—No era ninguna diversión. No puede ser diversión actuar a favor de una organización terrorista…
—Me aburría —dijo O'Connor con vehemencia—. ¿Acaso no lo entiende? No, es que usted no puede entenderlo; ¡no sabe lo que es que te presionen por todas partes, hasta el punto de llegar a preguntarte en algún momento qué tendrías que hacer para que se lleven un chasco contigo! Siempre hubo gente dispuesta a expulsarme, y hubiese podido disparar a cualquiera a mi alrededor. ¿Entiende ahora lo aburrido que puede ser eso? ¡Quería que me echaran! ¡Quería salir de esa posición cómoda, antes de que los huesos se me entumecieran! Eso fue todo.
Lavallier guardó silencio.
—Regrese por un momento en su mente a aquella habitación en la que habitaba cuando era un crío —le gritó O'Connor. Parecía estar furioso—. ¿Qué pósteres tenía allí colgados? ¿Eh? ¿El Che Guevara? ¿Con qué consignas comulgaba?
—O'Connor —dijo Lavallier con mucha serenidad—. ¿Es cierto que envió usted cartas a algunos políticos convenciéndolos para que hicieran el ridículo en público?
—No.
—Eso es mentira.
—No he convencido a nadie para que haga el ridículo. He conseguido que algunas personas ridiculas den fe de su ridiculez públicamente.
—¿Y qué hay de esa historia de la bomba en un simposio de Física?
—Una travesura.
—¿Una travesura?
El pecho de O'Connor se hinchó. Wagner esperaba ver la siguiente erupción, pero ésta no llegó. En su lugar, O'Connor giró la cabeza hacia ella y la miró con ojos que buscaban ayuda.
—Kika, ¿qué castigo te ponen por tirarle de la lengua a un policía alemán?
—No tengo ni idea —Ella miró a Lavallier—. ¿Usted lo sabe?
—En caso de emergencia, le haré tragar la suya —dijo el comisario principal.
O'Connor se echó hacia atrás.
—Kika, explícale a este adulto apasionado, seguramente muy capaz, que yo soy un niño grande. Necesito divertirme. No quiero nada más que divertirme. Que no soy ni agente del IRA ni ando persiguiendo a la gente por ahí, para luego hacerlas desaparecer.
La atmósfera en la habitación estaba cargada. Si se hubiese tratado de material inflamable, hubiera bastado una cerilla para volar por los aires la comisaría de policía entera.
—Otra vez —dijo Lavallier—. ¿Dónde estuvieron ustedes anoche en el tiempo comprendido entre su salida del hotel Maritim y el momento de su regreso? Wagner envió una mirada a O'Connor.
El físico asintió.
Finalmente, se lo contaron todo a Lavallier. Excluyeron los detalles, pero al final el comisario quedó bastante al corriente.
—¿Tienen algún testigo? —preguntó Lavallier casi con desgana.
—Seguramente no —comentó O'Connor.
Lavallier soltó un suspiro.
—¿Y bien? —preguntó el físico—. ¿Estamos arrestados?
—No puedo arrestarlos. Y tampoco quiero. Sólo deseo que esta noche Bill Clinton pueda aterrizar aquí y que dentro de tres días lo haga Boris Yeltsin, y que en ese tiempo aterricen los demás. ¿Entienden ustedes mi problema?
Wagner asintió.
—Si Liam fuera la persona por la que usted lo toma —le dijo ella—, ¿cree que hubiésemos venido a verlo?
Lavallier se encogió de hombros. Por lo visto, ahora se lamentaba de haber mostrado su debilidad y permitirles ver cuáles eran sus preocupaciones.
—Permanezcan todavía un tiempo a mi disposición —dijo fríamente—. En lo que atañe a usted, doctor O'Connor, tengo que pedirle que no abandone la zona del aeropuerto hasta que yo se lo indique. —Hizo una pausa—. No tengo ningún derecho legal para hacerlo. Los dos se pueden marchar, no puedo obligarlos a permanecer aquí. Sólo puedo pedírselo.
O'Connor se mordió el labio.
—De acuerdo —dijo.
—Yo no podré quedarme —dijo Wagner—. Pero estaré localizable. ¿Está bien así? ¿Puedo irme ahora?
«Yo no quisiera irme —pensó Kika—. No quiero apartarme de ti, Liam. En esta situación no. No, error: en ninguna situación. No quiero apartarme de ti nunca más.»
Ella lo miró y, a su vez, captó la mirada del hombre. Parecía decirle que se fuera y no se preocupara, que todo esto formaba parte del juego. «Sólo nos estamos divirtiendo un poco, Lavallier y yo. Jugamos al ratón y el gato. Esta noche, cuando volvamos a vernos, comprobarás que yo he ganado el juego.»
Ella extendió la mano hacia él.
En ese mismo instante sonó su móvil.
Con la respiración contenida, Kika sacó el teléfono y apretó la tecla para aceptar la llamada.
—Silberman —dijo la voz al otro lado de la línea.
Mientras Jana atravesaba la nave en dirección a él, Kuhn supo de inmediato que estaba perdido. Podía leerlo en los ojos de la mujer. Involuntariamente, rodeó su cuerpo con el brazo libre y encogió la cabeza entre los hombros.
Jana se detuvo delante de él.
—Has mentido —le dijo.
A juzgar por el tono, no parecía ni enfadada ni particularmente sorprendida. Sólo estaba constatando algo de un modo concreto. Kuhn creyó que en ese momento lo mandaría al más allá con la misma objetividad. Le asombró que esta vez no lo golpeara llena de furia como había hecho esa misma mañana.
—Sí, he mentido —dijo Kuhn, cansado—. ¿Y qué? ¿Qué diferencia hay?
La mujer lo examinó.
—Para mí existe una diferencia. Les enviaste un mensaje a tus amigos. Por lo que parece, no saben muy bien qué hacer con él, pero eso podría cambiar, por supuesto. —Jana hizo una pausa—. Kuhn, eres un triste idiota. Te propuse un trato justo, tu vida a cambio de la verdad; pero tú prefieres interpretar el papel de héroe. Es ridículo. Tú no eres un héroe, ¿nadie te lo ha dicho nunca?
Una risotada salió de la garganta de Kuhn.
—¿Y acaso algunos de vosotros lo es? —De repente todo le daba igual—. Creo que está de más hablar de heroicidad. En toda esta historia no hay un solo héroe auténtico, así que, ¿qué espera usted de mí?
Las facciones de Jana se estremecieron brevemente.
—Fue una estupidez —dijo ella.
—No fue ninguna estupidez. Intento permanecer con vida, eso es todo. ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar?
—Cooperar.
—Usted no hubiera cooperado —dijo Kuhn—. Usted sabe muy bien que el SMS era mi única oportunidad real.
—Te felicito —dijo Jana en tono sarcástico—. ¿Y ahora qué? Ahora ya no te queda ninguna oportunidad. Quisiste ser listo, pero en lugar de eso vas a morir atado a un tubo oxidado. Kuhn bajó la cabeza. Su miedo se veía superado por la profunda tristeza que le causaba que todo tuviera que terminar de ese modo. Rodeó aún más su cuerpo con el brazo, se mantuvo así y sintió cómo la mandíbula empezaba a temblarle. La terrorista lo miraba impasible. Luego le dijo de pronto: —Estás solo.
Él levantó la vista y guardó silencio.
—Las decisiones en solitario son las más inteligentes o las más estúpidas. —Jana señaló con un movimiento de la mano hacia el vehículo de rieles situado en el centro de la nave—. Emplear ese chisme que está ahí es una decisión muy solitaria. Ya se determinará si ha sido inteligente o estúpida. Yo corro riesgos de los que tú, Kuhn, no tienes ni idea. Al final lo tendremos todo o nada. Tú has tomado tu decisión al ocultarme que enviaste ese mensaje. Pues, muy bien. Conocías las reglas, y también las alternativas. Te lo advertí más de una vez, de modo que no te quejes. Todo o nada, y tú te has dejado pillar. De modo que nada.
—No fue una decisión estúpida. —Kuhn hizo un vehemente gesto negativo con la cabeza. Si tenía que morir ya, no iba a permitir que la persona que tenía delante lo acusara de estúpido—. Era lo mejor que podía hacer. ¡Fue genial! Fue una muestra de presencia de ánimo y de audacia. En cualquier película, en cualquier estúpido libro, es justamente eso lo que hace que los buenos aparezcan a tiempo, antes de que los malos lleguen a disparar. —Kuhn rió con expresión atormentada—. ¿Qué es lo que resulta tan estúpido, Jana? ¿Que me aferré a cualquier esperanza de salir con vida de aquí? ¿Que no sea lo suficientemente profesional en el trato con asesinos a sueldo y dementes; que no domine sus perversas reglas de juego, de las que están tan orgullosos? ¿Que siga creyendo que mi vida me pertenece?
—En este instante pertenece al mejor postor, te guste o no.
—No, es su vida la que pertenece al mejor postor —respondió Kuhn—. ¡La oferta ya se ha hecho, y usted la ha aceptado sin darse cuenta!
—¡Mi vida no le pertenece a nadie! —gritó Jana.
Kuhn tragó saliva. Era como si otra mujer hubiera hablado a través de su boca.
Sus ojos refulgían llenos de odio.
«Ahora —pensó Kuhn—, lo va a hacer ahora.»
—Sólo existe una persona en condiciones de fijar el precio de mi vida —dijo Jana en voz muy baja y acentuando cada palabra—. Y ésa soy yo, ¿me has entendido? ¡El precio de tu vida, en cambio, lo fijaré yo ahora mismo!
—Demasiado tarde. Ya le pertenece a alguien.
—¿Qué dices?
—Su vida está en manos de un
holding
que incluye nombres como OTAN, Milosevic, etc. Usted puede quitarme la vida, pero yo no la voy a vender. Si muero, por lo menos moriré siendo un hombre libre. La suya, su vida, fue vendida hace mucho tiempo, De modo que no me venga con lo de las decisiones en solitario, alguien ha decidido ya por usted.
Por un momento pareció como si Jana quisiera pegarle otra vez. Luego soltó un suspiro y se apoyó contra la pared, a su lado.
Por un momento pudo oírse la respiración jadeante de
Kuhn,
que poco a poco se fue calmando de nuevo. Entonces Jana dijo:
—Demasiado
pathos,
Kuhn. ¿Por qué nos complicas tanto la vida a los dos?
—¿Yo? —Kuhn, amargamente asombrado, hizo un gesto negativo con la cabeza—. Mi vida no era difícil antes de que usted se inmiscuyera en ella.
Sintió un dolor en el brazo y se dio cuenta de que lo producía la presión de sus propios dedos. Todavía se mantenía abrazado a sí mismo. Poco a poco, fue dejando caer el brazo, y lo sobrecogió una sensación de indefensión más violenta que las anteriores. Su muñeca presentaba una herida provocada por las esposas.
Indefensión y soledad. Jana tenía razón.
Estaba solo. Siempre había estado solo. Ellos dos estaban allí, diciéndose verdades mutuamente, y al final la mujer cometería dos asesinatos. Dos asesinatos adicionales a los que probablemente ya hubiera cometido.
—Se tienen pocas oportunidades de sostener una conversación razonable —dijo Jana, hablando al silencio—. Eso es lamentable. Quiero decir que, en mi situación, puede hablarse de todo lo imaginable, pero no de lo que importa verdaderamente. Uno charla con un eco, y cualquiera que tenga una opinión distinta, por desgracia, tiene que ser asesinado.
—Menudas preocupaciones… —dijo Kuhn. —¿Te apetece un café?
Kuhn volvió la cabeza y la miró. Su rostro mostraba de nuevo la expresión de casi siempre. Como un territorio de pruebas de los sentimientos. Probando, corten; probando, corten. Como un desierto. No estaba triste, no estaba feliz, era sencillamente un rostro.
—Con mucho gusto —dijo él.
Una se iba y el otro entraba.
Pocos minutos después de que Kika hubiera regresado a la ciudad, entró Aaron Silberman. Lavallier, entretanto, se había desplazado hasta el estacionamiento de carga del sector oeste, a fin de, por lo menos, estar presente en el aterrizaje de los canadienses. O'Connor sabía que ni el comisario principal ni Bar estarían entusiasmados por la idea de darle acceso a las interioridades del caso a un reportero de la Casa Blanca. Bar le formuló a Silberman un par de preguntas, pero tampoco el periodista había sabido nada más de Kuhn ni se habían vuelto a ver desde el día anterior, cuando desayunaron juntos.
Luego Silberman se mostró curioso, mientras Bar, por su parte, se mantuvo bastante ocupado. Le prohibió al corresponsal decir una sola palabra sobre el asunto y lo puso en manos de O'Connor, quien, tras un breve momento de reflexión, lo arrastró consigo hasta el bar del Holiday Inn.
Mientras recorrían los pocos pasos que los separaban del hotel, pasando junto a los edificios administrativos, O'Connor intentó luchar contra su malhumor. Estaba acostumbrado a que lo consideraran cínico, indiferente y lo acusaran de otros muchos malos hábitos. ¡Pero no de cometer un delito! Sencillamente, era del todo inapropiado atribuirle algo más que un comportamiento de mal gusto. Se le podía llamar machito, y era acertado. ¡Le habían endilgado todo tipo de títulos: advenedizo amanerado, hijo de puta decadente, bastardo borracho! ¡Muchísimas gracias! Maleducado, parlanchín, mujeriego, ¡perfecto! Todo lo que fomentara su fama de canalla, era acogido como un cumplido e iba acompañado de un ligero levantamiento de la ceja izquierda.
Pero interrogarlo como a un ladronzuelo y sospechar que estuviera involucrado en actos terroristas, ¡eso no valía la pena discutirlo siquiera! ¡Además, lo habían obligado a hacer declaraciones de carácter personal, sólo por eso Lavallier merecía una bofetada!
Con pasos rígidos por la rabia, caminaba como un pato delante de Silberman. El juego estaba cobrando ciertos rasgos que no le gustaban. No obstante, hubiese podido vivir con su vanidad herida, si a todo eso no se le hubiese añadido otra cosa. Algo que lo inquietaba profundamente. Una sospecha que de pronto se convirtió en certeza.
Alguien le había tendido una trampa.
Era absurda la idea de que por la mañana hubiese informado de un posible delito, para ahora verse como sospechoso. O'Connor no dudaba de que hubiesen encontrado esa ominosa carta en el piso de Paddy. Pero sí dudaba de que la carta hubiese sido escrita por el propio Paddy. Éste no tenía motivo alguno para desacreditarlo de esa forma. Hasta el día de ayer, ni siquiera había podido sospechar que O'Connor se cruzaría en su camino. ¿Por qué iba entonces a escribir ese texto tan absurdo?
¿Para sepultar la credibilidad de O'Connor?
¡Eso era! Detrás de la desaparición de Paddy y del secuestro de Kuhn, había algo más que un activista del IRA en la clandestinidad. Pero así debía parecerlo. Como una disensión interna del IRA que afectaba al aeropuerto sólo por azar.
¡Y lo estaban utilizando a él para tales fines!
Con paso decidido, O'Connor avanzó hasta la barra y acercó dos taburetes.
—¿Qué desea tomar, Aaron? El whisky irlandés siempre se recomienda solo cuando es preciso resolver un problema. Y a mí me parece que nosotros tenemos más de uno.