En Silencio (52 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—Sí que los hay —dijo—. Dos motivos incluso.

Lavallier lo miró con expresión interrogadora.

—En primer lugar —explicó Bar—, Clohessy no puede saber todo lo que O'Connor ha contado acerca de su descubrimiento. Su silencio no vale nada, por mucho que lo prometa por lo más sagrado. En segundo lugar…

—¿Sí?

—… Clohessy podría tener miedo de O'Connor.

—¿Por qué habría de tenerlo?

Bar se encogió de hombros.

—Tal vez O'Connor no sea ese tío amable que parece. Y posiblemente, Clohessy, o O'Dea, la verdad es que no tengo ni idea de cómo debemos llamarlo a partir de ahora, vea en ello un motivo legítimo para suponer que O'Connor lo denunciara.

—¿Y Kuhn?

—Es el segundo que le sigue la pista a Clohessy. Quizá O'Connor se ha valido de él para sus propios fines. El mismo caso de la mujer. Mira, Clohessy tenía razón. O'Connor lo vigila, el editor merodea por su piso. De modo que hace desaparecer a Kuhn y luego desaparece él mismo.

Lavallier dejó reposar la teoría de Bar. Era tentador creer en ella. Sacaba a la cumbre del punto de mira.

—¿No habéis encontrado por casualidad el coche de O'Dea? —preguntó.

Bar negó con la cabeza.

—Estamos trabajando en ello. Pero si me preguntas, te diré que no vamos a encontrarlo. No si O'Dea ha emprendido la huida. —Hizo una pausa—. Probablemente, Kuhn esté haciéndole compañía.

Lavallier se frotó los ojos. ¡Qué día!

—¿Qué propones?

—Informa de tu investigación —dijo Bar—. El coche de O'Dea. El propio O'Dea y un hombre que coincida con la descripción de Kuhn. Amplía las pesquisas a Holanda, Bélgica, Suiza, etcétera.

—Bien. Ahora deja lo que estés haciendo y verifica a un tal Josef Pecek. Trabaja aquí como técnico, es colega de Clohessy.

Bar cogió su cigarrillo con la mano izquierda y el teléfono con la derecha.

WAGNER

Cuando abrió los ojos a las once y cuarto, sus dolores de cabeza habían disminuido. Su lengua, sin embargo, estaba tan seca que le costó separarla del paladar.

—Buenos días —dijo O'Connor en alguna parte detrás de ella.

Kika se apartó el pelo del rostro y parpadeó. Tenía delante una taza medio llena de café.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—No mucho. Una media hora. Pedimos el desayuno, y mientras tanto caíste sobre mi pecho. Lo que en principio me pareció muy bien.

—Dios mío —gimió ella—. Esa última noche. ¿De quién fue la idea de llevarnos esa botella a la habitación?

—Tuya —respondió O'Connor.

—¿En serio?

—Creo que consideras como algo inevitable del protocolo beber alcohol en mi compañía, y no soy yo quien te va a culpar por eso. ¿Te apetece un café recién hecho?

Wagner se sentó y bostezó. Estaban sentados en el comedor del hotel Holiday Inn. Aparte de un hombre ya entrado en años, sentado unas mesas más allá, parecían ser los únicos clientes. Un camarero caminaba sin hacer ruido sobre el suelo enmoquetado. No les prestaba ninguna atención.

¡Kuhn!

¡Cómo había podido dormirse! ¡Hubiese sido mejor ponerse a reflexionar!

—Olvida el café —dijo ella—. Tenemos que ir a la comisaría.

—¿Qué vas a hacer allí? Si no recuerdo mal, Lavallier dijo que vendría a buscarnos. Piensa mejor en qué fue esa cosa rara que Kuhn te dijo.

—No… No lo recuerdo. —Claro que no podía recordarlo. Se había pasado el tiempo durmiendo. Una terrible mala conciencia se iba apoderando de ella—. ¿Y tú? ¿Has recordado algo?

—¿Respecto al SMS? —preguntó O'Connor, al tiempo que negaba con la cabeza—. Ese día llegará.

—Si es que todavía estamos a tiempo —dijo ella, desanimada. En ese mismo instante le vinieron a la mente algunos fragmentos de la conversación con Kuhn. Intentó retenerlos y evocar otros recuerdos. Los fragmentos se fueron alineando uno al lado del otro. De repente sabía que hacia el final de la conversación, el editor le había dicho algo curioso. Algo que no tenía mucho sentido.

O'Connor la observaba de perfil.

—¿Has logrado…?

Ella le cortó la frase con un gesto de la mano.

¡Eso era!

—Tenemos que ir al otro lado —dijo Kika y volvió la cara hacia él—. ¡Ya lo recuerdo!

—¿Y?

Los ojos se le llenaron de lágrimas. O'Connor se dio cuenta de lo que estaba pasando y la rodeó con los brazos. Wagner temblaba. Se apretaba contra él y se preguntaba por qué a aquella noche tan maravillosa tenía que sucederle una mañana tan horrible.

—Liam.

—Hum.

—Tengo miedo.

O'Connor la apretó más contra él.

—Eso está bien —le dijo—. No sabes cuánto te envidio.

EMPRESA DE TRANSPORTE

—Entonces te secuestraron —dijo la mujer con demasiada tranquilidad.

Kuhn la miró sin entender.

Ella parecía estar escuchando una voz interior.

Entonces tomó impulso con la mano y le pegó una bofetada con el reverso. El editor soltó un grito de dolor y tiró de las esposas.

—¿Qué te has callado?

—No me he callado nada. ¡Se lo juro!

Un segundo golpe le acertó en el tabique de la nariz. Manó sangre. Kuhn se agachó e intentó salvarse al otro lado del tubo. Ella le siguió los pasos.

—¡Pensé que querías vivir! ¡Idiota! ¿Quieres vivir?

—¡Sí!

—¿Por qué O'Connor y Wagner han denunciado tu desaparición?

—No lo sé. íbamos a…

El puño de Jana se clavó en su barriga, y Kuhn cayó al suelo de rodillas, emitiendo un sonido parecido a unas gárgaras. Parecía como si el estómago se le quisiera salir por la boca, pero en él no había nada, sólo una acidez que de pronto se disparó hacia arriba, por su esófago. Sentía que se asfixiaba; luego tosió y sus ideas empezaron a agolparse en la cabeza.

Por un momento se sintió tentado a contarle lo del SMS.

Pero, en ese caso, ella lo mataría. ¿Qué otra cosa podía hacer si sospechaba que el cuento del imprevisto viaje de la editorial había sido descubierto?

—¿Por qué?

Kuhn intentaba tomar aire. Nunca antes había sido tan humillado ni vejado. De repente sintió que la rabia se fundía con su miedo, un odio ardiente a esa cerda bajita que se atribuía el derecho de decidir sobre su vida. Kuhn levantó la cabeza y la miró.

—íbamos a llamar a O'Connor —le dijo con vehemencia—. ¿Acaso eso no formaba parte de su grandioso plan? ¿Por qué le asombra que se preocupen? ¿Eh? Le dije a Kika que podrían localizarme durante todo el día, y que yo la llamaría; por lo tanto, ¡deje de pagarla conmigo! Hace rato que debía de haber llamado; si lo hubiera hecho, a nadie se le hubiese ocurrido la idea de que he sido secuestrado. La culpa es suya, ¿me oye? ¡Únicamente suya!

Kuhn se detuvo. Perplejo, comprobó el efecto que sus palabras ejercían sobre la mujer. Un miedo incomparable arrastraba consigo la ira. Ella lo castigaría. Le haría pagar el haberle hablado de ese modo.

—Lo siento mucho —dijo Kuhn, balbuceante—. Yo… yo no quería…

La mujer lo observaba. No hizo ademán alguno de querer pegarle otra vez.

—Sí, tienes razón —dijo Jana, para asombro del editor—. Debí dejarte llamar.

Kuhn bombeó un poco de aire dentro de sus pulmones. Después del puñetazo en el estómago, todavía no se sentía en condiciones de levantarse.

—Podría llamar ahora —dijo con voz jadeante.

—No —dijo ella, haciendo un gesto negativo—. He dispuesto las cosas de otro modo. Que te busquen. Eso no cambia nada.

—Pero podría ser importante. Quiero decir…

—Seguirán otra pista distinta que les hemos preparado. En caso de duda, tú encajas muy bien en el papel de víctima de un secuestro.

—Jana hizo una pausa—. O como cadáver.

Kuhn tragó en seco y con dificultad y luego se incorporó.

—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó secamente. Ello lo miró y se encogió de hombros.

—Yo no quiero matarte.

Por el modo en que lo decía, a Kuhn no le cabía ninguna duda de que lo decía en serio. Se apoyó contra la pared, respirando con dificultad, y, con la mano libre, se limpió la sangre del labio superior.

—Cuando haya usted hecho lo que vino a hacer —dijo el editor—, podría dejarme marchar, ¿no? Yo no tengo nada que ver con sus asuntos.

—Sin embargo, has metido demasiado la nariz en todo esto, ¿no te parece?

—Lo que hace es injusto. No sé cuáles son sus planes, pero está cometiendo un delito. He metido mis narices en esto porque nosotros, Liam, Kika y yo, pensábamos que podríamos evitar un crimen. ¿No cree que de ese modo estemos actuando en interés de una parte esencialmente más numerosa de la humanidad, a diferencia de usted?

—Sí —dijo la mujer—. Tal vez lo estéis haciendo.

Kuhn estaba irritado. Había esperado y temido que ella la emprendiera de nuevo a golpes contra él, pero, por lo visto, reaccionaba a su rebeldía con calma y serenidad. En realidad, a Kuhn no le daba la impresión de que fuera una fanática ciega por la ira. Mientras se pudiera charlar con ella, podría existir alguna posibilidad. De que hablara…

Poco a poco, y a pesar del miedo punzante, consiguió sacar de nuevo un poco de valor.

—¿Me dirá qué es lo que planea? —le preguntó Kuhn.

Ella frunció el ceño. Luego soltó una breve carcajada.

—¿Por qué le interesa?

—Si tengo que morir para que su plan tenga éxito, mi interés en ello es comprensible, ¿no cree?

Ella le sostuvo la mirada, mientras sus párpados parecían volverse más pesados. Luego se dio la vuelta sin decir palabra y se alejó.

—Sé lo que tiene entre manos —gritó Kuhn a sus espaldas.

La mujer se detuvo.

—Vaya —dijo, sin darse la vuelta.

—¡Es un crimen! No es un acto heroico. Si lo hace, no será usted mejor que sus enemigos.

Fue un intento hecho a la buena de Dios. Pero tuvo un resultado, si bien no fue el que Kuhn esperaba. La mujer se dio la vuelta y regresó con paso rápido hasta donde estaba el editor. Sus ojos relampagueaban a causa de la ira.

—¿Y qué sabes tú quiénes son mis enemigos?

—Yo… yo no lo sé… Pero…

—Entonces no hables de ello.

—Usted no es italiana. Es rusa o serbia. Usted…

—¿Y si así fuera?

—Habéis perdido —le gritó Kuhn de nuevo—. Habéis perdido, ¿no podéis entender eso? ¡Habéis p-e-r-d-i-d-o!

Ahora todo terminaría. Sería el final.

Ella lo miró fijamente.

—Sí, puede ser —dijo ella—. Pero vosotros no habéis ganado. No habéis conseguido doblegar a Milosevic, que sigue ahí, y seguirá haciendo de las suyas delante de vuestras propias narices. No fue a él y a sus tropas a quienes habéis bombardeado hasta dejarlos en la Edad de Piedra, sino a mi pueblo y al país que pretendíais liberar. Vuestra OTAN, vuestro canciller, el presidente de los estadounidenses, todos vosotros seguís pensando que la cuestión de la victoria es una cuestión de superioridad tecnológica. Eso ya lo habéis demostrado, y Dios es testigo. Pero ¿cuánto tiempo hizo falta para que vuestra tecnología pusiera de rodillas al dictador? ¿Quién ha tenido que sufrir vuestra superioridad? Habláis de la restitución de valores y arrojáis bombas, pero ¿cuántos valores serbios y albanos habéis destruido con esas bombas? ¿Cuánta gente ha muerto?

Su aliento le golpeaba la cara al editor. Kuhn echó la cabeza hacia atrás y alzó los hombros.

—Vosotros habéis querido salvar vuestra miserable cara —continuó la mujer— Era lo único que os importaba. ¡Perros mentirosos! Hubieseis podido parar los bombardeos miles de veces, pero no hubiese sido compatible con vuestro concepto de la victoria. A fin de cuentas, es preciso probar ese bello juguetito. Sois unos necios infantiles, ¿quién os creéis que sois? Ese imbécil de Bill Gates. ¿Conoces su último libro?

Kuhn hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Yo sí. Se titula
Los negocios en la era digital.
Deberías leerlo, si es que te queda tiempo. Ha desarrollado un programa informático que se llama Falcon View, y escribe con un entusiasmo pueril que con él, por ejemplo, se pueden destruir puentes yugoslavos. ¡Pensáis que el mundo es un juego informático de guerra! Todos nosotros hemos perdido, ésa es la tragedia. Nuestro dictador se ha situado por encima de los derechos humanos, y el vuestro, Clinton, se ha puesto por encima de la democracia. ¡Eludió a las Naciones Unidas y humilló a Rusia para bombardear a personas en nombre de los Derechos Humanos! ¿Y todavía pretendéis haber ganado?

—Bombardeamos a Milosevic —replicó Kuhn—. Nosotros…

—¿Quiénes son «nosotros»? ¿Los alemanes? ¿Por qué los alemanes? ¿Porque la OTAN dijo que si amenazaba con bombas, tendría que bombardear, porque de lo contrario quedaría en evidencia? ¿O porque estabais hartos de oír todo el alboroto de quienes dicen que a Hitler se le podían haber parado los pies si se le hubiesen dicho antes cuatro verdades?

—Bueno, ¿y qué? —Kuhn cerró los puños—. ¿Hubiese sido mejor que nos quedásemos mirando tranquilamente cómo masacrabais a centenares de miles de kosovares? ¿Y Rusia? ¡Estupendo! Ésos tienen un montón de complejos de inferioridad, empezando por el viejo borracho que tienen de jefe. ¿Teníamos que pedirle de rodillas que pusiera freno a un genocida? Humillados, Dios mío. Pobres países del Este, me dais una lástima enorme con vuestro Kosovo y vuestro estatus de potencia venida a menos. ¡Es para vomitar! Los rusos estuvieron de acuerdo en parar a Milosevic. Y precisamente ellos deberían saber qué clase de tipejos son esos que estimulan las deportaciones en masa y el exterminio de grupos étnicos enteros. Como también lo sabemos nosotros, los alemanes, mejor que nadie. Por eso atacamos, y por eso estuvo correcto lo que hicimos. ¡Fue lo correcto!

La mujer apretó los labios.

—Sí, habéis solucionado vuestro problema.

Kuhn pendía de sus cadenas y fue cobrando conciencia de lo que estaba sucediendo en esos minutos. Un hombre secuestrado, al que posiblemente le quedaran muy pocas horas de vida, discutía con su secuestradora sobre la paz y la guerra.

Daban ganas de llorar.

Pero quizá fuera la única vía.

—Me gustaría… dirigirme a usted por su nombre —le dijo a la mujer—. Si es que… no le importa.

—Llámame Jana.

«No debiste haber hecho eso», pensó Kuhn en ese mismo instante. «Cuanto más te revele, menores serán las oportunidades de que te deje con vida.» De todos modos, ya era demasiado tarde.

—¿Para quién trabaja usted, Jana? —preguntó el editor—. ¿Para Milosevic? ¿Es él quien pretende esa locura?

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