, etcétera… Graduado de electrotécnica, su primer trabajo fue en el aeropuerto de Shannon. ¿Por qué contratamos a irlandeses? ¿No tenemos buenos técnicos en Alemania?

—Elaboraron un presupuesto y dieron vía libre —dijo Mahder—. Yo únicamente hice la propuesta.

—Me da igual. Luego estuvo mucho tiempo trabajando en Inglaterra, en la empresa Rover, saneamiento y reparación de naves. Traslado a Suiza, diversos empleos en el sector de la mediana empresa; por último estuvo trabajando en una firma de tecnología en Berna. Luego trabajó como autónomo en Hamburgo. Eso.

Fichtner se volvió hacia los presentes, cerró el expediente y se lo entregó a Lavallier.

—Sólo buenas referencias. Sus papeles están en regla. Tampoco nos llegó ninguna mala noticia de Dusseldorf. Un tipo poco espectacular, ese O'Dea. ¿Y se supone que ese hombre ha secuestrado a alguien?

Lavallier hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Olvídense del secuestro. ¿Quién tuvo más trato directo con él en los últimos tiempos?

Mahder levantó la mano.

—¿Y? —preguntó Lavallier.

—Es de fiar. —El jefe de departamento miró a Fuchs en busca de ayuda, pero éste le mostró las palmas de las manos para indicarle que era mejor que no le preguntara nada—. No puedo decir mucho sobre él, era un poco introvertido. Un buen hombre. No era desagradable, pero un poco parco de palabras.

—¿Amigos, conocidos?

—No que yo supiera.

—¿Buen colega?

—Sí, eso sí. Bastante.

—¿Alguna vez habló sobre su pasado, sobre su país de origen?

El jefe de departamento negó con la cabeza.

—Yo le pedí algunas sugerencias. Y hace poco, precisamente. Siempre he soñado con viajar a Irlanda, pero a él no pareció gustarle el tema. Cuando empecé a preguntarle por el norte, si podía uno llegarse hasta allí sin peligro, etc., lo dejé de inmediato. No le gustó. No le gustaba hablar de eso.

.—¿Es posible que tuviera miedo a hablar de eso? —preguntó Lavallier al azar.

Mahder reflexionó.

—Sí —dijo lentamente—. Tal vez. No lo sé.

Lavallier echó un vistazo al expediente.

—¿Quién fue, en realidad, el que decidió en última instancia que O'Dea fuera contratado? ¿Fue usted? —le preguntó a Fuchs.

—Vamos, Lavallier, usted sabe cómo funciona esto —dijo Fuchs, encogiéndose de hombros—. Tenemos un montón de gente. Yo administro los presupuestos. Si Mahder o alguien en su posición me dice que tiene necesidad de personal, se abre una convocatoria. Es el procedimiento habitual. Verificamos lo que nos llega, pero al final los jefes de departamento tienen que contentarse con lo que hay. Si Mahder dice que quiere a O'Dea, pues tiene a O'Dea.

—Pero O'Dea no apareció respondiendo a un anuncio —dijo Fichtner, refunfuñando—. Solicitó la plaza.

Lavallier frunció el ceño.

—¿Quiere eso decir que, en su caso, se saltaron la convocatoria?

—En su caso sí.

—Yo pensaba…

—Hay algunas excepciones. A principios de año teníamos muchas solicitudes, de modo que contratamos a alguna gente sin anunciar los empleos en los periódicos. Eso pasa en cualquier gran empresa.

—A mí me pareció ser la persona adecuada —dijo Mahder, a modo de disculpa. El asunto, obviamente, le resultaba un poco embarazoso—. Cómo iba a sospechar yo…

—De acuerdo —dijo Lavallier, alzando las manos en un gesto apaciguador—. Yo sólo quiero asegurarme. Eso quiere decir entonces que (digámoslo así), la ratificación de su decisión se debió a que era factible desde el punto de vista del presupuesto y a la circunstancia de que no existía ninguna objeción seria contra él. ¿Es correcto?

—Si usted lo prefiere así —dijo Fichtner, enfadado.

—¿Y la SE? ¿Alguna experiencia con O'Dea?

—No que yo sepa. —Brauer se atusó las puntas de su bigote—. Nunca llamó la atención, nunca se le vio por donde no debía; nada.

Lavallier asintió. Cualquier persona de servicio en los estacionamientos del aeropuerto tenía que portar una identificación, en un lugar visible o, por lo menos, en el bolsillo. Antes de que alguien recibiera una credencial así, se iniciaba un proceso especial de verificación. Pero aun así, no todos los técnicos podían andar merodeando por cualquier parte. Las credenciales de cada técnico lucían unos puntos, y cada punto autorizaba a moverse por una zona. En seguida se veía quién se encontraba en una sección para la que no estaba autorizado, algo que, por lo visto, O'Dea había evitado hacer. Lavallier sabía que el SE atendía a su responsabilidad como un sabueso. Si Brauer lo decía, O'Dea había permanecido obedientemente en su territorio.

—Muy bien —dijo y miró a los presentes—. O no. ¿Quién puede proporcionarme una planificación detallada de todos los trabajos en los que O'Dea haya participado?

—La tendrá —se apresuró a decir Mahder—. Terminal 2, allí estaba él, eso puedo decírselo ya. También estuvo en la Terminal Oeste, en el despacho de correo aéreo, los hangares, sobre todo en el hangar uno. Puedo hacerle llegar la lista de inmediato.

—Gracias. Y otra cosa: ¿con quién trabajaba O'Dea preferiblemente?

—Los grupos no son fijos. Eso quiere decir que… —Mahder frunció el ceño—. Espere un momento. Pecek. Empezó casi al mismo tiempo que él.

—¿Pecek?

—Josef Pecek. Técnico de fachadas, como O'Dea. Realizaron un par de labores juntos. Lavallier apuntó el nombre.

—Dígale que venga aquí. Quiero su expediente, todo. Quiero saber, además, con qué otros empleados trabajó O'Dea y quién contrató a quién y cuándo. El SE haría bien en hacer una verificación detallada, en colaboración con el Departamento Técnico, de todas las labores realizadas por O'Dea. Eso quiere decir que, en el transcurso de la siguiente hora, tenemos que conocer cada tornillo y cada alambre que O'Dea haya tocado o instalado en cualquier parte en estos últimos seis meses. —Lavallier se puso de pie—. Muy bien, señores. Ya les he puesto al corriente. Sé que puedo ahorrarme repetirles la indicación de que sean absolutamente discretos. —Dedicó a los presentes una sonrisa de ánimo—. Esperemos que el transcurso de este día no se vea empañado por esta historia.

Brauer lo miró lleno de preocupación.

—Lo que puede salir mal, sale mal —dijo—. ¿Ha informado ya a la Gerencia?

—Todavía no. Quiero esperar los próximos acontecimientos.

—Muy sensato.

—Si va a ordenar evacuar el aeropuerto, me gustaría ser el primero en saberlo —se inmiscuyó Fuchs—. Detesto las prisas.

Lavallier sonrió con ironía.

En su fuero interno, sin embargo, no tenía ningunas ganas de reírse.

A eso de las once, cuando regresó al edificio de una sola planta de la comisaría, O'Connor y Wagner aún no habían llegado. Lavallier confió en que le hubieran obedecido y estuvieran desayunando aún. En el caso de O'Connor, no estaba seguro de cuáles serían las sorpresas que todavía podía depararle un hombre que, por pura arrogancia, había transformado un coloquio en una estampida y conseguido que algunos políticos hicieran el payaso en público.

Ya habían llegado Bar y su gente, habían monopolizado dos oficinas y competían a ver cuál de ellos telefoneaba más. Lavallier esperó a que Bar colgara y se sentó frente a él.

—¿Algo nuevo? —le preguntó.

Bar apagó en su cenicero un cigarrillo fumado hasta el filtro y se apoyó hacia atrás en la silla.

—Hemos encontrado el coche.

—¿El dos caballos?

—Adivina dónde.

Lavallier no necesitó meditarlo mucho tiempo.

—En la Rolandstrafie.

—Aparcado correctamente y cerrado con llave. A algo más de cien metros de la casa de O'Dea.

—¿Y O'Dea?

—El equipo de huellas está trabajando ahora mismo en su piso, pero podemos decir que a O'Dea se lo ha tragado la tierra.

—¿Quieres decir que se ha ocultado?

Bar bebió un sorbo de café. Encendió otro cigarrillo y le ofreció el paquete a Lavallier.

—Todavía no —dijo Lavallier—. Hace cuarenta y dos años que no fumo.

—Es cierto. Siempre lo olvido. Pues sí, hay algunos indicios de eso. Parece como si hubiese dejado el piso con mucha prisa, pero con tiempo para meter algunas cosas en la maleta. Los armarios abiertos de par en par, los cajones fuera de su sitio, apenas hay objetos personales. ¿Puedes sacar alguna conclusión de eso?

Lavallier reflexionó. O'Dea se enteró ayer al mediodía de que O'Connor lo había reconocido —dijo casi para sus adentros—. Al anochecer se encontraron, y esa misma noche O'Dea desaparece. A O'Connor le dijo que había tenido que cambiar la identidad porque tenía algunos problemas con el IRA.

—De modo que en este momento, O'Connor es la persona que más sabe.

—Según lo veas. A O'Connor le gusta oírse. Creo que no sabe más que lo que el propio Clohessy le contó.

—Si la historia es cierta —opinó Bar—, el asunto no tiene por qué estar relacionado con nuestra cumbre. Supongamos que Clohessy fue realmente un miembro del IRA. Tuvo problemas, como tú dices; en ese caso, es natural que tenga que ocultarse. El que caiga en desgracia con los republicanos irlandeses hace bien en ir cavando su propia tumba. Entonces hace saltar algo y se transforma en Ryan O'Dea, un hombre con un curriculum impecable que logra obtener un empleo en un aeropuerto alemán. —¿Por qué lo hace?

—Porque quiere vivir en paz —propuso Bar.

—De acuerdo. Sigue.

—¿Que siga? —Bar hinchó los carrillos—. Bueno, de pronto O'Connor aparece ante él. Su nueva identidad ha sido descubierta. Siente miedo y se larga.

Lavallier guardó silencio. No sonaba mal. Pero, por desgracia, tampoco sonaba del todo bien.

—O'Dea y O'Connor son compañeros de estudios y fueron amigos —dijo con tono reflexivo—. A lo largo de los años se han ido distanciando, pero jamás tuvieron un disgusto. Ahora imagínate que eres Clohessy. Tu cambio de personalidad ha salido bien, has burlado al IRA y te has establecido en Colonia. ¡Un día se te cruza en el camino un antiguo amigo y te reconoce! Claro que te asustas, te desagrada, pero ¿te marcharías por eso? ¿Renunciarías a tu nueva piel, tan arduamente conseguida? ¿No bastaría con decirle la verdad a O'Connor y pedirle, en honor a la vieja amistad, que mantenga la boca cerrada?

—Algo que, por cierto, hizo.

—Precisamente. Por eso no existen motivos para desaparecer.

Bar reflexionó.

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