Wagner consumió cantidades enormes de agua. Una vez que se le hubo pasado la borrachera y la resaca, se sentía completamente deshidratada, como un extracto de sí misma, pulverizado y luego conservado. Al parecer, la noche anterior había soltado todo el líquido de su cuerpo. Con el agua regresaron su bienestar y su capacidad para comprender. Y también la preocupación por Kuhn. Mientras se había sentido mal, sus mecanismos internos se habían concentrado en lo más esencial, es decir, en restablecer su estado general. Un registro interior había guardado bajo llave, temporalmente, el caso Kuhn. El temor a que el editor hubiera sido víctima de un secuestro, fue mostrando poco a poco su verdadera cara.
Entonces Wagner sacó su teléfono móvil, jugueteó durante un momento con él y marcó el número de Kuhn. O'Connor la miró con ojos inquisitivos.
—Ya lo sé —dijo Kika, suspirando—. Lavallier nos lo ha prohibido.
—Entonces hazlo. La desobediencia es sexy.
Mahder levantó la vista de su plato.
—¿Puedo preguntarles cuál es la sospecha que recae sobre O'Dea, mejor dicho, sobre Clohessy? —preguntó sin dejar de masticar.
—Bueno —dijo O'Connor, extendiendo los brazos—. Creernos que su intención es destruir el mundo. Con la ayuda de explosivo plástico y de algunas especias, ha cogido estas albóndigas y…
—No, en serio. Yo fui el que lo contrató. Pueden imaginarse cuan mal me sienta todo esto. —Mahder bebió un trago de Coca—Cola—. En fin, ¿qué creen ustedes? ¿Se trata de una historia personal entre Clohessy y ciertas personas o en realidad tiene algo que ver con nosotros?
O'Connor se frotó el mentón.
—No tiene importancia lo que yo crea —dijo—. Anteayer yo creía, por ejemplo, que jamás sería capaz de enamorarme.
Wagner lo miró de reojo, mientras escuchaba en su teléfono el tono de llamada. La expresión del rostro de O'Connor mostraba esa indiferencia que ella ya conocía demasiado bien.
«No te fíes de él —pensó—. Éste igual se enamora de una comida caliente. Pero sólo hasta que se enfríe.»
—La persona a la que usted llama no está disponible en este momento —dijo la voz familiar del buzón de mensajes.
«¿Dónde estaba Kuhn, por el amor de Dios? ¿Por qué no podía responder?»
—¿Y usted? —dijo Mahder, dirigiéndose a ella—. ¿Qué cree usted?
—Yo no lo sé —dijo Wagner en voz baja—. Pero no es culpa suya. Usted no podía saber que él era un…
Wagner se contuvo.
¿Sí? ¿Qué? ¿Qué era Paddy Clohessy?
¿Un asesino? ¿Un terrorista? ¿O sencillamente un hombre desesperado que huía de su pasado?
Mahder se rió, pero esta vez lo hizo sin desenfado alguno.
—Quiero decirles lo que sucedería si Lavallier llega a la conclusión de que esto tiene algo que ver con nosotros. Desviará los vuelos. Quedaremos fuera del espectáculo político. No la ciudad de Colonia, pero sí el aeropuerto. —Mahder arrastró los restos de ensalada hasta juntarlos todos y se los zampó—. A mí me interesaría en verdad saber qué tiene concretamente en las manos. A nosotros sólo nos ha dicho que Clohessy está involucrado en un caso de secuestro. Lo complicado es que nadie nos dice en qué línea se está trabajando. ¡Podemos rompernos el culo para que todo salga bien, pero cuando algo no sale bien, nadie nos dice el porqué!
—Tal vez ni el propio Lavallier sepa por qué —dijo O'Connor. Mahder emitió un gruñido involuntario. —En su oficina, precisamente, usted decía que posiblemente Clohessy estuviese huyendo. Del IRA, si no recuerdo mal. Y que nada de esto tenía que ver con nosotros.
Aquello sonó como un reproche, como si hubiese dicho: «¡Tú me prometiste que no tendríamos disgustos!»
—También dije que podíamos estar equivocándonos totalmente —dijo O'Connor.
—¿Y cuál sería la consecuencia desde su punto de vista? —Pues muy sencillo. Que Paddy es un terrorista.
—Un terrorista. ¡Vaya mierda! ¿Y qué se trae entre manos ese terrorista? Todo no son más que suposiciones. ¿Por qué entonces Lavallier no nos dice lo que piensa? O'Connor se encogió de hombros.
—Nuestro amigo Kuhn ha desaparecido. Eso fue anoche. Hoy desaparece Paddy. Tenemos una sobreoferta de enigmas, ¿no le parece? Según su opinión, ¿qué debería hacer Lavallier?
—Involucrarnos a nosotros —dijo Mahder, con énfasis—. Debería decirnos cómo ha llegado a la conclusión de que el amigo de ustedes ha sido secuestrado. Tal vez nosotros podríamos ayudar, quizá a mí, o al propio Pecek, podría ocurrírsenos algo razonable —dijo e hizo una pausa—. Ustedes dos informaron del incidente. ¿Qué les hace estar tan seguros de que ha sido secuestrado?
—Nos envió un mensaje —dijo Wagner.
—¿Un mensaje?
—Un SMS. Una llamada de auxilio. Anoche. Mahder dejó de masticar y la miró fijamente.
—Eso sí que es… Pero, de todos modos, ¿por qué tendría que ver algo con nosotros? ¿Qué les escribió?
—Meros galimatías —dijo O'Connor, al tiempo que se limpiaba la comisura de los labios—. Kuhn es tan listo que sabe expresarse en frases comprimidas. Mahder frunció el ceño.
—¿Y qué conclusión pudo sacar usted de esos galimatías?
—Que estaba en el piso de Paddy. Y que alguien le echó el guante allí —dijo O'Connor, y vaciló—. Usted dijo que Paddy no tenía amigos. ¿Jamás mencionó ningún nombre? ¿Ni siquiera a alguien que lo hubiese llamado por teléfono? —¿Qué quiere decir?
—¿Conocía tal vez a alguien llamado Elyak? Mahder guardó silencio durante un segundo. Luego negó lentamente con la cabeza.
—No. ¿Elyak?
—O algo parecido. Elyag.
El jefe de departamento siguió negando con la cabeza. Luego se detuvo.
—¿Alguna inspiración? —preguntó O'Connor.
—Sólo se me ocurre Derrick —dijo Mahder.
Wagner apoyó la cabeza en ambas manos y lo miró.
—Derrick es una serie de televisión —dijo ella—. Con Horst Tappert en el papel protagonista.
—Sí, por supuesto. —Mahder compuso una expresión tímida; pero luego le sonrió de nuevo con sus dientes falsos—. Bueno, no tengo ni idea. ¿Qué hacemos? ¿Les apetecería hacer un pequeño recorrido por el área del aeropuerto? Yo podría tomarme una hora, y antes que se aburran en el despacho de Lavallier…
Wagner echó un vistazo al reloj. Eran las dos pasadas. Todavía tenía un montón de tiempo para su cita en el canal WDR.
—Eso suena bien —dijo ella—. ¿Qué opinas tú, Liam? ¿Tienes ganas de aprender algo más?
—Nunca la tuve. Pero ya ves en lo que me he convertido. Vamos.
Bar lo llamó justo en el momento en que estaba entrando en el aparcamiento a través del cual los periodistas y los diplomáticos eran conducidos hasta sus zonas respectivas cuando llegaba alguna figura prominente. Detrás del extenso techo blanco de la carpa de los VIP, comenzaba el estacionamiento de carga del oeste. También el
Air Force One
de Bill Clinton aterrizaría allí.
O no.
Lavallier le hizo una seña a Knott, que estaba discutiendo unos metros más allá con el conductor de una empresa de catering, sacó su teléfono móvil y apretó la tecla para aceptar la llamada.
—Tienes que escuchar esto —le dijo Bar.
En el fondo estaba arrancando un 707. Lavallier se tapó el oído derecho y se apartó unos pasos.
—¿Qué cosa tengo que escuchar?
—Ya te había contado algo relacionado con una carta.
—¿Qué? ¡No entiendo ni una sola palabra! ¿Qué carta?
El estruendo del avión que estaba arrancando no dejaba oír nada de lo que decía Bar. Lavallier regresó hasta donde estaba aparcado su coche, se subió y cerró la puerta de golpe.
—Dímelo todo de nuevo. ¿De qué me hablas?
—En el piso de Clohessy encontraron un bloc para escribir —dijo Bar—. También encontraron, por cierto, sellos y sobres. Al parecer, poco antes de su partida debió de escribir una carta, no sabemos a quién, pero la letra se marcó en la hoja de abajo.
—Ya entiendo. ¿Y qué?
—¡Te caerás de espaldas! Fue relativamente fácil descifrarla. Desgraciadamente, todo parece indicar que hemos conseguido solamente la última página, y no son más de diez líneas, pero en ellas nuestro querido premio Nobel no queda muy bien parado.
—Léemela.
Bar se carraspeó la garganta con aires de importancia.
—Pues presta atención, empieza por la mitad y dice: «… es capaz de todo. A nadie se le ocurriría pensar que trabaja para Foggerty, pero yo lo conozco muy bien.»
—¿Foggerty?
—Lo estamos verificando. Pero sigue escuchando: «Puede que reciba montones de premios, miles de ellos, y puede que escriba libros hasta el final de sus días. ¡Pero es una rata hipócrita! Lo cierto es que me ha encontrado por encargo de ellos. En el momento en que escribo estas líneas, ya he hecho la maleta. Es mi única oportunidad. Pensé que todo había quedado atrás, pero esta noche ha muerto Ryan O'Dea. No tengo idea de cómo podré continuar. No me busques, ya te haré saber de mí en cuanto pueda. Mi amor está contigo. Paddy.» Lavallier guardó silencio. —¿Estás ahí todavía? —graznó la voz de Bar en el teléfono.
—Ah… Sí.
—¿Qué me dices de eso?
—No lo sé. ¿Habéis verificado la autenticidad del papel?
—Por supuesto que fuimos a buscar a Clohessy para preguntarle —dijo Bar—, pero sus huellas dactilares estaban tanto en el bolígrafo que encontramos encima del escritorio como en el bloc. ¡Y sólo las suyas!
—¿Y análisis de escritura?
—No existen pruebas de escritura de Clohessy.
—¿Cómo que no? Tiene que haber firmado algo alguna vez.
—Sí, su contrato de trabajo. Pero de él no puedes sacar nada, aunque te diría que la firma en ese papel no se diferencia mucho de la que está en el contrato.
Lavallier puso la mano derecha sobre el volante del coche y comenzó a dar golpecitos en él.
—En ninguna parte se dice nada de O'Connor —dijo—. Ni del IRA.
En el otro extremo de la línea, Bar tomó aire de un modo perceptible.
—Eric, ¿estás sordo? ¡Montones de premios! ¡Ha escrito libros! ¡Venga ya, hombre! ¿De quién puede estar hablando si no es de O'Connor?
Lavallier dejó de dar golpecitos con los dedos.
—Eso quiere decir entonces que O'Connor, en realidad, andaba detrás de Clohessy.
—El IRA estaba detrás de él. ¡Y O'Connor es el maldito IRA!
—¿El doctor Liam O'Connor? ¿El escritor de éxito y aspirante al Premio Nobel?
—¡Pues sí, santo cielo!
«No puede ser», pensó Lavallier. Al mismo tiempo, se sintió sobrecogido por un alivio profundo. Si la carta era auténtica y se refería realmente a O'Connor, entonces Bar tenía razón, y el aeropuerto estaba fuera de peligro.
Sería demasiado bonito para ser verdad.
¡Por otra parte, se trataba de un premio Nobel! Aunque fuera un aspirante.
No tenía ningún motivo. O'Connor podía ser el diablo en persona, pero mientras no recayera sobre él ninguna sospecha de haber matado o haberle hecho daño a nadie, sólo podrían seguir intentando sacarlo de su cascarón.
Lavallier miró a Knott. Ya había policías por todas partes. Hileras de patrulleros verdes orlaban toda la zona. Sin embargo, en ese momento todo parecía como si los preparativos hubieran sido en vano.
O'Connor y el IRA. ¡Inconcebible!
Lavallier arrancó el coche y partió.
Casi al mismo tiempo, el coche de Mahder avanzaba lentamente en dirección al punto de control que cortaba el paso a las personas no autorizadas a la carretera de acceso a la Terminal 2. El jefe de departamento sostuvo su identificación frente al cristal de la ventanilla. Dos hombres salieron de la caseta de vigilancia y se aproximaron al coche.
—A uno lo conozco —le dijo Mahder a Wagner, en un murmullo—. Es del SE. El otro debe de ser miembro del SEK o es un americano.
Mahder bajó la ventanilla del coche. El hombre del SE tomó la identificación, se inclinó un poco y comparó la fotografía con el rostro. Luego hizo un gesto de asentimiento y devolvió el documento. Su acompañante estaba de pie a su lado con un gesto inexpresivo en la cara. Wagner vio que llevaba un chaleco antibalas.
—Todo en orden.
El hombre del SE levantó una mano. A su señal, en la barraca accionaron la barrera y ellos pudieron continuar.
—¿Y por qué los americanos? —preguntó Wagner.
—Están por todas partes —respondió Mahder—. Ustedes no tienen idea de todo lo que hay montado aquí. Desde hace semanas y meses tenemos al Servicio Secreto encima de nosotros, a los rusos, a los ingleses, los franceses y los japoneses. Esta noche llega Clinton. Y no quieren dejar nada al azar. He oído decir que no será nuestra gente, sino los propios americanos, los que le darán las indicaciones al avión presidencial. Ni siquiera eso nos dejan hacer.
—Ya no son entonces dueños de su propia casa, ¿puede decirse así? —dijo O'Connor burlonamente.
Mahder lo miró.
—¡Puede apostar la cabeza a que es así!
Mahder siguió el trayecto de la carretera provisional. Delante de ellos se veía una inmensa superficie aplanada. A la derecha se extendía la fachada de cristal de la T2.
—Vaya —dijo Mahder—. No está nada mal, ¿no les parece? Wagner, sin decir palabra, contempló la imponente obra. Aunque todavía tardaría un año para que la inauguraran, ya resultaba fascinante. Paradójicamente, eran precisamente las grandes dimensiones las que sacaban a relucir el carácter afiligranado de la arquitectura. La estructura del techo, semejante a una telaraña, parecía flotar sobre infinitas superficies de cristal.
—Tiene un aspecto estupendo —dijo ella, sinceramente impresionada.
—Y espere a verla cuando estén terminados los puentes de pasajeros. Ocho pasarelas de cristal, a través de las cuales podrán llegar a los aviones. Como en un cuento de hadas.
—Sí —dijo O'Connor—. ¡Un auténtico castillo en el aire!
Mahder dirigió el coche hacia la superficie aplanada y pasó a lo largo de la fachada a escasa velocidad. Se veían obreros por todas partes. Hombres con cascos que trepaban por los andamios en el interior del edificio, que soldaban, martilleaban y movían materiales de un lado al otro.
—Aquí estamos sobre el nuevo estacionamiento para los aviones —les explicó su guía—. En el fondo, lo que va a surgir aquí es un segundo aeropuerto. Las capacidades se duplicarán, pero a un nivel muy diferente del que hemos tenido hasta ahora.
—¿Qué longitud tiene ese chisme? —preguntó O'Connor, interesado.